miércoles, 30 de septiembre de 2009

LA CRUEL SOLEDAD DE LAS MARÍAS PÉREZ


Por Juan Fregoso.
Hace unos días, cuando me trasladaba a mi trabajo reporteril, por una acera de las muchas calles que tiene nuestro pueblo, unas manos largas y extremadamente delgadas me asieron y me jalaron con cierta fuerza. Sorprendido, me detuve y dirigí mi mirada para ver de quien se trataba. Vi entonces la figura de una mujer alta, su cabeza cubierta de pelo plateado, de complexión afilada, enjuta, que me hizo recordar al célebre hombre de la triste figura: Don Quijote de La Mancha, tal vez en su versión femenina.
La señora estaba en pie en el umbral de su casa, sostenida en unas andaderas que le permitían caminar penosamente. De pronto, me dijo, con una voz cansada: "oye muchacho, ayúdame por favor a meterme a mi cuarto, mira yo ya no puedo hacerlo por mi misma", y al decirme esto unas lágrimas anegaron sus ojos; "es muy triste llegar a viejo porque ya no te puedes valer por ti mismo, es penoso tener que depender de alguien, no importa quien sea, siempre necesitamos de alguien que nos ayude pero no cualquiera se atreve a tocarte, a darte la mano, es como la si la vejez les produjera asco y muchos nos ven hasta con desprecio".
Yo le escuché por unos instante, mientras mi cerebro me ordenaba que esa era una buena oportunidad para abrir un libro viejo y conocer parte de su contenido -pues para mi una persona grande, es un valioso libro digno de leerse— porque guardan tantas cosas que son meritorias de darlas a conocer, sobre todo a aquellos que empiezan a vivir en un mundo tan convulsionado actualmente por múltiples problemas.
La auxilié tomándola del brazo y la introduje a una modesta sala. La ayudé a sentarse en una vieja silla, mientras ella hacía esfuerzos por poner su humanidad en el viejo sillón. Luego, le pedí permiso para que me dejara estar unos instantes y platicar con ella. Pero, entonces, caí en la cuenta que la anciana era algo especial, tenía un carácter irascible y fuerte; "yo a nadie le permito que se meta en mi casa, mi casa se respeta y no porque estoy sola crea usted que no puedo defenderme", me dijo con acento enérgico y con una mirada penetrante que sentí que me traspasaba de lado a lado.
Aun así, me atreví a preguntarle su nombre. "Y para qué quiere saber mi nombre, ¡qué le importa!, ¿usted quién es?, ¿a qué se dedica"?, inquirió con justa razón. Bueno, le contesté, soy periodista y me parece interesante conocer su vida, claro si usted me lo permite. "Ah, no, me respondió, yo no voy a decirte mi nombre ni contarte mi vida, y menos para que la publiques en un periódico; si lo haces te juro que te demando, porque mi vida sólo a mi me pertenece, sólo es mía, nadie tiene derecho de conocer mi existencia. Pensé, esta señora tiene razón, y me recriminé; quién soy yo para meterme en su mundo, en su vida, pues. Concluí que no era más que un extraño para esta respetable señora y no quise insistirle más, entonces me levanté de la silla que me había ofrecido para sentarme, dirigí mis pasos hacia la salida, no sin antes agradecerle su confianza; con permiso, señora, la dejo para que descanse, le expresé a guisa de despedida.
De pronto, cuando estaba a punto de marcharme, una voz dulce me detuvo; "ven, no te vayas. Está bien, te voy a decir mi nombre, pero con la condición de que no lo publiques en tu periódico. Y así fue, me dio su nombre, pero sólo su apellido paterno. Fiel a mi promesa de no revelar su nombre, con tal de conocer parte de su vida, le aseguré que pondría cualquier otro nombre y decidí ponerle un nombre común, se llamaría, pues, María Pérez y punto.
Ya más relajada, doña María comenzó a bosquejarme una breve semblanza de su vida. "Si usted, supiera, cuánto pesa la soledad. ¿Sabe cuántos años tengo? —no, le respondí—,tengo 93 años, me dijo, y vieras cuánto pesan, sobre todo cuando se está completamente sola, como yo", me espetó con lágrimas en sus ojos grisáceos, casi cenicientos, unos ojos hundidos en el marco de una cara afilada que eran la evidencia de que en su juventud fue mujer bonita. Pero el tiempo pasa dejando su huella indeleble, implacable, pues ahora esa cara que alguna vez lució bella, estaba plagada de profundos surcos, al igual que sus manos, que aparte lucían huesudas, venosas, y constantemente se estremecían, temblaban y se levantaban débilmente para hacer algún señalamiento. A un lado de donde se encontraba sentada, en otra silla, había dos cajetillas de cigarros corrientes; fuma usted, le pregunté ingenuamente; "claro, que acaso no estás viendo", me contestó un poco molesta. Y desde cuando fuma, insistí; "desde que tenía catorce años", respondió; oiga, doña María, y el cigarro no le ha ocasionado algún problema de salud; seguí preguntando, tras ver en la misma silla un montón de cajas de medicamentos. "¡Carajo!, así fuera ya estuviera muerta, tengo esas medicinas pero por causa de otros males, no por el cigarro", se defendió.
"Yo creo -me contó-, que hace más daño la soledad. Imagínate, yo aquí sola desde hace mucho tiempo, encerrada en este viejo caserón que tiene seis habitaciones…es más, ya ni recuerdo con exactitud cuántas son". Eché un vistazo y me percaté que la casa era grande y amplia; al fondo había un largo traspatio lleno de malva, y de vez en cuando, unas enormes iguanas se desprendían de aquel matorral para deslizarse por los arrugados pies de doña María, quien no les daba la menor importancia, tal vez porque eran sus únicas acompañantes.
--Y su familia, no la visita. "Mira, tengo cuatro hijos, dos hombres y dos mujeres. Tres están en Los Estados Unidos, aquí sólo tengo una hija y es muy buena. Es la que me visita de cuando en cuando. Lo que pasa es que la mayor parte de mi juventud yo me la pasé en Estados Unidos, donde logré emigrarme y también conseguí acomodar a mis hijos; eso si, enfatizó, "yo nunca trabajé de puta, odio a las putas…aquí han venido chiquillas de doce y catorce años a pedirme albergue, me dicen que no tiene familia, que no tienen donde quedarse; una vez, una de estas chamacas a quien le permití dormir en mi casa, porque la vi chiquilla y me inspiró compasión, resultó que era una verdadera puta y en plena madrugada la corrí a pesar de que me suplicó que la dejara pasar la noche. No, fíjate que no—le dije—mi casa no es un burdel, así es que te me largas ahorita"…y se fue llorando.
¿Qué es lo más bonito qué recuerda de su juventud? "Mi matrimonio, cuando me casé y tuve a mis hijos. ¿Hijos que no la visitan?, solté osadamente. "Y eso a ti qué chingado te importa, te dije que no me hicieras tantas preguntas—y así había sido—si me visitan o no ese es asunto mío", me dijo con acento imperativo o más bien de reproche. ¿Su esposo, cómo se llamaba?, volví a preguntar. "Ah, que la chingada, de veras que eres terco, ya no te voy a decir nada, porque eres un atrevido". Disculpe, sólo quería saber más…, "mira ya déjate de pendejadas, creo que ya te conté más de lo que debía y nomás que se te ocurra poner mi verdadero nombre en tu pinche periódico, te demando cabrón y yo lo que digo lo cumplo, así como me ves de viejita, te chingo cabrón". Tiene razón, señora, creo he sido un poco impertinente. Pero nomás dígame qué significa llegar a los 93 años. Sus ojos arrojaron chispas de ira, al menos así lo percibí, y luego tras meditar por unos minutos, doña María me dijo: "una inmensa soledad, soledad que te desgarra el alma; achaques físicos, pérdida de memoria y asco, porque a los viejos, los jóvenes nos ven así, con repugnancia, como si fuéramos momias". "Te darás cuenta cuando tengas mi edad, si es que llegas cabrón, porque en estos tiempos la juventud está perdida, hay puros pinches borrachos y mariguanos y putas. ¿Con ese tipo de vida que están llevando tú crees que lleguen a mi edad?, yo estoy segura que no", refirió con aires de sabiduría. Y adivinando que estaba por levantarme y marcharme, casi me gritó: "Más te vale que no llegues a mi edad, porque sólo causarás lástima, sufrirás el fantasma de la soledad, y lo peor, aquellos que viene detrás de ti sólo se burlaran de tu estado físico, de tu apariencia, que le provocará repulsión como ahora me la tienen a mi". Yo salí de aquella casona pensando en aquellas palabras, y me dije en voz alta; "si, debe ser doloroso vivir en el abandono total a los 93 años", como las Marías Pérez que abundan en este mundo cruel y cubiertas por el manto del olvido de una sociedad totalmente metalizada. Enviado desde mi oficina móvil BlackBerry® de Telcel