Estación del Ferrocarril de Acaponeta |
ES UN INTERESANTE TRABAJO AUTOBIOGRÁFICO DEL SEÑOR DR. JOSÉ ALGARÍN GONZÁLEZ, QUIEN A TRAVÉS DE SU SOBRINO Y COLABORADOR DE PUERTA NORTE, HÉCTOR ALGARÍN ESPINOSA, AMABLEMENTE NOS PROPORCIONA.
QUE LO DISFRUTE EL AMABLE LECTOR.
Por: José B. Algarín G.
“EN LA POCA VIDA QUE ME QUEDA, Y EN LA
LARGA MUERTE QUE ME ESPERA, ME ATREVO A ESCRIBIR ESTAS LINEAS, PARA QUE EN EL
FUTURO SEPAN MIS HIJOS QUIEN FUE O TRATO DE SER SU PADRE”.
“No es que tenga miedo a morirme. Es
tan sólo, que no quiero estar ahí cuando suceda” WOODY ALLEN.
EL PRINCIPIO
Hola, ¿qué
tal?... Si estás aquí, aprovecharé para presentarme:
Me llamo José
Buenaventura Algarín González (el Buenaventura me "viene" del nombre
de mi abuelo paterno).
Nací un día 20 de
Abril del año de 1935, en la Ciudad de Guadalajara, precisamente un Sábado de
Gloria, y según me cuenta la Nina (así la llamábamos cariñosamente, pues fue
madrina de todos), en el momento en que encendían un "judas" en el
templo cercano a donde vi la primera luz, el Santuario de Guadalupe, y según me comentó en
varias ocasiones coincidió mi nacimiento, con la "Apertura de la
Gloria" (¿?)
Así pues entre truenos y olor a pólvora
llegue felizmente a este mundo y en la Ciudad precisa (siempre me he declarado
nayarita, no por adopción sino por convencimiento y amor a este terruño en
donde descansan los restos siempre vivos en mi memoria de los seres mas
queridas por mí, mis Padres).
Debo aclarar que
no fui el primogénito, pues mi hermana Tere, nació un año 8 meses antes que yo.
Fuimos 6
hermanos, Tere fue la primera, el que escribe, el segundo, luego mi hermano
Héctor, los tres mencionados nacimos en Guadalajara. Mis padres por motivos que con el tiempo se me
aclararon, emigraron de Guadalajara hacia un pintoresco pueblo llamado Acaponeta,
en el estado de Nayarit. Ahí nacerían Carlos, Margarita y el Benjamin de la
familia Luis Arturo.
INFANCIA
Mi infancia fue
todo lo bueno que podía ser en una risueña población, la cual abrió su corazón
para recibir a una familia en formación, que consistía en mi padre José Algarín
López, mi madre Margarita González Flores, la “Nina”, María Cruz González,
soltera, hermana de mi madre y Dña. Guadalupe Flores, madre de mi mama. Y los nuevos
Carlos, Margarita y Luis Arturo, ellos ya nacidos en esta encantadora Ciudad.
Tengo tantos y
tan bellos recuerdos de esta población, que se me acumulan en mi mente cada uno
de ellos, pero quizá los que más dejaron huella en mi memoria eran las
frecuentes salidas a cacería en la que mi padre nos llevaba con regularidad. En
esas excursiones le “tirábamos” a todo lo que se movía, volaba, nadaba o
arrastraba, sin tomar en cuenta el daño que hacíamos a la ecología del lugar.
Lo más remoto que
recuerdo de mi infancia es una casa, chica, a la cual llegamos, y en la que
frecuentemente, en las noches se oían maullidos producidos por una cantidad
indeterminada de gatos, probablemente al llamado del período de celo de las
gatas. Esta casa estaba a un costado de la Iglesia, casi veo a los vecinos,
pues eran todos (o casi todos de origen chino) que se quedaron en esta
población después de terminar las vías del Ferrocarril al paso por esta Ciudad.
Había en esa casa
un pequeño jardín interior pletórico de grandes plantas de colomos, de
gardenias, que desde chico me embelesaron con su aroma, y una noche cansados
los vecinos y mi padre de las “serenatas” que los felinos hacían con
frecuencia, subieron al tejado y no se como, agarraron a un gato y... ¡le cortaron
la cola! Debo decirles que
fue esta la ultima vez que los gatos dejaron de acudir al llamado plañidero y
nada agradable de las gatas.
Al poco tiempo
nos cambiamos a una casa, quizá una de las mejores de la ciudad en aquella
época, por la calle Veracruz No. 18, casa que era un consultorio de un doctor de
apellido Castro. Y que tenía un aparato de Rayos X, último modelo, quizá el
único en todo el norte del estado y el sur del vecino estado de Sinaloa. En la
última recámara tenía su aparato de Rayos X, y en varias ocasiones veía yo a mi
Papa ayudando al doctor en sus exámenes de radiografías, y atendiendo a heridos,
de bala, acuchillados, fracturados y de todo tipo de lesiones. Debo aclarar que
mi padre ejercía como Dentista.
Tenia dicha casa
un jardín central no muy grande, pero si lo necesario para que mi Padre
sembrara un guayabo, un árbol de limas y un higo, que con el tiempo hicieron las
delicias de nuestros paladares con sus frutos.
No había en aquel
tiempo drenaje, así que se contaba con una fosa séptica, que con el transcurso
de los años hubo necesidad de vaciarla.
Mando mi Padre
construir una recámara anexa, junto con otro baño en el fondo del jardín, y
además un medio baño en el lado norte de dicho Jardín, recuerdo muy bien que su
techumbre era de lo que en aquel tiempo era lo último, material de asbesto.
Como era muy
escaso, o no había gas butano, mi padre mando construir una carbonera, un
pequeño cuarto con una pequeña ventana por donde era descargado el carbón,
mismo que periódicamente era llenado. Esta pequeña carbonera colindaba con lo
que era la cochera la cual nunca se utilizó como tal, pues mi Papá nunca tuvo
carro, pero que le sirvió espléndidamente para construir un agradable
laboratorio-taller, en el cual se pasaba horas y más horas arreglando (y en
ocasiones desarreglando) cuanto aparato de radio y otros artefactos de
cualquier índole se le presentaban y cómo sería, que el mismo lo nombró (tenía
letrero) taller “EL MATARILE”
En una ocasión mi
Padre --bajo su dirección-- y una serie de amigos estaban produciendo Hidrógeno
(debo aclarar que mi Padre tenia una vasta y sólida educación y cultura
adquirida en sus años de seminarista en su juventud en la capital, Tepic, pues
no había en aquel tiempo escuelas de educación media superior) y recuerdo muy
bien que alguno de sus amigos encendió un cigarrillo y no se hizo esperar una
tremenda explosión que no llego a mayores pues la producción de Hidrógeno
apenas había empezado,...¡si no...!
RAICES DE LA VOCACION
Quizá el ambiente
en el que me crié influyó en mi decisión de ser médico, pues enfrente de mi
casa acababa de llegar un doctor venido de Escuinapa, Sinaloa, el Dr. José de Jesús
Osuna Gómez. Y mi padre como Dentista, tenía siempre una clientela numerosa a
la cual atendía de manera eficiente, y los escupitajos sanguinolentos eran lo
más común de ver en esa que fue mi casa. Además había yo visto como trabajaban
conjuntamente mi Padre y el anterior Doctor inquilino de esa casa.
Después de esas
cacerías a las que hacia referencia, me traía yo los especímenes mas grandes de
iguanas a las que, con mucho cuidado y realmente no me acuerdo con qué
instrumentos (me imagino que con navajas de rasurar) las eviceraba y las
rellenaba de aserrín, estopa, ceniza y cal, y por supuesto las cosía de nuevo.
Poniéndolas luego a secar en el techo de lo que era un medio baño del cual hice
referencia al hablar del jardín.
Desgraciadamente
mis conocimientos como taxidermista dejaban mucho que desear pues a los pocos
días el olfato de mi padre se ponía a prueba, y rápidamente descubría de donde
provenía ese mal olor que era producido por la descomposición de dichos
lagartos, agarrándolas por la larga cola iban a dar a un solar deshabitado en
lo que era el patio trasero del “Astoria Club”. Ocasionalmente su
puntería no era tan buena y sin querer caían con el vecino, el Sr. Martín M.
Sáizar, mismo que le hacía un conminatorio exhorto para que a la brevedad
posible fuera yo a llevarme tan inesperado regalo que el cielo le había
enviado.
En una ocasión, y
atrincherado dentro de lo que era la carbonera, y a ocultas de mi querida
hermana Tere, quien plácidamente jugaba a las casitas y a las muñecas,
entonando dulces melodías, sentada en una especie de banqueta y a escasos ocho
metros de mi guarida se me ocurrió, armado con mi rifle de municiones, empezar
a tumbarle lo que con tanto trabajo ella había armado en su casita formada de
piezas de cartón y madera. Ya se imaginaran el susto y el desconcierto de ella
al impacto de las pequeñas municiones, que con certera puntería hacían caer
las paredes de su diminuta vivienda y yo, amparado en la clandestinidad de mi
escondite casi me descubría de la risa que no podía contener, cuando una y otra
vez se le caían las paredes de su “pequeña casa.”
Ella, toda
dulzura, no se explicaba tan raro fenómeno, pues debo decir que no se escuchaba
el disparo de su franco-tirador hermano, hasta que ... Sí, esa vez ¡FALLE!...
Haciendo blanco en su brazo, y no sé qué fue mas impactante para mi, si el
haberle pegado sin querer, o el tremendo grito que no acababa de terminar
nunca, señalándose al mismo tiempo el lugar del impacto y con su dedo índice
delator señalándome a mi...que ya me había descubierto...yo me sentí como en
una casamata de la segunda guerra mundial donde no había salida ni escape
posible... De inmediato y sin terminar Tere de gritar, salió mi Padre a ver que
es lo qué sucedía, descubriendo con la ayuda explícita de mi querida hermana al
autor de tal desaguisado (60 años después comprendo muy bien lo que Eduard
Munch en su cuadro “El grito” quiso representar).
Mi padre tomo lo
primero que se encontró (que, para mi desgracia fue un rollo de alambre de
energía eléctrica forrado de plomo) y con él me dio, no sé, tres, quizá cuatro
azotes. ¡Qué por cierto bien merecido me lo tenía!
ANÉCDOTAS DE MI PUEBLO
Como en todo
pequeño pueblo todos se conocían y era casi una costumbre que en las plácidas
tardes sacaran sus mecedoras, sillas, y lo que fuera mas a la mano para hacer
tertulias en la banqueta sin obstruir el paso de las personas. Ahí se saludaba
al vecino y al que iba pasando, se ponían al corriente de las ultimas
novedades, y por qué no decirlo, de los maas recientes chismes de tan variopinta
sociedad.
Algo conmocionó a
la sociedad de Acaponeta, la inminente boda de una de las hijas del Jefe de
Estación, un señor de apellido De León (debo aclarar que ser Jefe de Estación en
aquella época, era todo un cargo, que la persona que lo detentara era vista
como una persona que tenía una preponderancia en la Ciudad). Su familia, unas
muchachas bellas, y su esposa, frecuentemente iban de paseo o de vacaciones a
la Ciudad de Los Angeles, California del vecino país del norte y traían lo
ultimo de la moda femenina.
Pues bien, se
casaba una de ellas con el hijo de un Sr. Federico Ramón Corona, nada menos que
sobrino-nieto del extinto General Ramón Corona (Perseguidor de Manuel Lozada y
que llego a ocupar la Gubernatura de Jalisco siendo asesinado por Primitivo
Rom). Al hijo, que le pusieron por apodo
“Rabanito” (quizá por parecerse sobre todo en la nariz a un famoso payaso que
era la delicia de los chicos en un circo que periódicamente hacia su aparición
en Acaponeta, y que desgraciadamente esta persona era alcohólico).
Pues la novedad
era en esa época, que NO HABIA BODA, que se cancelaba.
Poco tiempo
después el Sr. De León pidió su cambio a otra parte de la República Mexicana y
nunca mas se supo de él o su familia.
ooooooooo
Con el tiempo, (vox
populi) nos enteramos que el hijo de Don. Federico R. Corona se había
practicado como fase preliminar para la boda, un examen médico y el resultado fue que
estaba infectado de una nefasta enfermedad en grado sumo, de tal manera que el
también se desterró voluntariamente de Acaponeta, habiendo muerto poco tiempo
después en la Ciudad de Guadalajara.
Su padre Don.
Federico R. Corona, cultivaba una gran amistad con mi Padre, y todas las tardes
después de comer llegaba a la casa para reposar y dormir la siesta en una
mecedora que mi Papa tenia ex profeso para él.
Debo decir que
ocupaba un alto puesto dentro de la logia Masónica (Gran Maestro Grado 33) y
que, sin embargo, a pesar de la diferencia de edad con respecto a mi Padre (él
era mucho mayor) ambos se tenían una gran estima en lo particular, en lo
religioso, el respetaba a mi Padre quien era un católico fiel.
Esto viene al
caso porque Don. Federico R. Corona al sentirse enfermo acudió a la casa de
nosotros, misma casa en la que murió en brazos de mi Padre, y antes de expirar,
mi Papá consiguió que el aceptara la venida de un Sacerdote para su
reconciliación.
En esta época a
la cual hago referencia, los habitantes de ésta Ciudad no pasaríamos de 4 mil,
y era muy frecuente ver en las calles multitud de animales, desde burros,
perros, gatos, vacas, cerdos, y aprovechando la mención de cerdos, un grupo de
chiquillos que en ese tiempo se llamaban pandillas nos reuníamos en los
alrededores del mercado para hacer travesuras, y en una ocasión, a instancias
de mis facinerosos amigos y ante la insistencia de ellos, me atreví a “montar”
una puerca, por cierto muy delgada y grande, y agarrándola firmemente de las
orejas salí disparado en una loca carrera sin rumbo fijo con los chillidos
estridentes del pobre animal que llamaban la atención de todos los transeúntes
en tan temprana hora (serían las 7 de la mañana) mi carrera no llego muy lejos
pues ante mis ojos atónitos, el noble animal ¡se desplomo muerto!
Nervioso y al
mismo tiempo ufanado de mi breve “hazaña,” me retiré junto con la compañía de
mis amiguitos a mi casa. No tardó mucho en
llegar el dueño del animal quien llevaba terciado en el cuello el cadáver del
porcino, el cual me había dado tan efímera fama de osado jinete.
Cansado, aventó aquel animal muerto en el vestíbulo de la sala de espera de mi
Papa pidiendo que saliera.
Mi Papá,
incrédulo, escuchó la versión del afectado el cual le decía: ¡Doctor, esta es la
puerca de mi propiedad que su hijo me mató! ¡Le suplico que me
la pague! Cosa que mi Papá hizo de inmediato.
Obvio es decir
que después de esto hubo un regaño moderado de parte de mi padre, y recuerdo
muy bien que durante 4 a 5 días tanto los vecinos como mi familia comimos carne
de puerco.
No olvidaré los
días de asueto que aprovechábamos al máximo en los alrededores del pueblo, y
recuerdo en este momento la cacería que hacíamos en un camino que llevaba a un
poblado cercano a Acaponeta, se llama San José de Gracia, y prácticamente era
un callejón de herradura rodeado de majestuosos cedros donde interrumpíamos la
vida apacible de grandes iguanas las cuales contemplaban el paso del tiempo,
ajenas a toda especulación ontológica que a nosotros nos parecían
inalcanzables.
Por ese rumbo
vivía un amigo, se llamaba Zenón, y tenia un perro de raza indefinida al cual
conocíamos con el apodo de “Chiquilín” en contraposición con su tamaño pues era
un perro de bastante envergadura.
Con Zenón y su
amaestrado perro llegamos a cazar varios conejos los cuales correteábamos en
terreno irregular, y si, por acaso, en su loca carrera por huir de la horda de
muchachos se escondían o se metían en sus cuevas, no por eso dejamos de
sacarlos con la ayuda del famoso perro Chiquilín. Y los que no alcanzaban a
esconderse morían prácticamente en la carrera que les imponíamos en campo
traviesa.
¡Que tiempos!
De ahí seguíamos
a un arroyo cerca de donde corríamos como galgos, lugar donde nos dábamos un
chapuzón de Padre y Señor Mío.
En ese arroyo
llamado de la Viejita (decían que se aparecía una señora de edad provecta)
pescábamos pequeñas mojarras, y no me pregunten como, pero ahí mismo las
asábamos a fuego lento y nos las comíamos con gran delectación.
Como era muy
afecto en ese entonces a las artes cinegéticas, no perdonaba --y me da pena
ahora reconocerlo-- la mortandad de pichones que hacía, los cuales anidaban o
vivían en el único cine que había en la localidad, el cual tenia una techumbre
muy alta, a dos aguas, y unas canaletas de gran capacidad para el desagüe en
tiempo de lluvia, que hacia la delicia de nosotros recibir aquel gran chorro
de agua desde una altura bastante considerable.
Decía que no
perdonaba el quitarles la vida a dichos pichones los cuales caían muertos o
heridos en casa de nuestro querido vecino el Dr. Osuna y su mamá (con justa
razón) se quejaba del acto que hacíamos con esos pobres animales.
“Accidentalmente”
en una tarde que no sé de dónde traía en mi poder un gran cohete, que lo
reconozco me daba miedo encenderlo y elevarlo hacia el cielo, cual oración de
un joven imberbe, lo que se me ocurrió fue ponerlo en el caño que comunicaba la
casa del Doctor con la calle y así encenderlo. Ustedes ya se imaginaran el gran
estruendo que produjo tamaño artefacto DENTRO de la casa, que recuerda la
familia del médico Osuna y en especial su querida mamá Dña. Clementina que se cimbró la
casa.
No me consta,
pero me llegaron rumores de que dicha dama por cierto muy piadosa, fue con el
Sr. Cura. J. Jesús Valencia, párroco de feliz memoria, con la súplica de que se
hiciera un novenario de misas (que ella costearía) para “que se cambiaran los
Algarín”. Aclaro que los que se mudaron fueron ellos.
El tiempo de
lluvias venía a calmar el intenso calor que sufríamos estoicamente, y como
recuerdo que a las primeras lluvias “brotaban” no sé de dónde, cientos de sapos
de descomunal tamaño, y ni esos pobres animalitos se nos escapaban de las
travesuras que les hacíamos.
Y perdonen mi
franqueza pero voy a contarles la mas apreciada por un corro de amiguitos que
comandaba el que escribe...
Se trataba de
cazar un pequeño escarabajo, insecto llamado mayate y pegarle en el dorso del
cuerpo una pequeña piedrecilla llamada carburo (se utilizaba mucho este
mineral por los mineros, pues en aquel tiempo era frecuente que usaran una
lámpara a base de este elemento, la cual cerraban herméticamente después de añadirle
agua, y producía una intensa flama azul-blanquecina) esto es un hidrocarburo
altamente explosivo.
Una vez preparado
así este inocente animalito, se ponía al alcance de un gigantesco sapo, el cual
a los pocos segundo se lo engullía (por cierto, extendía una larga lengua y se
lo tragaba al enrollarse esta).
La reacción química no se hacia
esperar, pues dicho batracio empezaba a casi duplicar su volumen por la
producción del gas que se formaba al contacto de sus jugos digestivos, ricos en
agua y ácidos, y empezaba a secretar una especie de sustancia lechosa a través
de su gruesa piel.
EL TREN
Por supuesto que
el suplicio no acababa ahí, pues era el inicio de apenas el experimento en el
cual trasformábamos un simple sapo, en un pequeño dragón al acercarle cada que
eructaba una fuente de fuego que ya teníamos preparada...Era impresionante la
cantidad de flama y la distancia hasta donde llegaba ¡Pobres sapos...!
Los habitantes de
Acaponeta nos sentíamos orgullosos de la estación del ferrocarril, una construcción
de tipo Californiano de dos aguas hecha en su mayor parte de madera y donde
llegaba un tren arrastrados por una maquina de vapor, y donde había un gran
tanque de agua, de más de 35,000 litros de capacidad del cual se surtía la gran
maquina que arrastraba más de 60 carros de carga, y la “corrida” de pasajeros,
eran de uno cuantos carros, sin faltar un sección que se llamaba “Pullman”
donde había un servicio realmente de primera.
La llegada del
tren era motivo para que gran numero de personas nos diéramos cita en la
estación pues se hacia una romería para dar la bienvenida y despedir a nuestros
conocidos y no conocidos.
Se vendían
antojitos, sopes de pollo, de nopales, de carnitas, tejuino, tamales y
pequeñas macetas con la planta de Gardenias, las cuales nos regalaban su
exquisito olor, perfumando toda el área de llegada.
Cada tercer día
llegaba procedente del puerto de Mazatlán un vagón que era impulsado por un
gran motor de combustible Diesel, al cual llamábamos “AUTOVIA” con capacidad
para 60 pasajeros, y hacía el trayecto en menos de tres horas a una velocidad
que en aquel tiempo era de locura.
Al llegar a
Acaponeta había una plataforma en la cual por medio de una “espuela”, se
aislaba este gran vagón en los rieles especialmente adaptados para darle un
gran giro de 180 grados. Donde quedaba listo para su retorno.
Ahí era donde entrábamos en acción una
turba de chiquillos para hacer girar sobre la plataforma aquel monstruo de
acero quedando así en la posición adecuada para su regreso a Mazatlán. El
premio, subir al vagón aquel para que el “Porter” (generalmente un negro de
impresionante estatura) nos obsequiara un vaso de agua fresca.
Desgraciadamente,
uno de mis amigos perdió una pierna al ser atrapada entre un riel y otro al
hacer girar aquella descomunal plataforma.
(Continuará...)
(Continuará...)
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