jueves, 6 de abril de 2023

DENTISTAS DE ANTAÑO

 






NOTA ACLARATORIA

La siguiente crónica fue sacada del librito “Mazatlán de Antaño” del viejo cronista del hermoso puerto sinaloense, Don Joaquín Sánchez Hidalgo Villalobos, hermano de mi abuelo, el periodista Manuel Sánchez Hidalgo Villalobos. Esta breve crónica, posiblemente escrita entre los años 50 del siglo pasado, nos da idea de cómo era la vida costumbrista del Puerto de Mazatlán, a finales del siglo XIX y lo pavoroso de los dentistas de la época.

Para mi fortuna, a través de internet, pude conseguir un ejemplar de este libro, que, para formidable coincidencia viene autografiado por este pariente mío y doy a conocer estos relatos de época para el conocimiento de todos nosotros acaponetenses y nayaritas, que por la cercanía y la historia que une estos dos pueblos, amamos a Mazatlán.

PEPE MORALES

DENTISTAS DE ANTAÑO

Por: Joaquín Sánchez Hidalgo Villalobos

Al Dr. José Solórzano, fraternalmente

Anda búscate el Anís, díjole presuroso el Sr. Peinado a su minúsculo ayudante, al ver entrar en su obscura barbería a un escuálido y acongojado tipo, con la cara tumefacta, casi cubierta de trapos que hacían las veces de vendas y, al cual el grupo de pilluelos, entre los que me encontraba yo, veníamos siguiendo pausadamente, sabedores hacia dónde se dirigía; el espectáculo gratuito que iba a tener lugar y que atisbábamos desde la alta banqueta de la barbería y, que ya en otras ocasiones, habíamos presenciado.

Don Petronilo Peinado y Pasalagua era un honrado y conocido barbero mazatleco, que tenía instalado su establecimiento barberil, en el zaguán de unos cuartos de teja muy chaparros y feos, que existieron en la antigua calle del Vigía, hoy Ángel Flores, frente por frente al palacio municipal; precisamente al lado del edificio que ocupa una casa fotográfica.

La barbería del Sr. Peinado Pasalagua, aparte del anuncio en la fachada en forma de un poste redondo, rematado con una bola y pintado en forma salomónica con azul, blanco y rojo, como lo tienen todas las barberías de antaño y hogaño, consistía en un estrecho pasillo pintado con lechada de color ocre detonante; el inclinado techo lleno de telarañas, poblado de toda clase de insectos hogareños y alumbrado por una lámpara de petróleo con pantalla de hoja de lata.

Estaba amueblada con dos sillones fijos de madera de cedro, con los asientos y los respaldos tejidos de bejuco y dos bancos acojinados con tela colorada muy desteñida, donde los clientes apoyaban las extremidades inferiores. Completaban el mueblaje, seis sillas de tule, con los asientos destripados y sucios.

Dos espejos de tamaño regular, uno de ellos rajado de medio a medio, embutidos en marcos de metal dorado y abollados por la acción del tiempo, lucían frente a los sillones y, entre ellos, sobre una gran repisa cubierta con papel de estraza, se destacaban una gran cantidad de recipientes de porcelana para la enjabonadura, que ostentaban entre flores y adornos inverosímiles de todos colores, los nombres de sus propietarios, clientes habituales de la casa; además de las brochas, tijeras, navajas, peines, etc., etc., y caso insólito, en la parte baja de la mencionada repisa, Don Petronilo exhibía orgullosamente una siniestra y heterogénea colección de pinzas y tenazas, cuyas formas y tamaños se asemejaban bastante a las que usan los herreros para coger hierros candentes, porque el Sr. Peinado, aunque usted no me lo crea, se dedicaba también a la honrosa profesión de extraerles o más bien arrancarles las muelas, los dientes y los colmillos en mal estado a los clientes que solicitaban sus eficientes servicios.

Para conocimiento del público doliente, la barbería ostentaba sobre el cerramiento del zaguán y colgado de un palo horizontal que llegaba hasta la orilla de la banqueta, un enorme rótulo de lámina de hierro de forma ovalada, todo pintado de color verde oscuro, en cuyo centro campeaba por su tamaño y aspecto, que a mí se me antojaba monstruosa, una gigantesca muela dorada a cuyo alrededor y por la parte superior se leía con letras mayúsculas SE SACAN MUELAS y, por la parte inferior, con letras minúsculas: “a cincuenta centavos cada una”.


Descrito ya el escenario, seguiremos con el “drama”, donde ya el Sr. Peinado enfundado en un delantal de color indefinible por la edad y la suciedad, había sentado al “paciente” en uno de los sillones y se dedicaba afanosamente a la desgradable tarea de despojarlo de la enorme cantidad de vendas que llevaba enrolladas en las mandíbulas cuando apareció el anís seguido por el fígaro en ciernes.

El mentado y buscado Anís era un mozalbete grandulote y fortachón, con el típico semblante del bebedor sempiterno; que se dedicaba al descansado y lucrativo oficio de cargador y a quien se le podía encontrar a todas horas del día y de la noche, en el interior de una cantina denominada La Colmena, que existió en la esquina sudoeste de las calles 5 de mayo y Gral. Flores, precisamente para más señas, donde ahora está una mercería.



Decíamos que llegó el Anís, esparciendo una estela apestosa a inconfundible a tabaco y mezcal barato y, como eficiente y bien enseñado ayudante, perfectamente aleccionado, procedió a sujetar con sus poderosos brazos por detrás del sillón al desgraciado cliente, que por lo que se veía, tenía más ganas de correr que de quedarse.

Rápidamente el Sr. Peinado escudriñó su insólita colección y, enarbolando una de aquellas pavorosas tenazas a que antes hice mención, se encaramó, esa es la palabra, sobre uno de los brazos del sillón de marras, apoyó su rodilla sobre el pecho del paciente y entre los gritos y espasmos del infeliz y la estupefacción y espanto de nosotros que contemplábamos la escena con ojos desorbitados, exhibió triunfante en el extremo de las tenazas, una enorme muela cubierta de carne viscosa y sanguinolenta que al verla, nos levantamos despavoridos y echamos a correr sin mirar hacia atrás, como almas que se lleva el diablo.

Y esto sucedió en Mazatlán ayer, casi ayer, por el año de 1896 y…es rigurosamente cierto.