lunes, 2 de abril de 2012

RECORDANDO A DON DAVID FUENTES (4a. parte)


David Fuentes

Por: Carlos Humberto Fuentes López
(Cuarta parte)
 
Nota actual: Información registrada en la web:
       “… El nayarita Emilio González Parra, ocupa la primera posición en el escalafón de "trapecista" legislativo. Fue un dirigente obrero que en sus 85 años de vida (1913-1998), 33 años se desempeñó como legislador. Su carrera política la inició como dirigente de la Federación de Trabajadores de Nayarit y llegó a ser secretario general vitalicio de la CTM. González Parra, además de tener una amplia experiencia como legislador, también fue gobernador de Nayarit, su estado natal…”.

       Ustedes se imaginan un personaje así, con los antecedentes de deslealtad a la clase trabajadora, Verbigracia, los mineros del Tigre, ¿qué papel honroso podría hacer como legislador? Sólo es una pregunta.
       Después, cada cual abandonó sus pocos y devaluados bienes raíces, y tomando sus precarias pertenencias se marcharon arrastrando una amarga y cruel decepción por el Sistema Representativo Laboral corrupto y el Sistema Empresarial explotador; más la incertidumbre del porvenir que les esperaba, después de haber agotado todos sus ahorros y quedar sin esperanzas de encontrar algún empleo.
       Sólo se quedaron aquellos mineros que no dependían de la Empresa Minera, y que eran gambusinos que libremente buscaban oro en las riveras del arroyo, ensayando minerales (“chupando y quebrando piedras”: era una clásica expresión de gambusinos).
       El señor Felipe Plata, fue uno de ellos, mis padres lo conocían muy bien, y yo llegué a conocerlo 20 años más tarde, porque fue nuestro guía, cuando visité el mineral del Tigre con motivo de una excursión de estudio que organizamos como estudiantes de la Especialidad de Física y Química de la Escuela Normal Superior del Estado.
       Recorrimos todo el poblado, allí estaba todavía la escuela primaria a donde yo asistí al primer grado, sólo unos cuantos meses, porque nos fuimos a Huajicori. Al visitar la Hacienda, volví a ver a aquellos enormes motores que nos impresionaban a mi hermano y a mí, ahora como chatarra; y tuve la oportunidad de entrar a aquella vieja mina que aún estaba en funciones, aunque ya con muy escasa producción de oro.
       Pero, curiosamente, por alguna extraña brujería las distancias entre unos puntos y otros habían cambiado radicalmente; todo estaba más cerca de lo que yo los recordaba. ¿Sería porque los espacios se redujeron para que las casas no pudieran sentirse tan retiradas, unas de otras, después de la huelga?... algo nos pasó a todos. Aquello lucía de manera muy extraña, como si el tiempo y el espacio nos hubieran jugado alguna broma.   
       Nosotros nos fuimos para Huajicori, a refugiarnos con la abuela Brígida, para aumentarle más sus preocupaciones, ya de por sí críticas. Sin embargo, para nosotros los niños, fue algo diferente, nos encontramos con el primo Teódulo y la prima Cecilia (la Lili).
       Teódulo Gurrola (la abuela le decía Nono) y la Lili, eran hijos de la tía Inés, ayudaban a la abuela en todo y, cuando llegamos, como ya se acercaban los días de la fiesta de Huajicori, mi abuela necesitaba otates (una especie de bambú), para hacer ramadas de palma, que luego rentaba a los visitantes al festival de la Patrona del pueblo: “Virgen de los Remedios” (2 de febrero, día de la Candelaria), así que mandó a Nono con el burro “Cegualco” a que trajera un viaje de otates, unos kilómetros más allá del cruce del río. Por supuesto que yo lo acompañé, entonces tendría entre siete y ocho años de edad.
       Después que se completó la carga de otates para el burro, mi primo arrancó uno, con todo y la raíz, y con él me hizo un caballo, que me gustó mucho por ingenioso: cortó algunas ramificaciones de la raíz del otate simulando la trompa de un caballo y las orejas. Así que de regreso me vine montado en mi penco. Y como el burro venía cargado, me agradeció que me viniera trotando por el camino.
       Teódulo nos enseñó a acarrear el agua del río sobre los burros. Dentro de dos árguenas, cestas hechas de coamecates (lianas gruesas y flexibles que cuelgan desde los árboles y que son portadores de agua potable), puestas al costado del animal, sobre ellas se ponen los cántaros de barro y después de llenarlos se tapan con un haz de olotes, para que no se derrame el agua. Hacíamos varios viajes a lo largo del día para abastecer el hogar. El agua para tomar se sacaba de unos pozos que se hacían a la orilla del río; y para el gasto había que meter el burro casi hasta medio río para llenar los cántaros sin bajarnos.
       En una mañana de invierno, el “Cegualco” se puso muy necio, y yo también, él no quería meterse al río, se atrancaba, me tuve que meter al agua fría y estirarlo, pero él nomás se sentaba y yo no podía arrastrarlo; luego lo empujaba desde la grupa poniéndole el hombro bajo la cola, y entonces el mañoso animal movía la cadera hacia un lado y se giraba para regresarse y yo me iba de bruces.
       Me hizo enojar tanto que lo agarré a pedradas, y luego, para mi desgracia, ya no sabía cómo regresar a casa sin agua, porque perforé los cántaros con las piedras que le arrojé al burro. Pero ni modo, tuve que afrontar las consecuencias de mis actos.
       Pero lo más sorprendente, para mí, después de la regañada que recibí, fue ver cómo la abuela remendaba los cántaros:
       Hizo una mezcla de cal, sal y ceniza con clara de huevo, y con ella empapó un trozo de estopa; una vez bien amasada, selló las quebraduras del cántaro. Cuando la pasta se endureció, fue algo de no creerse, el agua de los cántaros no se salía, y volvieron a ser útiles. 
       Mi padre estuvo por un tiempo sin trabajo fijo y sin salario, mi madre y toda la familia nos abocamos a ayudarlo para sacar el sustento diario. Vendíamos de todo, a todas horas y por todo el pueblo. Nos volvimos la familia más luchadora y activa de Huajicori. Varias noches acompañé a mi padre al río para pescar con la “Maroma” (Cimbra). Consiste, simplemente, en tender una cuerda al ras de la superficie del agua y suspender de ella varios anzuelos con su respectiva carnada y en un lugar estratégico, luego revisar periódicamente la cuerda para ir sacando los peces que mordieron y restituir la carnada.
       Como las noches estaban muy frías, mi padre me arropaba muy bien y me acostaba sobre la arena, así que mi apoyo casi era nulo, sólo le servía de compañía, si es que no de estorbo. Pero como quiera que sea, yo decía tal como dice la mosca del dicho popular: “Andamos arando” (traducción: “Andamos pescando”).   
       Entonces conocimos a la Familia del señor Boris Marcoff, esposo de doña Emilia Plata, quienes vivían frente a la casa de la abuela Brígida que ya había cultivado con ellos una gran amistad. El señor Boris, miembro de una familia de origen ruso, pero refugiada en Estados Unidos, era administrador de una Empresa Minera que explotaba las minas de Quiviquinta y Cucharas, Municipio de Huajicori; a su casa llegaban todos los suministros para el buen funcionamiento de las minas, entre ellos, aparte de los explosivos, lubricantes y combustibles. En una ocasión, ayudando mi padre a Boris a subir unos tambos “vacíos” al camión, para llevarlos a Acaponeta a llenar de nuevo, se dio cuenta que aún quedaban residuos en los tambos; se lo comentó al señor, y éste lo autorizó a escurrirlos si es que a él le interesaba, que no había problema.
       Así fue como nos iniciamos en una nueva actividad: la venta de “petróleo” ("Petróleo Pirata”), que mi papá preparaba con los residuos de aceites y combustibles que escurría de los tambos del señor Boris. Y como en ese tiempo los energéticos eran muy escasos, porque todo se lo llevaban para las naciones en guerra, y como la gente se alumbraba con quinqués de petróleo, la demanda era muy alta. Por eso, con este negocio, nos fue muy bien. Pero lástima que no había suficiente materia prima regalada. Quiero decir: escurrida de los tambos.
       En ese tiempo mi padre trabajó hasta de Policía Municipal, ya no encontraba de qué manera sostener a la familia; pero él no se cuarteaba porque era un hombre de buen temple; jamás lo escuche lamentarse, siempre mantuvo su moral y entusiasmo muy alto, nunca lo vi recurrir al vicio para amortiguar sus penas o fracasos: él no era ningún cobarde. Con todo eso aprendí de él lo que debe de ser un verdadero hombre.
       Al recordar estos momentos difíciles que vivió la familia Fuentes López, se refuerza mi admiración por mis padres, y bendigo al destino por haberme dado una familia así. Me siento el hombre más afortunado de la tierra, pues todas estas anécdotas, de las que fui testigo y protagonista, le dieron un sentido especial a mi vida desde entonces.
       Así llegamos a Acaponeta (1945), donde mi padre fue contratado para operar las máquinas del servicio de agua potable que eran de combustible diesel. Al fin mi papá trabajaría en algo de su especialidad, y que lo ayudaría a realizarse profesionalmente, este era mi mayor deseo.
       Originalmente el servicio se administraba por un Banco Mercantil, que me parece que dirigía un señor de nombre Juan Espinosa Bávara, después pasó a depender del Municipio; y aquí fue cuando tal Servicio de Agua Potable, pasó a ser como bienes de viuda, donde todos quieren meter la mano. Pero igualmente los salarios fueron siempre de hambre, no correspondían al trabajo técnico que se desempeñaba; por lo que mi padre tenía que buscar la forma de completar el gasto del hogar haciendo trabajos extras a domicilio, tales como instalaciones eléctricas, reparación del tejido de alambre de las camas (sprint), cañerías de agua, reparación y armado de victrolas de cuerda, etc., pero de cualquier manera, fuese como fuera ya tenía un salario seguro, aunque estuviera muy reducido. 
       Tanto mi madre como sus hijos, especialmente yo, que soy el mayor de la familia, lo seguimos apoyando vendiendo de todo, desde dulces, churros, agua fresca, pescado y petróleo, como cuando vivimos en Huajicori. Y, aquí: leche y tacos en la estación del Ferrocarril, luego entregando pedidos de pan a las tiendas, desde la Cooperativa de panaderos donde trabajaba el tío Manuel, etc. Con esto me acuerdo de unas vivencias muy trascendentales:
       Manuel (El “Gordolobo”), que fue mi tío político porque estaba casado con la tía Inés, hermana de mi papá, trabajaba en una panadería que le decían la “Cooperativa”, ubicada a media cuadra del Mercado. Los dueños eran el señor Salvador Rodríguez, su esposa María Cosío y su hijo Tino.
       Mi hermano Alfredo, unos amigos de la primaria y yo, íbamos a medio día, al salir de la escuela, a surtir el pan para las tiendas de abarrotes que nos daban sus pedidos previamente. Cada cual tenía de 3 a 6 clientes, y con una artesa de madera llena de pan, sobre la cabeza, cruzábamos las calles para llevar las entregas. El pago era mínimo, pero era muy productivo y satisfactorio. Aunque el trabajo debería hacerse rápido porque teníamos que regresar a la escuela por la tarde, pues la escuela primaria de entonces trabajaba todo el día, mañana y tarde como un solo turno, nuestra vida estaba más influenciada por la escuela, que ahora.
       Pero, siendo la entrega del pan a la hora de la comida, la verdadera recompensa de este trabajo estaba en los festines de tacos de birria que nos dábamos al pasar por el mercado, en el puesto del señor “Jolo”, el birriero, antes de llegar a la panadería y, en ésta, comer el pan calientito, recién salido del horno, era lo máximo.
       Ocho años después, frente a esa misma panadería, trabajando ya como Maestro Rural, yo asistía al taller de Electrónica y Radio, de Manuel Silva, el hijo del “Guayabo”, otros conocidos de mi padre, para aprender a reconear bocinas. Se elaboran las bobinas, se centran en el núcleo (imán) de la armadura y se pegan al cono de cartón con Cemento Ducko. Aparentemente es un proceso muy sencillo, pero la técnica empleada requiere del desarrollo de ciertas habilidades y destrezas, sobre todo para hacer las bobinas. Fue un aprendizaje y una experiencia muy valiosa, que me ha servido toda la vida, no sólo para reparar bocinas, sino para devanar las bobinas de los transformadores. Esto es sin considerar la valiosa relación de amistad que cultivamos entre Manuel y yo: persona que estuvo emparentada políticamente con la tía Domitila, también hermana de mi papá, pero que por un tiempo vivió con su papá.    
       De mi padre yo también aprendí, además de su generosidad, algunos poemas de contenido revolucionario y de heroísmo, lo mismo que de aquellas canciones de protesta social que a mi madre le gustaban y que cantaba con tanta inspiración y con tal sentimiento que parecían salirle desde el pecho, como es “Lamento borincano”, entre otras. Con estas aficiones, nos complementaron una exquisita formación educativa a cuyo bagaje agregué algunos poemas que me enseñaron mis maestros, en la escuela primaria, y que de alguna manera moldearon mi concepción filosófica de la vida y han influido en mi actitud política y social desde siempre, lo que me ha dado una relativa reputación entre los amigos.
       Mis padres, después de ensayarnos debidamente las recitaciones, nos subían sobre una silla para declamar los poemas ante los amigos que lo visitaban, y ellos nos aplaudían y elogiaban. En mi caso particular, aún no sé si porque los declamaba muy bien, porque no me equivocaba o sólo por ser hijo de un buen amigo, lo cierto es que me agradaba hacerlo porque me sentía importante, me transformaba en otra persona y, sin comprenderlo, caía en el juego de la actuación y me desarrollaba como un líder social.

(Continuará...)

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