Por:
José Ricardo Morales y Sánchez Hidalgo
Desde siempre se ha
hablado mal de los mexicanos como lectores, se dice, y quizá a algunos críticos
no les falta razón, que los nacidos en esta tierra del nopal y la tuna, somos
malos lectores, qué leemos muy poco o de plano nada, que si lo ignorantes nos
brota por todos los poros es precisamente por la notoria falta de lectura, que
no hemos adquirido, dicen, una cultura que nos eleve como seres pensantes.Y
creo que es cierto amigos, cuando escucho y sé de un hombre que tiene el hábito
de la lectura, estoy predispuesto a pensar bien de él.
No conozco las
estadísticas al respecto, y si es verdad que somos pocos los lectores, o cómo
andan las ventas en las librerías. Hay indicadores al respecto que vemos sin
necesidad de ser científicos: librerías que cierran porque eso de vender textos
no es negocio y, aquí en Acaponeta, como en otros muchos municipios de Nayarit,
las librerías brillan por su ausencia.
De la misma manera, no sé
exactamente cuáles son las políticas educativas para el fomento de la lectura,
pero sin duda sí puedo opinar al respecto lo que su servidor vivió en su época
de estudiante. Recuerdo y ruego que ya no sea así, que en la primaria me
dejaron leer dos libros, tan solo dos: “Corazón, diario de un niño” de Edmundo
D´Amicis y “Platero y yo” el libro de poemas sobre un burrito blanco del premio
Nobel Juan Ramón Jiménez. Solo recuerdo el primero y me dejó un grato sabor de
boca, es muy posible que ese libro me empujara por el camino del gusto y amor
por la literatura. El segundo, con todo respeto para Don Juan Ramón, tenía
todo, menos los ingredientes necesarios para interesar a alguien a leer.
Con ese pobrísimo bagaje
entramos a la secundaria donde de buenas a primeras nos pusieron a leer “El
Cantar del Mio Cid”, importantísimo libro de la literatura universal y de la
lengua castellana, pero un espantoso mamotreto escrito en español antiguo para
alguien que solo había leído dos libros como ya expliqué. Vinieron “La
Celestina” de Fernando de Rojas y la misma historia, al igual que “La Ilíada y
La Odisea”, nadie los leyó.Eran libros muy elevados y de un vocabulario que era
imposible adquirir en tan solo dos lecturas.
En la prepa fue peor, me
tocó hacer el bachillerato en los tiempos en que Luis Echeverría Álvarez,
presidente de México, abrió generosamente las puertas del país a los
izquierdistas y refugiados de Latinoamérica, especialmente los chilenos que
huían del gorila Pinochet y los argentinos de las férreas y asesinas dictaduras
del cono sur.
Así que a alguien se le
ocurrió que los jóvenes de esa época debían leer, ¡Válgame Dios! El “Libro rojo
de Mao”, que se vendió por miles, aunque nadie, estoy seguro que ni los docentes
que nos los imponían, pasábamos de la primera página. Inaudito pero así fue:
resultado, un país con pocos lectores.
Los que sí leían, eran los
que tenían la suerte de tener en casa alguien que los animara a leer los textos
juveniles que no eran pocos: “Tom Sawyer” y “Huckleberry Finn” de Mark Twain, “Robinson
Crusoe” de Daniel Defoe, “La isla del tesoro” de Robert Louis Stevenson, “Robin
Hood” de autor anónimo, “El libro de la selva” de Rudyard Kipling; “Moby Dick”
de Melville o las novelas de Julio Verne y Emilio Salgari. Eran todas ellas
historias y narraciones extraordinarias que nos llevaban, espero no ser cursi,
como en sueños a mundos insospechados y a conocer a personajes increíbles
llenos de bondad, maldad, humanidad e ingenio, pero lo más importante, la
sensación que leer era bueno y mejor aún, las ganas de tomar otro libro y
seguir explorando lo que el hombre ha logrado.
Lo dijo el afamado
escritor Ralph Waldo Emerson: “En muchas ocasiones la lectura de un libro ha
hecho la fortuna de un hombre, decidiendo el curso de su vida”.
Esos libros provocaban la
búsqueda de otras lecturas mexicanas no se quedaban atrás en calidad y
atributos, entre otras muchas obras: “Canasta de cuentos mexicanos” del
enigmático B. Traven; “El llano en llamas” y “Pedro Páramo” de Juan Rulfo; “Al
filo del agua” de Agustín Yáñez; “La vida inútil de Pito Pérez” de José Rubén
Romero; “Los de abajo” de Mariano Azuela o una antigüita, “El Periquillo
Sarniento” de Lizardi…
Al crecer, naturalmente
las lecturas iban evolucionando y podíamos buscar títulos más complejos, pero
que nos llenaban de amplios conocimientos, experiencias y cultura: las novelas entretenidísimas de Luis Spota,
sobre todo aquellas de la “Costumbre del poder”; las obras magníficas de
Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Ernest Hemingway y Elena
Poniatowska y hasta buscando expandir los géneros literarios nos metíamos a la
poesía de diversos autores mexicanos o extranjeros, o bien ensayos más
complejos que nos abrían la mente más allá de la media nacional como “El
Laberinto de la Soledad” de Octavio Paz o los textos científic5ros de Carl Sagan, entre muchos otros.
Hoy algunos docentes
insisten en la vieja práctica de poner a los alumnos a leer a Sófocles, Platón,
o la poesía de Sor Juana, no es menosprecio por esas grandes obras, simplemente
digo, que ninguna de ellas, traerán a nuestra realidad nacional a nuevos
lectores… insisto hay que comenzar desde abajo con los cuentos infantiles y los
clásicos juveniles.
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