miércoles, 5 de abril de 2023

LOS CARNAVALES DE ANTAÑO


NOTA ACLARATORIA

La siguiente crónica fue sacada del librito “Mazatlán de Antaño” del viejo cronista del hermoso puerto sinaloense, Don Joaquín Sánchez Hidalgo Villalobos, hermano de mi abuelo, el periodista Manuel Sánchez Hidalgo Villalobos. Esta breve crónica, posiblemente escrita entre los años de 1930 y 1950, nos da cuenta de cómo iniciaron los famosos carnavales mazatlecos y de la forma de convivir de la población del aquel entonces.

Para mi fortuna, a través de internet, pude conseguir un ejemplar de este libro, que, para formidable coincidencia viene autografiado por este pariente mío y doy a conocer estos relatos de época para el conocimiento de todos nosotros acaponetenses y nayaritas, que por la cercanía y la historia que une estos dos pueblos, amamos a Mazatlán.

PEPE MORALES



 LOS CARNAVALES DE ANTAÑO

 

Por: Joaquín Sánchez Hidalgo Villalobos

 

Aún era yo un niño cuando tenían lugar en ese mi Mazatlán, los carnavales de antaño y por lo tanto mis recuerdos son sumamente escasos; pero dentro de aquella época borrosa para mí, de las antiguas carnestolendas mazatlecas, mis infantiles ojos miraban asombrados el confuso aspecto de la ciudad costeña, con sus calles y plazas casi desiertas y que se hubiera podido comparar con una inmensa panadería abandonada por sus propietarios.

Los arroyos de las estrechas calles, las banquetas: los encalados muros de las casas, ventanas, rejas, puertas y cornisas; los faroles de petróleo con que se alumbraba el puerto; la misma gente, estaban cubiertos de harina.

Su olor característico se desprendía de todas las cosas; se veía por doquier su enfermiza blancura, cubriéndolo todo como un sudario; su olor flotaba en el ambiente como un intenso perfume que se adentraba profundamente en los sentidos.



En aquellos carnavales se usaba la harina para todo: para blanquear la cara de las mujeres y revuelta con colores para afrentar las faces de los hombres.

Al grito de: “ahí vienen las máscaras”, qué gritos de las madres llamando a sus pequeñuelos; qué furibundos golpes en puertas y ventanas para cerrarlas a piedra y lodo; qué silencio en las desiertas calles.

Solo en los empedrados que entonces tenían las rúas de la ciudad, retumbaba el escandaloso resonar de las ruedas de acero que usaban los carruajes de nuestros abuelos, los cuales cubiertos de blancas mantas para no ensuciar los cojines de terciopelo, conducían a los señores mazatlecos, que bien pertrechados con enormes canastos con cascarones de huevos rellenos de harina, emprendían espectaculares batallas contra los que estaban atrincherados en las azoteas de las casas con sendas provisiones de proyectiles de la misma clase.



Pero el acto principal de aquellos carnavales; el esperado final de las fiestas de aquel entonces, eran los clásicos y pintorescos “Papaquis”, que con meses de anticipación se preparaban minuciosamente.

Tomaban parte en ellos los dos gremios más populares de la ciudad: por un lado los del “Abasto” y por el otro los del “Muelle”.

El primero lo integraban los que vendían la carne en el antiguo mercado municipal, los carniceros hueseros y tumbadores del rastro, que todavía existe; también la gente del rumbo norte de la ciudad, hacían causa común con los abasteros.



El segundo se componía de los tripulantes de los barcos surtos en el antiguo puerto; los lancheros, los corteros de los botes en que se hacía en embarque y desembarque de viajeros; los canoeros, playeros y toda clase de la gente de mar; a ellos se sumaban los cientos de cargadores, alijadores y carrentonceros que hacían la carga y descarga de mercancías venidas, aunque usted no lo crea, de todas partes del globo, porque entonces mi querido Mazatlán, tenía un comercio internacional de primerísima línea.

Para las autoridades de aquella época, era un verdadero problema imponer el orden entre las clases populares de entonces, sobre todo durante el desarrollo de los famosos “Papaquis”.

El martes de carnaval desde temprana hora, se empezaban a escuchar los sonidos peculiares de los cuernos y cangilones de los “abasteros”, que llamaban a sus correligionarios y resonaban las trompas y cornetas de los del “muelle”, amén de las salvas de cuetes y cuetones que atronaban el espacio.

Enormes multitudes se trasladaban a los lugares donde se juntaban los bandos de su predilección.

Los partidarios de los marineros se daban “valor” en los salones y cantinas situadas en el rumbo del antiguo Muelle Fiscal y que rodeaban el edificio de la Aduana y el Cobertizo.

La extensa explanada donde entonces se depositaba la carga marítima, era insuficiente para contener a los camaradas, que excitados por el mezcal de la Aguacaliente y la cerveza producida en la cervecería de Don Gustavo Lang, esperaban con ansias la hora de la partida.


Cervecería de Jacobo y Gustavo Lang


Por su parte los “Abasteros” colmaban los establecimientos de licores situados alrededor del mercado: La Colmena, El Diablo Verde, Los Volcanes de Colima, concentrándose entre el antiguo Hospital Civil y el Rastro.

Como a las tres de la tarde, aquellas multitudes principiaban a moverse pesadamente en grupos compactos, dirigiéndose al lugar señalado para el “Papaqui”; infinidad de enormes banderas de colores brillantes y llamativos encabezaban los desfiles de los carnavaleros, que animados por el alcohol y los sones populares de las músicas venidas de los ranchos cercanos, se acercaban pausadamente a la esquina de las calles de El Puente hoy Benito Juárez y de El Vigía, hoy Gral. Ángel Flores, hasta toparse por ambos lados con sendas vallas de madera de palo prieto, entre las cuales la gendarmería en pleno, de a pie y de a caballo, con su comandante Don Felipe Romero jinete de brioso corcel, al frente de sus subordinados, se disponía a que las candentes frases no pasaran a los hechos consumados.

Y entonces ardía Troya; los “poetas” populacheros se encaramaban donde podían y principiaba el “torneo” poético en prosa y en verso y en el cual se dedicaban a satirizarse e insultarse a grito abierto, tomando como tema obligado, la vida y milagros de unos y otros.

Pero aquellos versos y ditirambos iban subiendo de color a cada frase; los insultos y las alusiones personales menudeaban; los recuerdos maternales cruzaban el ambiente ya demasiado caldeado y aquellas multitudes venían a las manos; los del Abasto echaban fuera de sus vainas los afilados belduques y los del Muelle por no ser menos sacaban a relucir las navajas, las truchas y los afilados ganchos de trabajo.

Los más valientes saltaban las vallas y a pesar de los esfuerzos de los policías y sus jefes, aquello se volvía un sangriento campo de batalla, cuyo saldo doloroso eran muertos y heridos, y descalabrados y golpeados los más.



Al grito de “sálvese el que pueda”, los mirones que eran legión, corrían desalados; las mujeres se desmayaban y los gendarmes de a caballo repartían buena tanda de sablazos hasta quedar dueños de la situación.

Pero aquello había de terminar, como termina todo lo malo; un viejecito de origen irlandés o escocés, Don Adolfo O´Ryan, padre de una familia mazatleca, que escribía sus ocios literarios en el antiguo “Correo de la Tarde”, con el nombre de “Charlas dominicales” se dio a la tarea de escribir sobre el tema de los carnavales harineros haciendo ver la necesidad de transformarlos y de esa labor nacieron los carnavales modernos que, aunque lentamente, fueron evolucionando hasta llegar a la secuela que actualmente tienen