Por: Carlos Humberto Fuentes López (3a. Parte)
Fue socio de la Sociedad Mutualista
“General Nicolás Bravo”, llegando a ser el Presidente en el período de 1963-1964. También socio distinguido de la Sociedad “Vicente Guerrero”, en donde
invirtió gran cantidad de tiempo y esfuerzo haciendo diversas actividades para
recaudar fondos hasta lograr construir el edificio. A mí me tocó acompañarlo,
muchas veces, a esos festejos donde se reunían todo el voluntariado de la
Sociedad.
Su espíritu de colaboración y altruismo
no tenían límites, ahí donde se ocupara una persona de buena voluntad, para dar
un servicio en bien de la comunidad, estaba él presente. A mi madre no le
gustaba que fuera tan comedido, y menos que anduviera de espontáneo:
–¡Ay, David, no andes tanto de ofrecido!
¡Date a desear! –en ocasiones le decía. Pero a él eso le entraba por un oído, y
le salía por el otro; pues bien sabía lo que le dictaba su corazón.
Cuando una persona nace con vocación de
servicio se realiza cada vez que puede ejercer una acción comunitaria o dar un apoyo
a las personas. La compensación que se recibe va implícita en la posibilidad de
hacer el bien. Qué bueno que existan personas así, tan nobles, generosas,
altruistas y tan dispuestas a dar ayuda, a servir al prójimo.
Cuando vivíamos por los minerales de
Huajicori, yo siempre lo vi involucrado ayudando a las personas a realizar
algunos trámites legales, ya fuera de orden laboral, administrativo o jurídico.
La gente lo buscaba para que los orientara en la solución de sus problemas.
Entonces yo no entendía que eso fuera muy importante en la vida de una persona,
seguramente estaba de acuerdo con mi mamá en que aquello era muy molesto,
porque le quitaban su tiempo de descanso y el que le debía dar a su familia.
Pero a él no le molestaban para nada aquellas
actividades, pues en cuanto se desocupaba se iba para el billar de don Alfonzo
Reyes, o al otro que estaba hacia la falda del cerro a jugar a la carambola con
su compadre Gil Rivera o su camarada el “Sata”, Juan Coronado,
quien después fue su compadre,
también.
Para
mi padre: servir era su pasión y disfrutaba haciéndolo.
Casualmente, cerca del otro billar vivía
doña Tacha, la señora que nos vendía las tortillas. Mi mamá nos contaba que esa
señora había sido como su Hada Madrina y su maestra de cocina, desde que llegó
a las Adjuntas, que todas las recetas que se sabía, a ella se las aprendió. Y como
mi madre se unió libremente a mi padre, a la edad de 19 años, nunca fue una
chica doméstica porque trabajaba en una fábrica de cigarros, y como casi era la
menor de la familia y antes de ella habían dos hermanas mayores, el trabajo
doméstico nunca fue parte de sus tareas, por eso no sabía casi nada de cocina
ni de “levantar la casa”, y esa Tacha supo guiarla y aconsejarla como a una hija.
Tacha era la madre de Concio, un joven
apuesto que mi padre, tiempo después, escogió para padrino de mi hermano David,
a quien llamarían, en su momento, el hijo de la huelga.
En muchas ocasiones que a mi papá se le
hacía de noche, en el billar, mi madre me mandaba a llevarle la lámpara de
carburo para que no se fuera a caer en las piedras del camino o las del arroyo,
al cruzarlo; mi mamá siempre tuvo esa preocupación: yo siempre la vi muy atenta
y comedida con él, se preocupaba mucho por su salud y su seguridad.
Hacienda del Tigre |
En aquella época, que mi papá trabajaba
en la Hacienda del Tigre como operario de las máquinas de combustión interna de
diesel, mi hermano y yo (los primeros hijos), lo visitábamos en su área de
trabajo, cuando le llevábamos la comida desde las Adjuntas, donde vivíamos, un poblado cercano al Tigre, y nos quedábamos
muy impresionados por lo grande de los volantes de los enormes motores y el
ruido infernal que producían las máquinas quebradoras de piedras, arrojando los
trozos de rocas por las tolvas. Lo mismo que por el movimiento rotativo de las “Taunas”
(especie de molcajetes a gran escala), pulverizando las piedrecillas con el
metal; y luego la formación de un lodo espeso de color rojizo donde ponían el
“azogue” (Mercurio), para amalgamar el oro. Todo aquello era muy espectacular;
pero así es todo el proceso que se sigue para extraer el oro de las rocas; aunque,
¡claro está!, que después que se sacan del fondo de ese tenebroso y oscuro
túnel, llamado mina, a base de barretazos, explosivos y corriendo el riesgo de
perder la vida: esto es como arrebatarle el oro al diablo. Por eso decían los
mineros que, por las noches, se escuchaban gritos diabólicos que salían de las
minas cuando se quedaban solas, y que rodaban piedras por las laderas de los
minerales hasta el arroyo. Una de las minas más socorridas por esas historias
fue la “Cori”; decían que, desde que se apoderó el diablo de ella, cayó en
“borra”.
“Borra”, es una expresión de mineros y
gambusinos que significa que se pierden las vetas de oro de las minas; que ya
no encuentran el oro. Y entonces dejan de trabajar en ellas por incosteables.
A mí me gustaba mucho jugar con el pedal
de la máquina de coser de mi mamá, ella me regañaba porque le agarraba los
carreteles y, al dejarlos tirados, se le perdían; pero me fascinaba observar el
mecanismo que integran el pedal, la biela y el eje del volante para hacerlo
girar. Me parecía muy ingenioso que la transmisión de un movimiento de vaivén
(el del pedal), produjera el rotativo (el giro del volante), pero aún más, que
por medio de la banda se comunicara tal movimiento al carretel ensartado en un
clavo y, además, multiplicando el número de revoluciones: esto era fantástico.
Esta función de la banda ya la había observado en los motores de la Hacienda;
pero no es lo mismo verlo que experimentarlo: esto te da una sensación de poder:
¡Es genial!
Como mi padre se dio cuenta de mi
afición por estos mecanismos, me construyó una pequeña turbina con un bote de
leche evaporada. Le soldó unas cucharillas alineadas, le puso un eje y luego el
conjunto lo montó en una base de madera. Después nos fuimos al arroyo, hicimos
una pequeña presa, y mediante una hoja de mata de guámaras, canalizamos el agua
hacia las cucharillas, y aquel aparato empezó a girar aceleradamente, como el
carretel, pero sin banda ni pedal, con sólo la caída del chorro de agua: esto
me pareció como cosa de magia, era maravilloso, allí me quedé clavado toda la
mañana contemplando el espectáculo de aquel experimento, hasta que la espalda
se me quemó con el sol, y si no hubiera sido porque me llamaron para la comida,
quién sabe hasta qué horas hubiera permanecido observando.
Si yo hubiera sido un niño genio, posiblemente,
de ello hubiera sacado, quizás, otra “Teoría de la relatividad”, ¿por qué no? Pero,
aún sin serlo, estoy seguro que más de alguna neurona se despertó en mi cerebro
y, desde entonces, soñé con ser inventor, esto no podía quedarse así, pues era
demasiado fascinante e inspirador.
Cerca de treinta años más tarde,
trabajando como Maestro de Física, Química y Matemáticas, en la escuela
secundaria del poblado de Ricardo Flores Magón, Chihuahua, observando que aproximadamente
a cuatro metros de distancia, de la casa que me asignaron, pasaba una acequia
con suficiente agua, me di a la tarea de fabricar una turbina un poco más
grande que la que me hizo mi padre en el Tigre, y le acople, mediante unos
engranes, una dínamo de bicicleta de doce voltios con la instalación eléctrica
suficiente para alumbrar mi cuarto. La puse a funcionar, y después de unos
leves ajustes, ya tenía una “Planta Hidroeléctrica” disponible que me daba
energía gratuita para alumbrarme a cualquier hora: ¡Bueno!, siempre que pasara
agua por la acequia.
Cuando los alumnos se dieron cuenta de
aquella experiencia, se emocionaron casi tanto como yo cuando vi girando mi
turbina por primera vez, y me pidieron en la clase de Física que les explicara cuál
era el principio por el que operaba. Desde luego que para entonces yo ya tenía
toda la información y conocimientos necesarios para hacerles comprender todo su
funcionamiento. Ya se tratara de las fuerzas que operaban sobre la turbina, el
mecanismo de engranes de acoplamiento del generador o los fenómenos que
ocurrían en el interior de la dínamo de bicicleta por los que se lograba
generar la electricidad.
De esta manera, sin proponérmelo, había
creado, inspirado por mi padre, un modelo de material didáctico que incentivaba
a los estudiantes para aprender, de manera muy práctica y objetiva, muchos de
los principios de la Física involucrados: De esto se derivaron muchas tareas y
experimentos que aquellos alumnos realizaron con mucho interés.
Pero, curiosamente, en relación a este
experimento, veinticinco años después que fue fundada la escuela, y a casi
veintidós que yo estuve allí, el Comité Organizador de los festejos de Aniversario
me invitó para asistir a la celebración. Allí me encontré, entre otros, con
David España (tenía que llamarse David, como mi padre), un ex alumno que
todavía estaba bajo los hechizos del modelo de “Planta Hidroeléctrica”.
Me invitó a cenar a su casa con el
pretexto de que conociera a su hija, una hermosa joven quinceañera, a quién él
le había hablado mucho de mí. Y, en cuanto llegamos, así me presentó con ella:
–¡Mira Chata! Este es el Profesor Carlos, del que tanto te
he hablado –la chica me miró sorprendida, porque no me esperaba, y sabrá Dios
cómo se habrá imaginado que yo era.
–¿Es el Maestro que me dijiste que
inventó la Planta Eléctrica? –le preguntó a su papá, con ciertas dudas.
–¡No exactamente, Chata! Pero algo muy parecido. El hizo una turbina con
un generador de corriente para alumbrar su cuarto. Y si lo hubieras visto,
Chata, seguirías igual que yo de asombrada. El foco alumbraba igual que éste de
la casa. Todo el pueblo lo supo, porque nosotros, los alumnos de la escuela, nos
encargamos de divulgarlo.
El Maestro Carlos nos orientaba para
hacer las tareas de fin de semana; íbamos a su casa y allí conocimos a su
esposa y a sus hijos. Él también nos entrenaba en la Banda de Guerra, en fin…
creo que ya en otras ocasiones te lo he contado todo –yo estaba sorprendido por
aquel encuentro con España y su hija; pero sobre todo con el respeto y las atenciones
que entre ambos se dispensaban; aquella relación familiar me pareció muy
amigable y muy bella; se podía apreciar a simple vista que ambos, padre e hija,
se adoraban mutuamente. Entonces, yo también me acordé de la admiración que
sentía por mi padre y del respeto que me inspiraba, y andando tan retirado de
la casa, extrañé sus afectos.
Nos despedimos con un fuerte y
entrañable abrazo y con la promesa de volvernos a ver algún día, Dios mediante.
Aquellos festejos han sido para mí inolvidables,
pues tuve la oportunidad de expresar unas palabras, a nombre de los Ex Maestros
de la escuela, en el festival de clausura, participación que cerré declamando
el poema de Víctor Hugo: “El Hombre y la Mujer”, que encierra un bello mensaje
sobre la especie humana.
En el Gobierno del Presidente de la
República, Manuel Ávila Camacho, y con la crisis de los últimos años de la
Segunda Guerra Mundial (1940–1945), todo se puso muy escaso y encarecido en
todo el País, todos los salarios perdieron drásticamente su poder adquisitivo;
particularmente la vida en la sierra se tornó demasiado difícil, de tal manera, que los
mineros sintiéndose explotados y muy mal pagados, exigieron a la Empresa
mejores prestaciones, horarios adecuados y salarios mejores; y al no obtener
repuesta a sus demandas, la emplazaron a huelga.
Una vez que estalló el movimiento (1943),
este se prolongó por más de un año; mi padre siempre estuvo a la cabeza de los
trabajadores, como presidente del Comité de Huelga; pero, a pesar de todos los
esfuerzos y sacrificios, ya no pudieron sostenerse por más tiempo, los obreros ya
no quisieron esperar un día más, pues al no contar con un salario, por bajo que
éste fuera, y habiendo agotado todo el fondo de resistencia, que normalmente siempre
se prepara anticipadamente para estos casos, fue lo último que pudieron
resistir: ya no soportaron las carencias.
Además que ya no podían hacer nada, aunque
quisieran, porque el representante de la Central Obrera, en la capital del estado,
los abandonó a su suerte. Se supo después que se vendió a la Empresa
facilitándole que se declarara en quiebra para no pagar los salarios caídos de
los huelguistas. Todos los Mineros maldijeron a un tal Emilio González
llamándolo traidor. Creo que este Judas, algún tiempo después, logró
encumbrarse hasta el Senado de la República. Con esto queda de manifiesto a
quién le sirve la “Política”.
(Continuará...)
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