viernes, 18 de agosto de 2023

EL BARRIO DEL CHARCO VERDE

 


Probable extensión del Charco Verde a principios del siglo XX

Por: José Ricardo Morales y Sánchez Hidalgo

Cuando hace ya algunos años platiqué con la estimada señora Doña Consuelo Flores de Aguilar, hoy ya finada, la vida de ese momento en nada se parecía a los alegres días en que ella, según me contó, vivió entre las orillas de una laguna que rebozaba de vida, y las operaciones y vaivenes del ferrocarril Sud Pacífico, lugar de la ciudad que de alguna manera se convirtió con el paso del tiempo en el corazón de una ciudad que crecía, se dirigía con energía al futuro, y en ese lapso perdía parte de su identidad porque sin el “charco verde”, Acaponeta ya no fue lo mismo.


Esta foto no es del charco verde, solo intenta mostrar un aproximado de cómo pudo haber sido

    La laguna verde, como le llamaba la gente debido a una capa lamosa que le daba esa tonalidad, o también, “laguna de El Centenario”, no era un área pequeña o cualquier charco, como casi despectivamente le llamaban. Según el cronista municipal Don Néstor Chávez Gradilla, esa superficie abarcaba desde la calle Corona hasta el Centenario hacia la parte norte, al oriente limitaba con el Cerro de la Glorieta y hacia el poniente hasta más allá de donde hoy está la Planta MASECA, y con las tierras agrícolas de Don José Aguiar, Don Bernardo Quintero y Don Guillermo Llanos Jaime, sin dejar de mencionar esa parte de la ciudad que se ubica en lo que son las calles Guerrero y Zacatecas hasta la vía del ferrocarril. Cuanta el cronista, que personas que vivieron aquellos lejanos tiempos del enorme charco, aun cuando Acaponeta era una simple “villa”, ya que no fue ciudad sino hasta el 15 de septiembre de 1910 cuando el General Mariano Ruiz, Jefe Político del Territorio de Tepic, le dio esa categoría; decía pues, esas personas le refirieron que la laguna tenía una profundidad de un metro y medio, cubierta siempre de una capa verde lamosa, con muchas plantas acuáticas y con abundantes carrizales, sobre todo en un islote que se formaba en medio de la laguna y que se distinguía por la gran cantidad de plantas de carrizo.


Calle a un costado de la estación del ferrocarril. Al fondo la Maseca.
Esta área estaba cubierta de agua.

Debe su nombre por supuesto a esa laguna que se formaba en ese sitio muy parecida a la que actualmente brilla como espejo a la salida a Huajicori y que cruza por la calle Chapultepec, solo que esta es mucho más pequeña, espejo de agua que afortunadamente el gobierno municipal de Malaquías Aguiar Flores, rescató por medio de su proyecto de saneamiento del arroyo de La Viejita, pero eso es tema de otro artículo.


Aquel ojo de agua al que bautizaron como el “Charco Verde”, era tan grande que ahí nadaban con mucha alegría los niños de los alrededores y convivían con armonía entre grandes cantidades de tortugas, ranas, sapos, diversos tipos de peces, chacuanas y culebras, así como también infinidad de patos silvestres, gallinetas, garzas y otras aves acuáticas, que ornaban la superficie de la laguna, espejo que por las noches hablaba por el coro gigantesco de los sapos y las ranas. Existe una nota de 1906, que comunicaba la peligrosidad de acercarse a esa laguna por la presencia de un enorme caimán que ahí habitaba. Ese espejo lacustre, se comunicaba precisamente con el Arroyo de la Viejita, por donde bajaban y subían del río a la laguna varios caimanes y cocodrilos.

Al final de la calle Oaxaca o quizá la Querétaro, había un embarcadero en donde varias canoas transportaban a la gente al otro lado, ya que el único paso seco que existía, era el que iba rumbo a Huajicori y era camino “de pezuña” para carretas, carretones, arriadas y gente de a caballo o de a pie y se hallaba bordeando el cerro para salir a la calle Chapultepec, por lo que estaba lejos del actual barrio que ahí se formó, por lo que la gente prefería las canoas para cruzar.


Camino de pezuña

    Los Prefectos Políticos de Acaponeta Don Eduardo Rivero y Don Delfino A. Goyzueta, quienes ocuparon el cargo durante el año de 1905, al ver como los gringos del ferrocarril rellenaban parte de la enorme laguna verde, notaron que de este lado iba a quedar seccionada parte de esa laguna, quedando sola y de lado, así que decidieron también irla terraplenando poco a poco con piedras, escombro y basura, todo con mano de obra de los presos, borrachos, viciosos y malvivientes vigilados por la Policía. Esa labor de momento quedó inconclusa y durante muchos años, por lo que la gente comenzó a nombrar como “El Charco Verde”, a esa pequeña laguna producto de la fragmentación de la laguna grande. Ya en los años treinta, cuando por fin se terminó de terraplenar, también por iniciativa de su propietario el Sr. Don Guillermo Llanos Jaime, padre del afamado poeta y periodista Memo Llanos Delgado, fue unos años campo de béisbol, y luego se fraccionó procediendo enseguida a la venta de lotes. A ese lugar, se le siguió dando el mismo nombre que le daban a la parte que quedó de la laguna de este lado de las vías del ferrocarril, y continuaron llamándolo: “Barrio del Charco Verde”, hasta el día de hoy.




    Esta extensión de agua se prolongaba hasta donde hoy se ven las vías del ferrocarril, muy cerca de la estación del Sud Pacífico y un hotel, con el mismo nombre, que ahí existía, propiedad de Don Pedro Navarro, quien aparte de dar alojamiento a los que llegaban en el tren, recibía a los muchos agentes viajeros que hacían negocios y transacciones con los comerciantes locales. En los andenes, principalmente trabajadores de la compañía Sud Pacífico, le daban cabida a las decenas de comerciantes ambulantes que llegaban con sus productos a vender a los pasajeros de la llamada “punta de fierro”, como nombraban al ferrocarril. Por cierto, que Don Pedro Navarro quien en el extraordinario directorio comercial de Don José Ledón Sens, del año de 1933, anunciaba una sucursal en el municipio de Ruiz, también era médico de profesión y atendía pacientes en un consultorio anexo al hotel, entre todo un vivero de hortalizas y flores de ornato. Explicaba la Sra. Consuelo Flores, que este lugar estaba lleno de plantas y que el propietario le permitía a la chiquillada dejar ahí sus macetitas de barro que fabricaba el Sr. Martín Zavalza y que contenía las plantitas de gardenia que con el paso del tiempo le dieron a la ciudad el título que hoy tiene respecto de esas flores, ya que sabemos que, con esos aromáticos arbustos, los niños o entusiastas mujeres en canastitas o macetitas, subían a los vagones con tres o cuatro en las manos ofreciendo la perfumada flor que darían el bello e identitario nombre de la “Ciudad de las Gardenias” a Acaponeta.



    Con justa razón se quejaba Doña Consuelo de que la vida es diferente hoy día, pues esos comerciantes que llegaban al tren, principalmente vecinos del Charco Verde, se distinguían por ofertar productos naturales y las canastas —que no las contaminantes bolsas de plástico— se llenaban de elotes, huamúchiles, mangos de la temporada, ciruelas, nanches, arrayanes, quesos frescos, sabrosos panecillos que llamaban “antes”, con sus vistosas banderitas de papel de china coronando los comalitos de barro que las contenían, así como una gran y sabrosa variedad de tacos y otros antojitos.

Mi gran amigo, el brillante abogado Lic. José Miguel Rodríguez Menchaca, oriundo de este barrio, recuerda la famosa panadería de "Los Cacalotes", hoy ya desaparecida y que era propiedad de la familia Palomera. Ahí, me cuenta, se elaboraba el pan en horno calentado con leña. Entre las delicias que se quedaron marcadas en su mente está el "ahogaperros" especie de "cortadillo" que se elaboraba con lo que quedaba de todas las harinas al final de la jornada.


    Los andenes del ferrocarril se llenaban de color, olor y sabor que se ofrecían al que por ahí transitaba, puesto que esa terminal del tren, se había convertido en un lugar de diversión, centro de reunión, así como espacio de venta y compra de productos. Una característica muy especial en la ciudad, era transformar puntos comunes de la comunidad en visitados centros de reunión como el embarcadero en el río y en especial a esta estación del ferrocarril, donde en cualquier día se podía ver a Doña Salvadora Arámbula quien vendía sus legendarios tamales, la cual recorría la senda hasta la ladrillera que estaba y aún existe en esa zona del norponiente de la cabecera municipal. También Pina Ramos de Sánchez que ofrecía sabrosos tacos de chanfaina, chorizo y chicharrón que aún se recuerdan. Ellas y otros subían a los vagones y pullman de un tren del cual solo queda el grato recuerdo de aquellos que tuvimos la fortuna y el placer de viajar en ellos, sobre todo aquel afamado “autovía” —reconozco que este no lo conocí—, especie de autobús de dos pisos, montado en las vías férreas que hacía el viaje entre Mazatlán y Acaponeta, tocando los pueblos y comunidades vecinas del sur de Sinaloa y como destino final Acaponeta. Era algo igual o muy similar a una “corrida” de camión, pero en rieles, llegando a una rotonda, donde los chiquillos del barrio ayudaban a girar al vehículo aquel, para el regreso de este singular transporte. El autovía arribaba a la ciudad, ahí por donde actualmente están los almacenes de combustible del Grupo Sierra, y además de los pasajeros que llevaba a bordo, iba también entre maletas y bultos, escondida la cultura que posteriormente daría el nombre de la “Atenas de Nayarit” al municipio, ya que el intercambio de vivencias, situaciones y experiencias, entre los que iban y venían dio cuerpo e identidad a esta Villa de Acaponeta.

Otro personaje que ahí radicaba, fue el Profe Amado Zavalza, que impartía brillantemente clases en la escuela Zaragoza cuando esta tenía sede en lo que ahora es la Casa de la Cultura “Alí Chumacero”. Por cierto, abro paréntesis para anotar aquí el nombre del Profesor Alejandro A. Torres, aquel maestro de música, que venía a la población de Acaponeta, desde el Puerto de Mazatlán a impartir tan noble materia. Él se venía precisamente en el autovía y el run run del trenecito y el golpeteo sordo y monótono del andar sobre los rieles, inspiraron al filarmónico a componer la hoy famosa melodía para banda “De Mazatlán a Acaponeta”. Y ya que hablamos de músicos, un vecino notable del barrio del Charco Verde, fue también el Señor Aurelio Rodríguez Sarmiento, más conocido como “El Calandrio”, quien casado con la señora Teresa Peralta Díaz, procrearon a David, Heriberto, Aurelio, Enrique, Eduardo, Juan Francisco, Fernando y Rodolfo, la mayoría de ellos, por no decir que todos, músicos reconocidos también.

Los pasajeros del tren o del autovía, al dirigirse a pie rumbo al centro del pueblo, muchas veces, en temporada de lluvia, encontraban el charco verde crecido y tenían que remangarse los pantalones o faldas, y descalzos con el equipaje en la cabeza para cruzarlo.

Esta Señora Pina Ramos, también vendía galletitas de harinilla y sus hijos la ayudaban con placer, y como recompensa a su esfuerzo y labor, Pina les ofrecía cada semana un premio del tamaño del mundo: los llevaba a nadar a las orillas del río Acaponeta, lo que hacía las delicias de la chiquillada, puesto que mientras ella lavaba la ropa en las lajas de piedra que a propósito las mujeres acomodaban en las riberas, ellos chapoteaban siempre bajo la vigilancia celosa de su madre.  

Los del Charco Verde se distinguían por su participación comunitaria; ahí se organizaron innumerables kermeses para colectar fondos en pro de la construcción del Santuario de Guadalupe y las principales organizadoras eran Chayo Torrero, Agustina Viera, Martha Sánchez y la propia Consuelo Flores, entre otras quienes acordaban acciones para unir a la gente de los alrededores de aquella laguna, contando por supuesto con la cooperación de los comerciantes, entre los cuales había tres tiendas de abarrotes que destacaban muy especialmente: Mateo Aguilar, abuelo de nuestro buen amigo Francisco “Pancho” Aguilar Flores, el cual vendía unos exquisitos raspados de frutas naturales que eran legendarios. Don Mateo tenía su tienda en la esquina de Guerrero y Zacatecas, donde hoy existe una casa en ruinas; de hecho, las tres tiendas estaban ubicadas en ese cruce de las calles, ya que Don Nepomuceno “Cheno” Camacho, tenía su negocio justo donde hoy existe una tortillería y donde la chiquillada de aquel entonces “rentaban” los “cuentos”, que hoy llaman “comics” de “Memín Pinguín”, “Kalimán”, “Chanoc”, “Rolando el Rabioso”, entre otros, y para las mamás —que a escondidas leían también los papás— el “Lágrimas y Risas”. Era común en aquellas épocas que los caballeros anduvieran bien peinados, por lo cual, eran muchas las ventas que tenía Don Cheno de una sustancia para el cabello que llamaban “quinado”, sobre todo porque era la más económica; para los “fifís” de esos tiempos se vendía “Glostora” con el mismo fin.


En la casa antigua del frente, ahí era la tienda de Mateo Aguilar, en la tortillería que hoy existe, la tienda de Cheno Camacho.

Enfrente, donde hoy está una cantina, se ubicaba la casa y negocio de Don Francisco Torrero hijo, el cual era transportista y era apoyado por su señora esposa Rosario Ramos Silva. Don Francisco Torrero padre, trabajaba en la estación del ferrocarril. Se decía de la tienda del Francisco Torrero, que era la más surtida y que incluso vendía carnes frías y quesos, porque tenía refrigerador, algo que no cualquiera y sin duda era un lujo. Es curioso que las tres tiendas, separadas por tan solo cruzar la calle, convivieran y les fuera económicamente bien, a pesar de tan cercana competencia.


En ese inmueble blanco se ubicaba la tienda de Francisco Torrero hijo.

Por eso a ese barrio también se le conocía como el de “las tres tiendas”, y al decir del Lic. Rodríguez Menchaca, a pesar de estar prácticamente juntas, las tres tenían su éxito comercial, pues, dice medio en broma y medio en serio: “no había crisis”. Y continua: “Mateo se distinguía por la venta de carbón; Camacho comerciaba con leña y Torrero ofrecía zacate, que, en ocasiones, cuando se descuidaba, se lo comían las vacas que deambulaban por las calles compartiendo espacio, aire y agua con los pobladores de este barrio” …cosas de la provincia.

Por supuesto, no podía faltar en este barrio, la clásica cantina, pues contiguo a una de las esquinas donde se ubicaban las tiendas de abarrotes, estaba "La Ramada", propiedad de un señor llamado Mario, cuyo apellido ignoramos, lugar donde las bravas mujeres sacaban a sus maridos porque se quedaban muy tarde, aun cuando no hubiera botana. Incluso era llegada casi obligada de los beisbolistas, quienes después de jugar los domingos en el estadio municipal ansiaban mitigar la sed con las frescas ambarinas del lugar atendido por uno de los señores de apellido Noriega cuya familia se preciaban de ser amplios conocedores del rey de los deportes.



Mucho antes de la instalación de la mencionada cantina, en la pared de una casa contigua a esa negociación, en un terreno baldío, que la chiquillada llamaba “el chivirital” se proyectaban por parte de la empresa refresquera “Pepsi” películas del gran Charles Chaplin, “El Llanero Solitario”, “La Creatura de la Laguna Negra” y otras de la época, y al final de la cinta, regalaban entre otras cosas: charolas, vasos, toallitas, etc., todo desde luego con el logo de la empresa.

Este mismo espacio, servía para dar cabida a las ocasionales carpas de los llamados “húngaros”, gitanos errantes quienes de la misma manera que la Pepsi, exhibían películas de ese maravilloso tiempo. Hay que hacer mención que los húngaros cobraban 20 centavos y además cada quien llevaba su propia silla. Existe la curiosa anécdota, que en su tiempo debió haber sido un escándalo, porque una bella damita del barrio, fue enamorada por uno de estos húngaros y al final se “la robó”, naciendo tiempo después por esa unión el afamado “mentalista” Randú Costish, que de manera frecuente llega a Acaponeta a mostrar en una carpa de circo su gracioso espectáculo de hipnotismo. Eran los tiempos en que llegaba a Acaponeta el reconocido circo Atayde, mismo que se quedaba en el pueblo hasta un año, haciendo vida con los pobladores de aquí.

Es de destacarse que, en los límites del barrio, frente a la propiedad de los “Cuájalas” en lo que ahora son oficinas de los profesores del municipio y en un tiempo albergó a la oficina de enlace con la Secretaría de Relaciones Exteriores, estaba el antiguo Hospital Civil, en el que por cierto destaca la anécdota de que ahí se hospitalizó a un gran número de personas que resultaron gravemente heridas en el conflicto ejidal de la comunidad indígena de Sayulilla, del cual los viejos habitantes de esa localidad aún no olvidan por lo violento de ese hecho. Bien dicen que los de Sayulilla, pagan por armar pleitos.

Muchos nombres aún se recuerdan en el barrio, a pesar de haber desaparecido la laguna; de que la estación, aunque recientemente rehabilitada y salvada de las tristes ruinas en las que se encontraba, se halle en el abandono total, de que el ferrocarril solo pase pitando, llevando productos y migrantes, aquí llamados “trampas”, con rumbo al norte buscando, montados sobre “la bestia”, el sueño americano y una mejor calidad de vida.


Uno de esos nombres es el de Carmelo Aguilar, maestro albañil, que construyó muchas de las casas que aún existen en nuestra ciudad con una peculiar tendencia de estilo Art Noveau. Sin duda, Juanita Zambrano, la que organizaba coloridas fiestas a las que los invitados llegaban con regalos envueltos en brillantes y coloridos papeles de china y ramos de bugambilias que le escamoteaban a Don Pedro Navarro, del Hotel Sud Pacífico. También estaban Pedro Medina y su esposa Concepción, abuelos del hoy famoso artista plástico Vladimir Cora, hijo predilecto del pueblo y del barrio, que según cuentan los vecinos, era un chiquillo muy travieso, nacido en la casa ubicada en el número 42 poniente de la calle Guerrero, donde en abril del año 2000 colocaron una placa conmemorativa, la cual por cierto ya se robaron los amantes del cobre, bronce y otros metales que pagan bien los que se dedican a eso y andan impunes por el pueblo comerciando lo robado; placa que a letra decía:


Vladimir Cora, otro hijo del Charco Verde


Gobierno Constitucional del Estado de Nayarit (entre los escudos de Nayarit y de Acaponeta)

Siendo Gobernador C.P. Antonio Echavarría Domínguez

H. Ayuntamiento de Acaponeta, Nayarit

Siendo Presidente Municipal Prof. Enrique Jiménez López

Homenaje al pintor y escultor

Vladimir Cora

en sus 35 años de vida artística

“El Charco Verde” calle Guerrero 42 lugar donde naciera Vladimir Cora

(Placa sobrepuesta que dice):

 XIII Festival Cultural de Nayarit en Acaponeta)

Acaponeta, Nayarit, abril 18 año 2000

Hijo de este barrio fue también el ex presidente municipal Don Salvador Toledo López, quien fuera brutalmente asesinado hace algunos años. Asimismo, Profesor Amado Zavalza, que impartía clases en la escuela Zaragoza cuando esta estaba en lo que ahora es la Casa de la Cultura “Alí Chumacero”.


Al frente, Salvador Toledo

    En la década de los sesenta, vivía Don Francisco Torrero, quien durante muchos años trabajó en la estación del ferrocarril, al parecer en el área del telégrafo, personaje muy importante en ese tiempo, ya que controlaba el tráfico ferroviario. Por cierto, su nieto, el hoy Doctor Oscar Octavio Torrero Ramos, nació en este barrio.

El mundo no dejó de girar y en cada vuelta se daba un cambio; hoy la laguna desapareció y en su lugar brotaron casas y más casas habitación, comercios y edificios. Calles mal empedradas y lotes baldíos. La regia estación del ferrocarril fue por años, refugio permanente de miles y miles de murciélagos —aquí llamados chinacates—, malandros y de malos olores producto del olvido y el paso del dios Cronos, hasta que hace unos cuatro o cinco años se rehabilitó quién sabe por qué y para qué, quedando un edificio histórico muy bello, pero como a nadie le dijeron que había que cuidarlo, nuevamente hoy está en la ruina.



En los andenes suena duro el silencio y en ocasiones los fuertes pitidos de un tren que no hará parada, no ofrece saludos y menos deja bagajes culturales, pasa de largo desinteresadamente, por cierto sin los lustrosos vagones “pullman” llenos de pasajeros, y quizá solo rompe la monotonía del lugar el grupo de altruistas ciudadanos encabezados por el Sr. Gilberto Rivera Rivera y su esposa la artista de la lente Sonia Galindo, quienes en ejemplar labor reparten comida y despensas a los paisanos o hermanos centroamericanos que venidos del sur viajan, arriesgando el pellejo, trepados en los vagones de carga de la llamada bestia de fierro.


Foto: Sonia Galindo

    Las aguas frescas dieron paso a las impersonales coca colas y los mangos a las dañinas Sabritas; la salud a la diabetes y el agua de la laguna a disparejos empedrados y edificios con arquitecturas foráneas. Del Hotel Sud Pacífico queda tan solo una añeja estructura de madera condenada a desaparecer. Ya no hay niños a los que se premie con ir a nadar al río. Las macetitas de gardenias son hoy tan solo un símbolo del ayer, como es el recuerdo de aquel espacio anegado.


Ruinas del Hotel Sudpacífico


Sin embargo, de las pérdidas anteriores, bien dice nuestro buen amigo Miguel Rodríguez Menchaca, quedan los recuerdos. Evoca que allá por la década de los cincuenta, por la calle Guerrero casi llegando a la Durango vivía un señor de nombre Magdaleno que se dedicaba a la elaboración casera de riquísimos dulces y “encubiertos” de calabaza y camote, que luego vendía en las afueras del mercado municipal, además de que también ofertaba, en ese mismo lugar muy de mañana, una especie de empanadas de harina que freía en cacerolas al igual que los churros del famoso Benjamín “Min” Mayorquín. Recuerda Miguel, que este señor churrero, era pariente de un joven “danzante”, del cual no recuerda su nombre, pero era reconocido como el mejor de su género, pues era el líder de un grupo de danzantes, ya que siempre iba al frente en todas las peregrinaciones religiosas.

Otro notable personaje de este barrio, lo es sin duda Don Honorato Díaz Meza, un señor que elaboraba junto con su familia, una exquisita birria, sin dejar de recordar que fue propietario o administrador de una de tantas cantinas que existen en Acaponeta.

El famoso barrio del Charco Verde, como todos los que existen en Acaponeta: el barrio bravo del Terrón Blanco, el tradicional barrio de la CH, el alegre barrio del Mocoyoyo, el de la Mexicana y otros más, nos hablan de culturas y personalidades muy propias; diferentes y muy peculiares personajes, anécdotas alegres, tristes y hasta trágicas, pero que van, entre todas, conformando la identidad de un hermoso pueblo, del que dijera el bardo, no fue mar, ni fue montaña.