sábado, 19 de marzo de 2011

SANTA CRUZ DE CAMOTLÁN... A LA SOMBRA DE LA HISTORIA



La presente colaboración es del amigo Lic. Miguel Ángel Delgado Ruiz, y es la participación que tuvo durante la presentación del libro "Santa Cruz de Camotlán a la sombra de la historia" del autor Rubén Arroyo Arambul, que se realizó el pasado viernes 11 de marzo en el museo Regional de Tepic y donde también comentaron los historiadores Pedro Luna Jiménez, Miguel González Lomelí e Ismael Altamirano Gómez.

Por: Miguel Ángel Delgado Ruiz 

Por decenios, por siglos inclusive, pareciera que muchos pueblos enteros, estados completos, no tienen historia o no la han tenido. Si no han corrido con la suerte de que algún acontecimiento o proceso de los que registra la historia nacional u oficial haya ocurrido en su territorio o que por lo menos, algún prócer de reconocido prestigio haya pernoctado ya sea en su triunfo o  derrota en algún punto de la geografía provinciana o en algún inmueble que por sólo este hecho adquiere “interés histórico”, las posibilidades, hasta hace relativamente poco tiempo de participar en la historia patria o nacional eran mínimos, si no es que nulos.
Lo peor del caso es que nos la creímos, y a partir de ello, nosotros mismos nos excluimos y subestimamos.
Gracias a esta errónea idea, acentuamos y propiciamos pérdidas reales, generamos apatía y desinterés que se tradujeron en no dimensionar el valor que tiene en nuestro desarrollo como individuos y sociedad el registro y conocimiento de nuestra historia inmediata, mediata y lejana, con todo lo que ello conlleva: la falta de creación y en muchos casos pérdida de archivos personales, familiares, municipales, ejidales, parroquiales etc.; soslayar el registro, análisis, enseñanza, difusión y crítica de nuestros procesos históricos en sus distintos niveles e interrelaciones que nos permitan tener claro qué ha sido de nuestras sociedades, las de nuestros antepasados remotos, de nuestros tatarabuelos, bisabuelos, abuelos, padres, y con ello comprender, explicarnos y plantearnos nuestro presente y estar en condiciones de  proyectar y vislumbrar líneas al futuro. La falta, trae consigo pérdida de identidad personal y colectiva, vulnerabilidad en masa ante intereses bien orquestados de las más diversas filiaciones, proclividad a entramparse en redes sutiles o burdas de falsos profetas o inescrupulosos mercaderes de la diversión, el entretenimiento, la simulación, la enajenación en todas sus presentaciones; la ruptura de líneas de comunicación que nos hace ver y sentir como seres desconectados de nuestro pasado, solitarios en nuestro presente sin explicación alguna, expósitos en nuestro propio tiempo.
Por fortuna, a esta moneda corriente le corresponden también sus excepciones, en la figura de personajes que no se han hecho el ánimo de desdeñar el pasado o de mitificarlo en aras de ampliar el calendario cívico con la incorporación de nuevos y almidonados héroes, sino que han enfocado su atención a la identificación, investigación, estudio, análisis y presentación de hechos y circunstancias que en un proceso histórico han configurado la fisonomía y el carácter social, económico, político, religioso, cultural de grupos humanos o sociedades, más simples o más complejas en sus estructuras y relaciones perfectamente ubicadas en espacios geográficos definidos, los cuales, independientemente de su lejanía o proximidad a centros de mayor o menor complejidad, tamaño, urbanidad o importancia económica o política, no escapan de las relaciones que los centros hegemónicos, llámense señoríos, virreinato, imperio, república federalizada, establecen e imponen en base a intereses perfectamente definidos.
A esta naturaleza de amantes de la historia pertenece Raúl Arroyo Arámbul, a aquellos que no se conforman con la enumeración y/o descripción de hechos que por mucha erudición que manejen, no consiguen desentrañar los mecanismos que generan la marcha de los procesos históricos y las relaciones que dentro de éstos se establecen permitiéndonos tener visiones más completas y definibles dentro de su propia complejidad, que nos proporcionen herramientas confiables de comprensión de realidades históricas en sus distintos momentos y contextos.
La tarea, no ha sido fácil, la empresa ha requerido constancia y dedicación, pero el esfuerzo ha valido la pena.
Haciendo gala de estrategias creativas a falta de presupuesto asignado, que incluyen el trueque y la labor desinteresada, con el apoyo de particulares y algunas instituciones municipales y estatales, Rubén Arroyo ha sabido ganarse la confianza de las comunidades que investiga y que estamos seguros, con el producto de su trabajo, se revaloran. Labor desarrollada a lo largo de once años, si bien es cierto, demandante en atención y dedicación, no ha sido exenta de satisfacciones, recompensas personales y sorpresas.
“Cuando inicié este trabajo pensé que daría para una publicación de pocas cuartillas a la que podía ilustrar con algunas fotografías...”, confiesa el autor. Sin embargo, lo que parece árido en términos de información disponible, a fuerza de involucrarse en el tema, con el paso del tiempo, fue develando más información que a su vez remitió a otros temas de interés que dieron por resultado profundizar sobre la materia de estudio, en este caso, la lucha persistente, tenaz e incansable de una comunidad serrana del sur del actual municipio de Ahuacatlán, Nayarit, por la recuperación, posesión y escrituración de un bien fundamental para los hombres y para los pueblos: la tierra.

Comatlán tiene un origen remoto. Ubicado en la ribera norte del río Ameca, anterior a la época de la conquista era un pueblo que practicaba la agricultura de riego, por medio de acequias y canales, obteniendo sus habitantes buenas cosechas de frijol, maíz y calabaza. A través de la recolección el entorno proporcionaba a sus moradores camotes –de donde toma el nombre- ciruelas, guamúchiles, guajes, bonetes, tunas, guayabas y pitayas, en tanto que la pesca proveía de truchas, bagres, camarón de río o cauque, ranas; mediante la cacería era posible obtener carne y cuero de venado, jabalí, ardillas, conejos, tlacoaches, serpientes, aves diversas, etc., lo que nos habla de una tierra generadora. Además, sus habitantes participaban  en el intercambio y comercio de diferentes productos con pueblos cercanos y distantos, pertenecientes a un amplio hueytlatonazgo o gran señorío, cuyos límites se extendían desde la rivera del río Ameca, hasta la sierra de Mascota, de las montañas de Talpa, hasta la serranía de Hostótipac y los valles de Atenguillo y Guachinango, éstos últimos con sus ricas minas de oro y plata de Xochitepec, el actual Magdalena, Jalisco, incluyendo el señorío de Tequila, extendiéndose hasta la Sierra Madre Occidental, territorio éste, sujeto al gran señor o hueytlatoani Goaxicar, de quien se dice era originario del altépetl de Ahuacatlán.
Extensión con tales características, desde principios del siglo XVI, resultó codiciada por los encomenderos quienes a cambio de los servicios otorgados a la corona por hechos de conquista o por supuestamente contribuir al establecimiento de la fe católica entre los naturales, iniciaron la práctica del despojo de tierras, la exigencia del pago de tributo en especie, el trabajo forzado en reales mineros, lo que al correr de los años se agudizó por vía de las llamadas mercedes reales otorgadas a particulares españoles y a la iglesia para el establecimiento de estancias ganaderas, cofradías y haciendas que marcaron el inicio de una lucha que se prolongaría  a través de cerca de cuatro siglos, en la que comunidades indígenas como es el caso de Camotlán de manera constante se defienden por no perder sus territorios o por recuperar lo ya perdido ante poderosos intereses.
Pronto y de esta manera, el pueblo de Camotlán, se ve rodeado por grandes haciendas  como la de San Felipe de Híjar, Tepuzhuacán, Tetitlán y de la importante cofradía del Santísimo Sacramento perteneciente a la Sancta Doctrina de San Juan Evangelista del convento franciscano de Ahuacatlán, lo que representó una constante y real amenaza.
La instauración del régimen colonial con sus instituciones políticas, económicas, religiosas y culturales, modificó los usos y costumbres de los camotlenses en todas y cada una de las actividades de su quehacer colectivo. El interactuar en un mundo en el que el mestizaje poco apoco ganaba terreno y en donde se incorporaban nuevos elementos, los obligó a buscar nuevas formas y estrategias de defensa de sus intereses comunales permanentemente amenazados por hacendados, mineros, ganaderos y la iglesia. Por su parte, la corona española generó instituciones que buscaban proteger a la población indígena, instancias que los camotlenses supieron aprovechar realizando colosales esfuerzos, acudiendo en comisión ante el Juez Privativo de Tierras y Aguas del Reino de la Nueva Galicia, en Guadalajara, venciendo su propia pobreza, la distancia, los prejuicios y la discriminación racial, para solicitar la medición de sus tierras, hecho que ocurre por primera vez en junio de 1738, para posteriormente repetirse el 31 de agosto de 1755, con la intención de obtener los títulos que ampararan la posesión de sus tierras.
Esta segunda medición genera el llamado Legajo de 1755 que a la postre, en futuras gestiones, sirvió a los camotlenses como incuestionable testimonio de la pertenencia de sus tierras, al tiempo que para efectos de la investigación histórica resultó ser fuente de valiosa información sobre la administración civil y religiosa, algunos aspectos de la minería, el medio geográfico y sus recursos naturales, la ubicación de la población en sus diferentes asentamientos  a lo largo de la historia, la importancia del río Ameca, la urbanización del poblado, su economía, la convivencia entre el castellano y el náhuatl; el primero de ellos como lengua oficial y la lengua autóctona utilizada por el común en su comunicación cotidiana, tradiciones, usos y costumbres, las industrias entre las que aparecen la fabricación de adobe, ladrillo y teja, el procesamiento de cueros, la práctica de la herrería, la existencia de un trapiche o molienda de caña de azúcar, entre otros. 
El advenimiento del siglo XIX lejos de traer consigo condiciones favorables a los camotlenses que desde mediados del siglo XVIII habían modificado su toponomía por la de Santa Cruz de Camotlán, en lo relativo a la protección de sus tierras, resultó perjudicial. Primero, la secularización de los conventos franciscanos, al ser administrados directamente por el Obispado de Guadalajara, entre otras consecuencias trajo consigo una mayor intromisión de los ministros de la iglesia católica a favor de los intereses de los españoles y criollos por encima de mestizos, indios y castas, generando mayor descontento en los agraviados, al tiempo que el propio Obispado ejerció un mayor control de sus intereses en las distintas cofradías. Después de la independencia la situación no cambió, inclusive empeoró, al permitir los gobiernos la venta de terrenos de cofradías y de pueblos indígenas a particulares; siendo hasta principio de la segunda mitad del siglo XIX, cuando la Ley Juárez que suprimía los fueros de la iglesia y del ejército, la Ley Lerdo que establecía la desamortización de las fincas rústicas y urbanas de las corporaciones civiles y religiosas y la Constitución de 1817, asestan un duro golpe a los intereses económicos y políticos de la iglesia, abriendo dicho sea de paso, la posibilidad de una mayor acumulación de tierras por parte de hacendados y latifundistas, situación que se exacerva durante el porfiriato, cuando la concentración de enormes extensiones de  tierra en un reducido número de propietarios, propicia junto con otros factores con el correr de los años, el movimiento armado de 1910.
No sería sino hasta 1929, en época post revolucionaria, cuando a los habitantes de Santa Cruz de Camotlán, después de mil batallas, el 20 de diciembre, mediante resolución presidencial se les restituyen sus tierras perdidas a manos de hacendados, iglesia, rancheros y ganaderos, otorgándoles su posesión provisional, creándose posteriormente el 3 de diciembre de 1930, el Ejido de Santa Cruz de Camotlán.
Con ello se cierra un largo capítulo de lucha por parte de un pueblo tenaz que con sus esfuerzos no sólo logró conseguir recuperar su tierra, bien preciado, sino también forjarse un carácter colectivo.


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