Por: Juan José De Haro Reyna (r.i.p.)
Segunda de cinco partes (2/5)
Estalló la Segunda Guerra Mundial y la industria militar abrió nuevas y muchas fuentes de trabajo, sobre todo bien remuneradas. Millones de jóvenes estadounidenses y de otras naciones, sobre todo latinoamericanos, fueron enviados al campo de batalla, solteros y casados y por consecuencia muchas mujeres solas en busca de consuelo, cosas de la guerra.
Tuve la oportunidad de ir a la escuela. Pasó el tiempo y terminó la guerra, quienes tuvieron suerte regresaron, con ellos florecieron otro tipo de negocios como los salones de baile donde se escuchaba música de Glen Miller, entre otros.
Yo trabajé en una fábrica de partes de aviones, quizá eso me salvó de ir al frente de guerra. Debido a que disminuyó la necesidad de producción de la fábrica o también a que se daba preferencia a los nativos estadounidenses que volvían para darles ocupación, fuimos muchos los desplazados de nuestro trabajo. Ahora me encontraba sin ocupación después de tantos años, esto motivó que prendiera en mí el deseo de regresar a mi pueblo de origen: Acaponeta, por unos días.
Salí a Tijuana, ahí me enteré que los trabajos carreteros estaban en un ochenta por ciento de avance, la anhelada comunicación terrestre México-Nogales iba con muy buen ritmo de avance, sólo faltaban algunos tramos y casi todos los puentes sobre los ríos y arroyos. La distancia entre Tijuana y Acaponeta, la hice en cinco días, ya en carro, ya en ferrocarril. El último tramo lo hice en ferrocarril Culiacán-Acaponeta, en éste medio de comunicación no hubo detención alguna, tenía todos sus puentes perfectamente en buen estado.
A mi pueblo de Acaponeta llegué por la noche, a las nueve, la estación estaba llena de vida, era un ir y venir de gente que se iba y de gente que llegaba, de curiosos, de cargamaletas, de vendedores ambulantes que lo hacían con Tacos y Tamales, y sobre todo con ramilletes de Gardenias. Después me enteré de que por esto se le conocía a Acaponeta como la ciudad de las Gardenias, ésta se producía casi en forma silvestre tanto en el campo como en los jardines de todas las casas.
La máquina de vapor del tren se abastecía de agua en un gran tanque elevado que estaba ahí mismo en la estación, al pié de éste se encontraban las mesas en las que se vendían pozole y tamales, en otra tacos y tostadas y también las de las gorditas con pollo, todas bien iluminadas con las grandes cachimbas de petróleo.
Uno de los maleteros me llevó al Hotel Royal, situado en el centro de Acaponeta, en donde después de registrarme y que me dieran la llave de mi habitación, me tumbé en la cama muy cansado por los cinco días de viaje, por fin pude estirarme cuan largo soy, cuando desperté eran casi las diez de la mañana, después de darme un buen baño salí de la habitación para enterarme de que en el hotel no se daba servicio de restaurant, pero que fuera al mercado, me fui para allá, solo caminé una cuadra y en una de las varias fondas comí a placer y sobre todo muy barato, luego recorrí el lugar, por un lado todas las carnicerías, las que a esa hora estaban vacías, la venta del producto era en la madrugada, iniciaban a la una de la mañana y terminaban a eso de las siete horas, luego por la otra calle se expendían los productos del mar, en el interior se encontraba la venta de menudo, gorditas y café, ponches calientes, también la venta de ropa, cobijas, telas, ollas, tinas pan, miel de enjambre, quesos, semillas etc. Y en uno de los puestos que atendía un señor al que le decían “El Rascalero” se expendían jugos de naranja, chocomilks, y sobre todo, refrescos de hielo raspado, rascado decía la gente, de diferentes sabores.
Continuará…
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