NOTA
ACLARATORIA
La siguiente
crónica fue sacada del librito “Mazatlán de Antaño” del viejo cronista del
hermoso puerto sinaloense, Don Joaquín Sánchez Hidalgo Villalobos, hermano de
mi abuelo, el periodista Manuel Sánchez Hidalgo Villalobos. Esta breve crónica,
posiblemente escrita entre los años de 1930 y 1950, nos da cuenta de cómo
iniciaron los famosos carnavales mazatlecos y de la forma de convivir de la
población del aquel entonces.
Para mi
fortuna, a través de internet, pude conseguir un ejemplar de este libro, que,
para formidable coincidencia viene autografiado por este pariente mío y doy a
conocer estos relatos de época para el conocimiento de todos nosotros acaponetenses
y nayaritas, que por la cercanía y la historia que une estos dos pueblos,
amamos a Mazatlán.
PEPE MORALES
Por: Joaquín
Sánchez Hidalgo Villalobos
Aún era yo
un niño cuando tenían lugar en ese mi Mazatlán, los carnavales de antaño y por
lo tanto mis recuerdos son sumamente escasos; pero dentro de aquella época
borrosa para mí, de las antiguas carnestolendas mazatlecas, mis infantiles ojos
miraban asombrados el confuso aspecto de la ciudad costeña, con sus calles y
plazas casi desiertas y que se hubiera podido comparar con una inmensa panadería
abandonada por sus propietarios.
Los arroyos
de las estrechas calles, las banquetas: los encalados muros de las casas,
ventanas, rejas, puertas y cornisas; los faroles de petróleo con que se
alumbraba el puerto; la misma gente, estaban cubiertos de harina.
Su olor
característico se desprendía de todas las cosas; se veía por doquier su
enfermiza blancura, cubriéndolo todo como un sudario; su olor flotaba en el
ambiente como un intenso perfume que se adentraba profundamente en los
sentidos.
En aquellos carnavales
se usaba la harina para todo: para blanquear la cara de las mujeres y revuelta
con colores para afrentar las faces de los hombres.
Al grito de:
“ahí vienen las máscaras”, qué gritos de las madres llamando a sus pequeñuelos;
qué furibundos golpes en puertas y ventanas para cerrarlas a piedra y lodo; qué
silencio en las desiertas calles.
Solo en los
empedrados que entonces tenían las rúas de la ciudad, retumbaba el escandaloso
resonar de las ruedas de acero que usaban los carruajes de nuestros abuelos,
los cuales cubiertos de blancas mantas para no ensuciar los cojines de terciopelo,
conducían a los señores mazatlecos, que bien pertrechados con enormes canastos
con cascarones de huevos rellenos de harina, emprendían espectaculares batallas
contra los que estaban atrincherados en las azoteas de las casas con sendas
provisiones de proyectiles de la misma clase.
Pero el acto
principal de aquellos carnavales; el esperado final de las fiestas de aquel
entonces, eran los clásicos y pintorescos “Papaquis”, que con meses de anticipación
se preparaban minuciosamente.
Tomaban
parte en ellos los dos gremios más populares de la ciudad: por un lado los del “Abasto”
y por el otro los del “Muelle”.
El primero
lo integraban los que vendían la carne en el antiguo mercado municipal, los
carniceros hueseros y tumbadores del rastro, que todavía existe; también la
gente del rumbo norte de la ciudad, hacían causa común con los abasteros.
El segundo
se componía de los tripulantes de los barcos surtos en el antiguo puerto; los
lancheros, los corteros de los botes en que se hacía en embarque y desembarque
de viajeros; los canoeros, playeros y toda clase de la gente de mar; a ellos se
sumaban los cientos de cargadores, alijadores y carrentonceros que hacían la carga
y descarga de mercancías venidas, aunque usted no lo crea, de todas partes del
globo, porque entonces mi querido Mazatlán, tenía un comercio internacional de
primerísima línea.
Para las
autoridades de aquella época, era un verdadero problema imponer el orden entre
las clases populares de entonces, sobre todo durante el desarrollo de los
famosos “Papaquis”.
El martes de
carnaval desde temprana hora, se empezaban a escuchar los sonidos peculiares de
los cuernos y cangilones de los “abasteros”, que llamaban a sus
correligionarios y resonaban las trompas y cornetas de los del “muelle”, amén
de las salvas de cuetes y cuetones que atronaban el espacio.
Enormes multitudes
se trasladaban a los lugares donde se juntaban los bandos de su predilección.
Los
partidarios de los marineros se daban “valor” en los salones y cantinas
situadas en el rumbo del antiguo Muelle Fiscal y que rodeaban el edificio de la
Aduana y el Cobertizo.
La extensa
explanada donde entonces se depositaba la carga marítima, era insuficiente para
contener a los camaradas, que excitados por el mezcal de la Aguacaliente y la
cerveza producida en la cervecería de Don Gustavo Lang, esperaban con ansias la
hora de la partida.
Cervecería de Jacobo y Gustavo Lang |
Por su parte los “Abasteros” colmaban los establecimientos de licores situados alrededor del mercado: La Colmena, El Diablo Verde, Los Volcanes de Colima, concentrándose entre el antiguo Hospital Civil y el Rastro.
Como a las
tres de la tarde, aquellas multitudes principiaban a moverse pesadamente en
grupos compactos, dirigiéndose al lugar señalado para el “Papaqui”; infinidad
de enormes banderas de colores brillantes y llamativos encabezaban los desfiles
de los carnavaleros, que animados por el alcohol y los sones populares de las
músicas venidas de los ranchos cercanos, se acercaban pausadamente a la esquina
de las calles de El Puente hoy Benito Juárez y de El Vigía, hoy Gral. Ángel
Flores, hasta toparse por ambos lados con sendas vallas de madera de palo
prieto, entre las cuales la gendarmería en pleno, de a pie y de a caballo, con
su comandante Don Felipe Romero jinete de brioso corcel, al frente de sus
subordinados, se disponía a que las candentes frases no pasaran a los hechos
consumados.
Y entonces
ardía Troya; los “poetas” populacheros se encaramaban donde podían y
principiaba el “torneo” poético en prosa y en verso y en el cual se dedicaban a
satirizarse e insultarse a grito abierto, tomando como tema obligado, la vida y
milagros de unos y otros.
Pero
aquellos versos y ditirambos iban subiendo de color a cada frase; los insultos y
las alusiones personales menudeaban; los recuerdos maternales cruzaban el
ambiente ya demasiado caldeado y aquellas multitudes venían a las manos; los del
Abasto echaban fuera de sus vainas los afilados belduques y los del Muelle por
no ser menos sacaban a relucir las navajas, las truchas y los afilados ganchos
de trabajo.
Los más
valientes saltaban las vallas y a pesar de los esfuerzos de los policías y sus
jefes, aquello se volvía un sangriento campo de batalla, cuyo saldo doloroso
eran muertos y heridos, y descalabrados y golpeados los más.
Al grito de “sálvese
el que pueda”, los mirones que eran legión, corrían desalados; las mujeres se
desmayaban y los gendarmes de a caballo repartían buena tanda de sablazos hasta
quedar dueños de la situación.
Pero aquello
había de terminar, como termina todo lo malo; un viejecito de origen irlandés o
escocés, Don Adolfo O´Ryan, padre de una familia mazatleca, que escribía sus
ocios literarios en el antiguo “Correo de la Tarde”, con el nombre de “Charlas
dominicales” se dio a la tarea de escribir sobre el tema de los carnavales
harineros haciendo ver la necesidad de transformarlos y de esa labor nacieron
los carnavales modernos que, aunque lentamente, fueron evolucionando hasta
llegar a la secuela que actualmente tienen