"Ellos no han vivido lo que yo. ¿Cómo quieres que sepan?" Anónimo
DON MARGARO GUERRA, ¡AGUA DE CEBADA!
Márgaro Guerra, un hombre que vendía agua fresca de cebada en su natal Acaponeta. Se arremolinaban los niños a comprar los diminutos vasos y a escuchar “margarencias”, fantásticas aventuras de cacería: con una bala mataba a cuatro animales gracias a su rifle mágico y don de lenguas, que le permitía comprender el idioma de los animales, como el coyotés, el palomés, el venadés, el güilotés. Y como Vicente, él seguía contando si el público pedía más agua. Ya hombres, regresaban a su pueblo por una “margarencia”, para no olvidar el verdadero valor de la risa.
En este pueblo de Acaponeta, es muy usual que cuando alguien narra un hecho, dice un cuento, o algo ha expresado y lo dicho tiene algo de increíble, es seguro que sus interlocutores le griten: ¡Agua de cebada! Este grito, es tomado como sinónimo de ¡Que mentira!
Esto viene a cuento, porque el personaje porque el personaje que se alude en esta narración, no es ficción, no es producto de la imaginación de nadie. Es tan real como cualquiera de nosotros. Con la salvedad de que no cualquiera de nosotros hubiera podido tener la personalidad y el ingenio de nuestro personaje.
Esto aconteció en éste pueblo de Acaponeta. En este pueblo, igual que todos los pueblos, una plaza, una iglesia, un mercado. En éste mercado tenía su puesto de agua de cebada Márgaro Guerra "Margarito".
¡Agua de cebada helada! ¡Nomas mi charco tiene agua y mi laguna pescado! ¡Esta agua tiene azúcar porque en mi casa se barre el azúcar como basura podrida!
Estos y otros fueron los gritos de Margarito para atraer clientes para la venta de su agua de cebada. Pero no solamente ese era el atractivo de Margarito, sino que la gente, iba a con él a comprar su agua, como abejas a la miel, para oír los ingeniosos cuentos de Margarito. Así los contaba Don Márgaro:
LA BALA RASTRERA
Un día que en mi casa no tenia nada que comer, me fui al monte para ver que podía traerle a mi familia. Iba montado en un caballo muy bonito que tenía, llevaba mi rifle listo, cargado con la "bala rastrera", esta bala yo la inventé. Y le puse "rastrera" porque al dispararla sigue el rastro del animal. Pues me fui al monte, ya tenía un buen rato de andar, cuando de pronto se me atravesó un conejo. Rápidamente y sin sacar el rifle, disparé. No saqué el rifle porque lo tenía cargado con la bala "rastrera", y así fue, una vez que disparé, la bala siguió el rastro del conejo y lo mismo hice yo.
Al ir en pos del conejo, me encontré un panal bien cargado de miel. Procedí de inmediato a encender una lumbre y poner en ella hojas y ramas verdes para hacer humo y correr a las abejas. Una vez hecho ésto, tire el agua que traía en mi bule y lo llené de miel, luego comí miel hasta hartarme. Como traía las manos llenas de miel, agarré de las hojarascas que había en el suelo un puñado de éstas para limpiármelas y cual no sería mi sorpresa al ver que lo que traía entre mis manos eran las orejas del conejo al que iba persiguiendo mi bala "rastrera" que al darle alcance lo había matado.
Emprendí el regreso a mi casa muy contento, pues traía miel y conejo para comer. Ya para llegar al pueblo tuve que pasar el río, como iba montado en mi cuaco, el agua casi me llegó a las rodillas. Crucé el río y comencé a pasar las primeras casas del pueblo y me extrañé que la gente salía a verme y me gritaban que si les vendía mojarras, hasta que enfadado les grité que cuales mojarras querían que les vendiera si yo no traía. Entonces una de las gentes me dijo: luego de esas que llevas prendidas en las espuelas. Hasta entonces me dí cuenta que efectivamente en mis espuelas llevaba prendidas varias mojarras, las que se prendieron a mis espuelas cuando crucé el río. Así llegue a mi casa con miel, conejo y mojarras.
¡Agua de cebada!
Y Margarito, seguía vendiendo su agua fresca.
...continuará.