miércoles, 5 de septiembre de 2012

LA MALA PROMOCIÓN DE LA LECTURA



Por: José Ricardo Morales y Sánchez Hidalgo

Desde siempre se ha hablado mal de los mexicanos como lectores, se dice, y quizá a algunos críticos no les falta razón, que los nacidos en esta tierra del nopal y la tuna, somos malos lectores, qué leemos muy poco o de plano nada, que si lo ignorantes nos brota por todos los poros es precisamente por la notoria falta de lectura, que no hemos adquirido, dicen, una cultura que nos eleve como seres pensantes.Y creo que es cierto amigos, cuando escucho y sé de un hombre que tiene el hábito de la lectura, estoy predispuesto a pensar bien de él.


No conozco las estadísticas al respecto, y si es verdad que somos pocos los lectores, o cómo andan las ventas en las librerías. Hay indicadores al respecto que vemos sin necesidad de ser científicos: librerías que cierran porque eso de vender textos no es negocio y, aquí en Acaponeta, como en otros muchos municipios de Nayarit, las librerías brillan por su ausencia.

De la misma manera, no sé exactamente cuáles son las políticas educativas para el fomento de la lectura, pero sin duda sí puedo opinar al respecto lo que su servidor vivió en su época de estudiante. Recuerdo y ruego que ya no sea así, que en la primaria me dejaron leer dos libros, tan solo dos: “Corazón, diario de un niño” de Edmundo D´Amicis y “Platero y yo” el libro de poemas sobre un burrito blanco del premio Nobel Juan Ramón Jiménez. Solo recuerdo el primero y me dejó un grato sabor de boca, es muy posible que ese libro me empujara por el camino del gusto y amor por la literatura. El segundo, con todo respeto para Don Juan Ramón, tenía todo, menos los ingredientes necesarios para interesar a alguien a leer.

Con ese pobrísimo bagaje entramos a la secundaria donde de buenas a primeras nos pusieron a leer “El Cantar del Mio Cid”, importantísimo libro de la literatura universal y de la lengua castellana, pero un espantoso mamotreto escrito en español antiguo para alguien que solo había leído dos libros como ya expliqué. Vinieron “La Celestina” de Fernando de Rojas y la misma historia, al igual que “La Ilíada y La Odisea”, nadie los leyó.Eran libros muy elevados y de un vocabulario que era imposible adquirir en tan solo dos lecturas.

En la prepa fue peor, me tocó hacer el bachillerato en los tiempos en que Luis Echeverría Álvarez, presidente de México, abrió generosamente las puertas del país a los izquierdistas y refugiados de Latinoamérica, especialmente los chilenos que huían del gorila Pinochet y los argentinos de las férreas y asesinas dictaduras del cono sur.

Así que a alguien se le ocurrió que los jóvenes de esa época debían leer, ¡Válgame Dios! El “Libro rojo de Mao”, que se vendió por miles, aunque nadie, estoy seguro que ni los docentes que nos los imponían, pasábamos de la primera página. Inaudito pero así fue: resultado, un país con pocos lectores.

Los que sí leían, eran los que tenían la suerte de tener en casa alguien que los animara a leer los textos juveniles que no eran pocos: “Tom Sawyer” y “Huckleberry Finn” de Mark Twain, “Robinson Crusoe” de Daniel Defoe, “La isla del tesoro” de Robert Louis Stevenson, “Robin Hood” de autor anónimo, “El libro de la selva” de Rudyard Kipling; “Moby Dick” de Melville o las novelas de Julio Verne y Emilio Salgari. Eran todas ellas historias y narraciones extraordinarias que nos llevaban, espero no ser cursi, como en sueños a mundos insospechados y a conocer a personajes increíbles llenos de bondad, maldad, humanidad e ingenio, pero lo más importante, la sensación que leer era bueno y mejor aún, las ganas de tomar otro libro y seguir explorando lo que el hombre ha logrado.
Lo dijo el afamado escritor Ralph Waldo Emerson: “En muchas ocasiones la lectura de un libro ha hecho la fortuna de un hombre, decidiendo el curso de su vida”.

Esos libros provocaban la búsqueda de otras lecturas mexicanas no se quedaban atrás en calidad y atributos, entre otras muchas obras: “Canasta de cuentos mexicanos” del enigmático B. Traven; “El llano en llamas” y “Pedro Páramo” de Juan Rulfo; “Al filo del agua” de Agustín Yáñez; “La vida inútil de Pito Pérez” de José Rubén Romero; “Los de abajo” de Mariano Azuela o una antigüita, “El Periquillo Sarniento” de Lizardi…

Al crecer, naturalmente las lecturas iban evolucionando y podíamos buscar títulos más complejos, pero que nos llenaban de amplios conocimientos, experiencias y cultura:  las novelas entretenidísimas de Luis Spota, sobre todo aquellas de la “Costumbre del poder”; las obras magníficas de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Ernest Hemingway y Elena Poniatowska y hasta buscando expandir los géneros literarios nos metíamos a la poesía de diversos autores mexicanos o extranjeros, o bien ensayos más complejos que nos abrían la mente más allá de la media nacional como “El Laberinto de la Soledad” de Octavio Paz o los textos científic5ros de Carl Sagan, entre muchos otros. 

Hoy algunos docentes insisten en la vieja práctica de poner a los alumnos a leer a Sófocles, Platón, o la poesía de Sor Juana, no es menosprecio por esas grandes obras, simplemente digo, que ninguna de ellas, traerán a nuestra realidad nacional a nuevos lectores… insisto hay que comenzar desde abajo con los cuentos infantiles y los clásicos juveniles.

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