Por: José
Ricardo Morales y Sánchez Hidalgo
Para fortuna nuestra, en Acaponeta, amigos que me leen, contamos con los sabrosos y tradicionales
churros de Min, en el mercado municipal, hoy es una tradición familiar que
parte del patriarca de la familia el famoso y siempre bien recordado Benjamín
Mayorquín. Por la tarde del día lunes, pasé por el Mercado “Ramón Corona” y
pedí algunos churros para compartir con la familia. Es en verdad un placer y un
privilegio saborear esas deliciosas golosinas, una muestra más de la rica
panadería mexicana.
Ayer martes por la noche, y confieso que
muchas veces lo hago, fui a la tienda de la esquina a comprar algo para cenar.
Uno de mis hijos, me pidió un par de esos pastelitos de la avechucha que luego
dice “Recuérdame” y en verdad me sorprendí por lo caro del panecillo. Ya que un
pan común y prosaico como lo conocemos cuesta 3.50 y el blanco tres pesos y uno
de estos, envueltos de manera atractiva siete pesos. Sin embargo, lo que me
vino a la mente, luego de escuchar el precio, fue recordar la variedad de panes
que tenemos en las panaderías tradicionales, lo único malo es que luego veo
como van reduciendo su tamaño, casi proporcional al aumento del precio, lo cual
no debiera ser. Todos esos panes mucho más sabrosos y elaborados, la mayoría de
ellos de manera artesanal y en un ámbito familiar.
La panadería mexicana, otra pequeña industria
familiar que se ve en la penosa necesidad de competir con los grandes
corporativos, se ve fuerte y vigorosa y no corre el riesgo de extinguirse como
otros tantos oficios tradicionales que hoy ya no se ven como las tenerías, las
carpinterías de la vieja escuela o las talabarterías. La panadería sigue siendo
un patrimonio de todos los mexicanos, definiendo el
vocablo que viene del latín patrimonium,
que era el término que utilizaban los antiguos romanos para referirse a los
bienes que heredan los hijos de sus padres y abuelos; de hecho la Real Academia
Española la define como “Hacienda que alguien ha heredado de sus ascendientes”
o conjunto de bienes propios adquiridos por cualquier título. Es decir, hemos
recibido el sabrosísimo legado de la panadería que tiene una
imaginación que sorprende por sus formas, sabores, colores y aromas, que nos
recuerdan que no debemos permitir que esta industria casera, muy mexicana muera
a manos de los panecillos como los que adquirí la noche de ayer.
“Birote, bolillo, telera, pambazo y pa´fuera”,
cantaban los juegos infantiles de un ayer de donde surgieron piezas para nunca
olvidar como los “cocoles”, los “cañones”, los “ojos de Pola”, que son mis
favoritos, los “huesos”, las populares y muy solicitadas “conchas”, los “yoyos”,
las “orejas”, las “magdalenas”, los “bollitos” de mantequilla, los “borrachos”,
las “hojaldras”, los “ojos de buey”, las “chilindrinas”, los “moños” y los “polvorones”,
que llenaban las bolsas de papel por cierto, que no contaminaban la tierra por
décadas como hoy hacen los impersonales envoltorios de plástico y celofán.
Hasta los gringos han logrado hacer suyas las
donas e inspirados en la variedad mexicana, las hornean de mil modos y sabores,
aunque ellos las llaman “donuts”
Hemos hecho de los panes todo un simbolismo y
un ritual, del cual no debemos dejar que nos despojen las marcas en bolsitas con
curiosos y atrayentes monitos coloridos que llaman la atención de los
chiquillos. Desgraciadamente ya era tarde para irme a una panadería, dejando a
los pastelillos de fama, por unos populares “caracoles”, “ladrillos”, “volcanes”
o “trenzas”.
Pensemos en las fiestas a lo largo del año
tan ricas en tradiciones y casi todas con algún pan distintivo. Prácticamente
abrimos el año con la rosca de reyes y aparecerán tarde o temprano el pan de
muerto, el rico pastel de cumpleaños que hacen las damas de cualquier lugar del
país, también de amplia variedad como los pasteles de tres leches, los panes de
elote, las mantecadas de rompope y pays de mil tipos, rellenos y formas.
La geografía festiva del país, se llena de
panes según la ocasión y el lugar, como en el altiplano central, que tienen en
su nómina el famoso pan de pulque, que lleva entre sus ingredientes esta
ancestral bebida de la cual decían los viejos que era el rico “tlachicotol”,
elíxir de los reyes aztecas y filete de los pobres. Las “semas” de Puebla, un
reto para la dentadura, y de ahí mismo los “tlacotonales” que es un pan
redondeado en forma de muñeco, o bien las “regañadas”, espolvoreadas con azúcar
de Oaxaca, sin faltar las empanadas de muchísimos lugares de esta rica nación o
las gorditas de cuajada de la época porfiriana. Más de las fiestas populares
como las gorditas de maíz el Día de la Guadalupana, cocidas en comal sobre un
anafre de carbón que las ofertan envueltas en papel de china, o las deliciosas
galletas de las abuelas en Navidad, algo para recordar hasta en el último día
nuestro en la Tierra.
Hay más para el cafecito Amigos, los “alamares”,
las “almejas”, cuernos sencillos o rellenos de algo, “condes”, “amores”, las “campechanas”
tan crujientes, “cajones”, “bonetes”, “chalupas”, “barritas”, “corbatas”, “cartuchos”
y no caes en el albur si llegas a una tradicional panadería del centro del país
y pides que te quiten los “calzones” y te arrimen las “banderillas”, junto a
las “puchas” y los “picones”.
Como digo es una muestra artesanal nuestra
panadería y ya registra algunas bajas, como el pan “Ante”, que se hacía por acá
en el norte de Nayarit y la ofrecían en unos comalitos de barro, coronados con
una banderita de papel de china, mismos que han pasado a mejor vida. No dejemos
que eso vuelva a suceder, rescatemos y apoyemos a los panaderos que aún
existen. Por lo pronto como dice un famoso por ahí: ¡Quiero mi cocol!
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