David Fuentes |
Por: Carlos Humberto Fuentes López
(Cuarta parte)
Nota actual: Información registrada en la
web:
“… El nayarita Emilio González Parra, ocupa
la primera posición en el escalafón de "trapecista" legislativo. Fue
un dirigente obrero que en sus 85 años de vida (1913-1998), 33 años se
desempeñó como legislador. Su carrera política la inició como dirigente de la
Federación de Trabajadores de Nayarit y llegó a ser secretario general
vitalicio de la CTM. González Parra, además de tener una amplia experiencia
como legislador, también fue gobernador de Nayarit, su estado natal…”.
Ustedes se imaginan un personaje así,
con los antecedentes de deslealtad a la clase trabajadora, Verbigracia, los
mineros del Tigre, ¿qué papel honroso podría hacer como legislador? Sólo es una
pregunta.
Después, cada cual abandonó sus pocos y
devaluados bienes raíces, y tomando sus precarias pertenencias se marcharon
arrastrando una amarga y cruel decepción por el Sistema Representativo Laboral
corrupto y el Sistema Empresarial explotador; más la incertidumbre del porvenir
que les esperaba, después de haber agotado todos sus ahorros y quedar sin
esperanzas de encontrar algún empleo.
Sólo se quedaron aquellos mineros que no
dependían de la Empresa Minera, y que eran gambusinos que libremente buscaban
oro en las riveras del arroyo, ensayando minerales (“chupando y quebrando
piedras”: era una clásica expresión de gambusinos).
El señor Felipe Plata, fue uno de ellos,
mis padres lo conocían muy bien, y yo llegué a conocerlo 20 años más tarde, porque
fue nuestro guía, cuando visité el mineral del Tigre con motivo de una
excursión de estudio que organizamos como estudiantes de la Especialidad de
Física y Química de la Escuela Normal Superior del Estado.
Recorrimos todo el poblado, allí estaba
todavía la escuela primaria a donde yo asistí al primer grado, sólo unos
cuantos meses, porque nos fuimos a Huajicori. Al visitar la Hacienda, volví a
ver a aquellos enormes motores que nos impresionaban a mi hermano y a mí, ahora
como chatarra; y tuve la oportunidad de entrar a aquella vieja mina que aún
estaba en funciones, aunque ya con muy escasa producción de oro.
Pero, curiosamente, por alguna extraña
brujería las distancias entre unos puntos y otros habían cambiado radicalmente;
todo estaba más cerca de lo que yo los recordaba. ¿Sería porque los espacios se
redujeron para que las casas no pudieran sentirse tan retiradas, unas de otras,
después de la huelga?... algo nos pasó a todos. Aquello lucía de manera muy
extraña, como si el tiempo y el espacio nos hubieran jugado alguna broma.
Nosotros nos fuimos para Huajicori, a
refugiarnos con la abuela Brígida, para aumentarle más sus preocupaciones, ya
de por sí críticas. Sin embargo, para nosotros los niños, fue algo diferente,
nos encontramos con el primo Teódulo y la prima Cecilia (la Lili).
Teódulo Gurrola (la abuela le decía
Nono) y la Lili, eran hijos de la tía Inés, ayudaban a la abuela en todo y, cuando
llegamos, como ya se acercaban los días de la fiesta de Huajicori, mi abuela
necesitaba otates (una especie de bambú), para hacer ramadas de palma, que
luego rentaba a los visitantes al festival de la Patrona del pueblo: “Virgen de
los Remedios” (2 de febrero, día de la Candelaria), así que mandó a Nono con el
burro “Cegualco” a que trajera un viaje de otates, unos kilómetros más allá del
cruce del río. Por supuesto que yo lo acompañé, entonces tendría entre siete y ocho
años de edad.
Después que se completó la carga de
otates para el burro, mi primo arrancó uno, con todo y la raíz, y con él me
hizo un caballo, que me gustó mucho por ingenioso: cortó algunas ramificaciones
de la raíz del otate simulando la trompa de un caballo y las orejas. Así que de
regreso me vine montado en mi penco. Y como el burro venía cargado, me
agradeció que me viniera trotando por el camino.
Teódulo nos enseñó a acarrear el agua
del río sobre los burros. Dentro de dos árguenas, cestas hechas de coamecates
(lianas gruesas y flexibles que cuelgan desde los árboles y que son portadores
de agua potable), puestas al costado del animal, sobre ellas se ponen los
cántaros de barro y después de llenarlos se tapan con un haz de olotes, para
que no se derrame el agua. Hacíamos varios viajes a lo largo del día para
abastecer el hogar. El agua para tomar se sacaba de unos pozos que se hacían a
la orilla del río; y para el gasto había que meter el burro casi hasta medio
río para llenar los cántaros sin bajarnos.
En una mañana de invierno, el “Cegualco”
se puso muy necio, y yo también, él no quería meterse al río, se atrancaba, me
tuve que meter al agua fría y estirarlo, pero él nomás se sentaba y yo no podía
arrastrarlo; luego lo empujaba desde la grupa poniéndole el hombro bajo la
cola, y entonces el mañoso animal movía la cadera hacia un lado y se giraba
para regresarse y yo me iba de bruces.
Me hizo enojar tanto que lo agarré a
pedradas, y luego, para mi desgracia, ya no sabía cómo regresar a casa sin
agua, porque perforé los cántaros con las piedras que le arrojé al burro. Pero ni
modo, tuve que afrontar las consecuencias de mis actos.
Pero lo más sorprendente, para mí,
después de la regañada que recibí, fue ver cómo la abuela remendaba los
cántaros:
Hizo una mezcla de cal, sal y ceniza con
clara de huevo, y con ella empapó un trozo de estopa; una vez bien amasada,
selló las quebraduras del cántaro. Cuando la pasta se endureció, fue algo de no
creerse, el agua de los cántaros no se salía, y volvieron a ser útiles.
Mi padre estuvo por un tiempo sin
trabajo fijo y sin salario, mi madre y toda la familia nos abocamos a ayudarlo
para sacar el sustento diario. Vendíamos de todo, a todas horas y por todo el
pueblo. Nos volvimos la familia más luchadora y activa de Huajicori. Varias
noches acompañé a mi padre al río para pescar con la “Maroma” (Cimbra).
Consiste, simplemente, en tender una cuerda al ras de la superficie del agua y
suspender de ella varios anzuelos con su respectiva carnada y en un lugar
estratégico, luego revisar periódicamente la cuerda para ir sacando los peces
que mordieron y restituir la carnada.
Como las noches estaban muy frías, mi
padre me arropaba muy bien y me acostaba sobre la arena, así que mi apoyo casi
era nulo, sólo le servía de compañía, si es que no de estorbo. Pero como quiera
que sea, yo decía tal como dice la mosca del dicho popular: “Andamos arando”
(traducción: “Andamos pescando”).
Entonces conocimos a la Familia del señor
Boris Marcoff, esposo de doña Emilia Plata, quienes vivían frente a la casa de
la abuela Brígida que ya había cultivado con ellos una gran amistad. El señor
Boris, miembro de una familia de origen ruso, pero refugiada en Estados Unidos,
era administrador de una Empresa Minera que explotaba las minas de Quiviquinta
y Cucharas, Municipio de Huajicori; a su casa llegaban todos los suministros
para el buen funcionamiento de las minas, entre ellos, aparte de los
explosivos, lubricantes y combustibles. En una ocasión, ayudando mi padre a
Boris a subir unos tambos “vacíos” al camión, para llevarlos a Acaponeta a
llenar de nuevo, se dio cuenta que aún quedaban residuos en los tambos; se lo
comentó al señor, y éste lo autorizó a escurrirlos si es que a él le interesaba,
que no había problema.
Así fue como nos iniciamos en una nueva
actividad: la venta de “petróleo” ("Petróleo Pirata”), que mi papá preparaba con
los residuos de aceites y combustibles que escurría de los tambos del señor
Boris. Y como en ese tiempo los energéticos eran muy escasos, porque todo se lo
llevaban para las naciones en guerra, y como la gente se alumbraba con quinqués
de petróleo, la demanda era muy alta. Por eso, con este negocio, nos fue muy
bien. Pero lástima que no había suficiente materia prima regalada. Quiero decir:
escurrida de los tambos.
En ese tiempo mi padre trabajó hasta de Policía
Municipal, ya no encontraba de qué manera sostener a la familia; pero él no se
cuarteaba porque era un hombre de buen temple; jamás lo escuche lamentarse,
siempre mantuvo su moral y entusiasmo muy alto, nunca lo vi recurrir al vicio
para amortiguar sus penas o fracasos: él no era ningún cobarde. Con todo eso aprendí
de él lo que debe de ser un verdadero hombre.
Al recordar estos momentos difíciles que
vivió la familia Fuentes López, se refuerza mi admiración por mis padres, y
bendigo al destino por haberme dado una familia así. Me siento el hombre más
afortunado de la tierra, pues todas estas anécdotas, de las que fui testigo y
protagonista, le dieron un sentido especial a mi vida desde entonces.
Así llegamos a Acaponeta (1945), donde
mi padre fue contratado para operar las máquinas del servicio de agua potable
que eran de combustible diesel. Al fin mi papá trabajaría en algo de su
especialidad, y que lo ayudaría a realizarse profesionalmente, este era mi
mayor deseo.
Originalmente el servicio se
administraba por un Banco Mercantil, que me parece que dirigía un señor de
nombre Juan Espinosa Bávara, después pasó a depender del Municipio; y aquí fue
cuando tal Servicio de Agua Potable, pasó a ser como bienes de viuda, donde
todos quieren meter la mano. Pero igualmente los salarios fueron siempre de
hambre, no correspondían al trabajo técnico que se desempeñaba; por lo que mi
padre tenía que buscar la forma de completar el gasto del hogar haciendo
trabajos extras a domicilio, tales como instalaciones eléctricas, reparación
del tejido de alambre de las camas (sprint), cañerías de agua, reparación y
armado de victrolas de cuerda, etc., pero de cualquier manera, fuese como fuera
ya tenía un salario seguro, aunque estuviera muy reducido.
Tanto mi madre como sus hijos,
especialmente yo, que soy el mayor de la familia, lo seguimos apoyando vendiendo
de todo, desde dulces, churros, agua fresca, pescado y petróleo, como cuando vivimos
en Huajicori. Y, aquí: leche y tacos en la estación del Ferrocarril, luego
entregando pedidos de pan a las tiendas, desde la Cooperativa de panaderos
donde trabajaba el tío Manuel, etc. Con esto me acuerdo de unas vivencias muy
trascendentales:
Manuel (El “Gordolobo”), que fue mi tío
político porque estaba casado con la tía Inés, hermana de mi papá, trabajaba en
una panadería que le decían la “Cooperativa”, ubicada a media cuadra
del Mercado. Los dueños eran el señor Salvador Rodríguez, su esposa María Cosío
y su hijo Tino.
Mi hermano Alfredo, unos amigos de la primaria
y yo, íbamos a medio día, al salir de la escuela, a surtir el pan para las
tiendas de abarrotes que nos daban sus pedidos previamente. Cada cual tenía de
3 a 6 clientes, y con una artesa de madera llena de pan, sobre la cabeza,
cruzábamos las calles para llevar las entregas. El pago era mínimo, pero era
muy productivo y satisfactorio. Aunque el trabajo debería hacerse rápido porque
teníamos que regresar a la escuela por la tarde, pues la escuela primaria de
entonces trabajaba todo el día, mañana y tarde como un solo turno, nuestra vida
estaba más influenciada por la escuela, que ahora.
Pero, siendo la entrega del pan a la
hora de la comida, la verdadera recompensa de este trabajo estaba en los
festines de tacos de birria que nos dábamos al pasar por el mercado, en el
puesto del señor “Jolo”, el birriero, antes de llegar a la panadería y, en
ésta, comer el pan calientito, recién salido del horno, era lo máximo.
Ocho años después, frente a esa misma panadería,
trabajando ya como Maestro Rural, yo asistía al taller de Electrónica y Radio,
de Manuel Silva, el hijo del “Guayabo”, otros conocidos de mi padre, para
aprender a reconear bocinas. Se elaboran las bobinas, se centran en el núcleo
(imán) de la armadura y se pegan al cono de cartón con Cemento Ducko.
Aparentemente es un proceso muy sencillo, pero la técnica empleada requiere del
desarrollo de ciertas habilidades y destrezas, sobre todo para hacer las
bobinas. Fue un aprendizaje y una experiencia muy valiosa, que me ha servido
toda la vida, no sólo para reparar bocinas, sino para devanar las bobinas de
los transformadores. Esto es sin considerar la valiosa relación de amistad que
cultivamos entre Manuel y yo: persona que estuvo emparentada políticamente con
la tía Domitila, también hermana de mi papá, pero que por un tiempo vivió con
su papá.
De mi padre yo también aprendí, además
de su generosidad, algunos poemas de contenido revolucionario y de heroísmo, lo
mismo que de aquellas canciones de protesta social que a mi madre le gustaban y
que cantaba con tanta inspiración y con tal sentimiento que parecían salirle desde
el pecho, como es “Lamento borincano”,
entre otras. Con estas aficiones, nos complementaron una exquisita formación
educativa a cuyo bagaje agregué algunos poemas que me enseñaron mis maestros,
en la escuela primaria, y que de alguna manera moldearon mi concepción
filosófica de la vida y han influido en mi actitud política y social desde
siempre, lo que me ha dado una relativa reputación entre los amigos.
Mis padres, después de ensayarnos
debidamente las recitaciones, nos subían sobre una silla para declamar los
poemas ante los amigos que lo visitaban, y ellos nos aplaudían y elogiaban. En
mi caso particular, aún no sé si porque
los declamaba muy bien, porque no me equivocaba o sólo por ser hijo de un buen
amigo, lo cierto es que me agradaba hacerlo porque me sentía importante, me
transformaba en otra persona y, sin comprenderlo, caía en el juego de la
actuación y me desarrollaba como un líder social.
(Continuará...)
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