El Acaponeta de ayer |
Por: José Algarín González (Segunda parte)
PRIMERAS LETRAS...
Me las enseñó mi “Nina” (hermana de mi Madre) quien escasamente sabía
leer, sin embargo con buena voluntad y paciencia de ella aprendí a deletrear
mis primeras sílabas.
Me llevaron a una “Escuelita Parroquial” atendida por la "Seño" María
Luisa a escasos 200 metros de la Escuela Oficial; ahí aprendí por el antiguo
método del silabario a leer más o menos de buena manera, eso, y el Catecismo
del Padre Ripalda eran la rutina diaria.
Estuvimos ahí mi hermana Tere, Héctor mi hermano y yo, escasamente un
año. Y para entrar a la escuela “oficial” de Gobierno recuerdo que me hicieron
una pequeña prueba misma que superé sin dificultad alguna, automáticamente me
colocaron en tercer año. Ahí conocí a mis amigos y compañeros de salón mismos
que todavía conservo su amistad. De los más cercanos (y más vagos) se me vienen
a la mente: Héctor Gamboa, Agustín Zamorano, Rafael Díaz Mayorquín, Danilo
Alduenda, Armando León Cortés, Carlos Mayorquín, Andrade, Alaniz, José Ángel
López, Rafael Moreno, Pablo Alarcón, David Aftimos q.e.p.d., Honorato Meza, Rafael Sánchez y muchos más.
Don José B. Algarín G. |
Por cierto, éramos un grupo sumamente heterogéneo, de diferentes edades
y estaturas, eso sí, muy unidos, y en ese año si mal no recuerdo tuvimos mas de
tres maestros pues no podían con nosotros.
Teníamos a una Directora muy competente la "Seño" Carolina Kelso, y como
maestra titular a la profesora Consuelo León, hermana de nuestro compañero
Armando, ella fue promovida a otro grupo, y llegó un profesor llamado Veremundo
quien trató de imponerse a golpes, patadas y amenazas, por lo que de inmediato
uno de nuestros compañeros, el más alto del grupo, lo agarró por la camisa y
sin ninguna dificultad lo levantó poniendo en claro que nuevos vientos en la
educación corrían ya.
En una tarde veraniega y en plena
canícula, mandaron llamar a la que entonces estaba en turno, una maestra llamada
Benita, y ella sin pensarlo mucho se apoyó en su breve ausencia para que nos
“cuidara” nada menos que a mi hermana Tere, quien de una manera harto cortés se
presentó ante el grupo y empezó a contarnos cuentos, y como dominaba el arte de
la declamación se dispuso a recitarnos unas composiciones alusivas a la patria,
al amor, etc. Ante la rechifla de mis
compañeros y mía optó por mejor “poner lagrimas de por medio” y se declaró
incompetente para guardar el orden ante el beneplácito de todo el grupo...
Llegó entonces un joven maestro recién graduado, que de inmediato se
identificó con nosotros, y preguntando quien era el más valiente de la clase, lo retó para darse un “agarre”,
obvio es decir que sobraron candidatos pues se veía de constitución delgada y
de mediana estatura, se aproximó Alaniz, el mas alto del grupo y le dijo: Yo
mero soy Maestro, ¿en qué lo puedo servir?
El maestro de nombre José Trinidad Alcántar Maldonado lo invitó al patio
para ahí, de manera sorpresiva para todos y más para él, lo hizo dar varias
volteretas y conminándolo cada vez a que
se levantara y siguiera la pelea, el maestro ni siquiera se despeinó, y
nosotros vimos con estupefacción como
nuestro adalid mordía una y otra vez el polvo.
Al darse por vencido y después de estrechar su mano y darle las gracias,
el Maestro invitaba a algún otro a la lucha... Invitación que ninguno de
nosotros aceptó.
Desde entonces no hubo ningún problema en el difícil arte del binomio
enseñanza-aprendizaje entre el maestro y aquel aguerrido grupo.
Dicho profesor acababa de terminar un entrenamiento especial en el
ejército, y era experto en Jiu-Jitsu, técnica de moda pues estaba finalizando la segunda guerra mundial, estoy
hablando de 1945.
Nos hicimos tan amigos de él, que
con mucha frecuencia nos íbamos al salir de clases a bañar al río que nos
quedaba relativamente cerca de la escuela y estando ahí, pues...pues...nos
acompañaba a “incautar” unas cuantas sandias, ¡riquísimas! que se producían en
la orilla opuesta con un magnifico sabor y con la mirada furibunda del dueño de
la huerta.
Las “pintas” que yo hacia en esa época –quinto de primaria- tenía que
ver con una magnifica amistad que yo
tenía con un cohetero, que año con año en Navidad mi padre contrataba para
mandarle hacer un “castillo” de mediano tamaño, y que con previo permiso de la
Presidencia Municipal se permitía ponerlo en las calles de Allende y Veracruz,
precisamente enfrente de mi casa paterna, y en las fiestas de Navidad este era
un espectáculo gratuito para “todo el mundo.”
En las épocas Pre-navideñas, mi Papá usaba toda la sala para hacer un
gigantesco Nacimiento, una verdadera obra de arte pues mandaba hacer un especie de tablado donde
poníamos con mucho cuidado y bajo su supervisión el pesebre, la Virgen, San José, y todos los animalitos
correspondientes a tan fausto acontecimiento. Se le añadía una pequeña bomba
escondida atrás que impelaba el agua hasta producir una especie de río, con su
cascada y un lago en la parte más declive, con los animales propios de ese
medio lacustre. Esto adornado con una
profusión de foquitos, todas las tardes, hasta muy entrada la noche dejaba mi
papá los dos ventanales abiertos para que las personas de cualquier condición
social pudieran ver ese magno Nacimiento.
MI AMIGO, EL COHETERO
Bueno. Pues mis faltas a la escuela era a su casa-taller donde el me
enseñaba a hacer pólvora y artefactos afines, (cohetes, mechas, etc.)
Una vez, que por cierto nos tocaba a los primeros de la lista, hacer el
aseo del aula que se acababa de dividir
por medio de una barda, más simbólica que resistente, y a mi me tocaba llevar
la llave para entrar al salón. Llave que me había llevado por olvido a mi “clase”
de pirotecnia, desgraciadamente al no poder abrir el salón un compañero mío
trató de brincarse para abrir por dentro y se vino la barda abajo llevándose en
su caída a mi compañero fracturándose el brazo izquierdo.
Cuándo llegué a mi casa mi padre, ya enterado del desaguisado, me
preguntó, ¿Como te fue?... ¿Que
aprendiste?.... Y yo como si nada le contesté, pues la Biografía de Simón
Bolívar. Y empecé a recitarle la tarea del día anterior... y... ¿Qué más?...Me
preguntaba... y yo, pues le seguía diciendo esto y aquello... Me paró mi
perorata de una manera harto elocuente al enseñarme unas notas de gastos del
Dr. Chan donde se incluía: unas radiografías, guata, vendas, vendas de yeso y
atención médica de mi compañero que hacia unas horas se había fracturado un
brazo al tratar de abrir el salón. Ya se imaginaran cómo me fue...
Se me olvida decirle que el cohetero, mi amigo, le llamaban el “Chango”
y de verdad hacia honor a su apodo por
su parecido con estos primates.
Recuerdo que mi primer cohete hecho a mano completamente por mi, fue
encendido por mi querido maestro Trinidad Alcántar Maldonado, y me imagino que
ante la mirada incrédula (de que no funcionara) de todos mis compañeros de aula y la del mismo profesor se
atrevió a encenderlo ¡en medio del salón de clases!...Con muy buen resultado
pues destapó dos o tres tejas del techo
del salón, del aula anexa y fuera del patio central de la gloriosa Escuela Gral.
Ignacio Zaragoza.
A propósito de pirotecnia, recuerdo que mi papá era dueño de una Joyería
pomposamente llamada “La Imperial”, que con mucho esfuerzo había apenas
inaugurado, y al acercarse la temporada navideña se le ocurrió hacer un pedido
de fuegos pirotécnicos a la Ciudad de México: (escupidores, pequeños cohetes,
silbadores, buscapiés y un sinfín de artículos de pólvora) Los cuales estaba
depositando en el cristal de un mueble que le servia de aparador de las joyas,
me imagino que checando la lista del pedido con lo que estaba recibiendo.
El caso es que estando yo en la Escuela, como a las 11 de la mañana, me
fueron a avisar que la Joyería se había quemado con mi papá adentro, ya se
imaginaran como salí corriendo a ver que es lo que había ocurrido. Cuando
llegué estaba una multitud de curiosos viendo un espectáculo en plena mañana de
una serie de bolas de humo, y llamas, que salían de la mentada Joyería, y mi
papá, afuera viendo también como se le
quemada su inversión, tanto de la Joyería como de su total perdida de su
pedido de fuegos pirotécnicos, al llegar yo desaforado, le pregunté que cómo
estaba, y lo vi bien, salvo un olor penetrante a pólvora, las cejas
chamuscadas, parcialmente quemadas las mangas de la camisa y ahumados sus
lentes, pero su respuesta fue: Que
estaba bien y que había “calado” un artefacto de pólvora sobre el mostrador y
que se había encendido todo aquello, y
“satisfecho”, me comentó...todo salió bien...¡¡todo encendió!!
¡Nada falló!
Los pleitos entre estudiantes eran escasos y generalmente era todo un
protocolo, pues en primer lugar todo el mundo sabía que fulano y zutano se
“verían” a la salida de clases, y nos íbamos una buena cantidad de alumnos a
ver dicha pelea que se iniciaba con porras a cada lado de sus respectivos
favoritos.
En ocasiones no había pelea, pues de común acuerdo se pedían disculpas y de ahí no
pasaba, nos retirábamos todos haciendo
suposiciones de que fulano le ganaba a zutano...Generalmente esta retirada
honrosa iba precedida por los dos posibles contendientes abrazados y platicando
de...cosas de la vida.
En otras ocasiones era en serio,
y el código de honor era pintar una raya en el suelo y retar al enemigo a que
la pisara, y si esto ocurría se iniciaba la feroz pelea, que al terminar salía
cada uno de los gladiadores con un
morete en la cara o un chichón en la
cabeza.
En otros enfrentamientos un tercero ponía su mano entre los dos
contendientes exhortándoles a que la escupieran... y sacar rápidamente la mano
para que el salivazo llegara al rostro del
otro contendiente, esto era más que suficiente para que la lucha
empezara. Estos pleitos eran siempre a “primera sangre”, esto es, al primer contendiente que
presentara aun cuando fuera una mínima efusión de sangre se daba por terminada
la pelea. Y posteriormente se daban la mano, y... ¡aquí no ha pasado nada!
Por dos ocasiones mis padres tuvieron la peregrina idea de que yo
estudiara piano con una maestra muy famosa Dña. Agapita Jordán, la cual de
manera muy reticente no me quería aceptar como alumno y ante la insistencia de
mis padres me designó una hora, de 2 a 3 p.m. Misma en la cual ella tomaba sus
alimentos, y ahí me tienen, golpeando de manera poco adecuada las teclas de un
vetusto piano, y después de tres a cuatro semanas me habló con toda la
franqueza de que era capaz para
comunicarme que, de una manera harto firme
les dijera a mis progenitores que de ninguna manera era yo un buen
candidato para estudiar piano y que lo sentía mucho...
La otra ocasión fue invitado a la casa paterna un profesor de apellido
Fonseca a que me iniciara en el difícil arte de tocar el violín, y a pesar de
poner todo lo que estaba de mi parte no lograba dar “pie con cuerdas”.
Nunca más insistieron mis padres en el bello arte de Terpsícore (musa de
la música) de inducirme a tomar ninguna otra clase.
Me acuerdo con nostalgia, cuando las familias nos reuníamos al anochecer
y después de haber cenado, que ya de por sí era todo un acontecimiento, pues
estábamos todos reunidos alrededor de la mesa generalmente platicando sobre
diversos temas, y tanto mi Papá como mi Mamá llevaban la charla sobre la vida,
la conducta humana, los acontecimientos del día, los tópicos de actualidad, los
acontecimientos de cada uno de nosotros y no faltaba la frase chusca de mi
Padre o de algunos de mis hermanos.
Y luego, como
colofón, venia el consejo sabio, oportuno, fruto de la experiencia en la vida
de mis progenitores.
Tenia mi papá, un radio, que en aquel tiempo debía ser muy bueno, pues
era un radio marca Zenith, de “bulbos” que tardaba unos minutos en “calentarse”
para luego, después de unos ruidos muy raros, mi Papá trataba de sintonizar una
de las dos estaciones de radio que por aquella época se escuchaban, no cabe
duda de que el radio era un excelente vínculo de conversación.
Había programas de antología, como la voz cálida y apasionada de Manuel
Bernal “El Declamador de América”, de
humor como el del Panzón Panseco. De misterio, como aquel que se intitulaba
“Apaga la luz y escucha”. El del DR. I.Q....” ¿Abajo a mi derecha?... Aquí
tenemos una dama Doctor” El de Ricardo
Lacroix... dispara Margot. El de la Hora
Nacional, el de las noticias, que, aquí haré un paréntesis para relatar la
venida de un hermano de mi Padre, el tío Luís, quien vivía en Chicago, Illinois
en el vecino país del norte con toda su familia, Blanca, Estela, Gladis,
Esperanza, Gilberto, Luis Arturo, Carol
y Roberto, y por supuesto mi tía, la tía Tere.
Acababa de terminar la segunda guerra mundial y Luis Arturo había estado
en el frente de guerra en él Pacifico Sur, y tenía una especie de “psicosis” de
guerra, el caso es que acababan de estar con nosotros en Acaponeta y se
encontraban en la Ciudad de México, y al escuchar la radio en las noticias se informaba al publico el
extravío de mi primo Luís Arturo quien duro varias horas para ser localizado.
Y por supuesto el programa más escuchado era el musical, con Pepe Guízar, Agustín Lara, y los pininos de Jorge
Negrete, las orquestas de Manuel Esperón, de Cortazar, Guty Cárdenas, Chucho
Monje, la orquesta de Juan S. Garrido, las grandes bandas, la de Luis Arcaraz,
las voces de Consuelito Velásquez, de Mario Luis Armengol, y tantos más.
Este encuentro era un ágora donde todos nos reuníamos y donde
comentábamos el acontecer de esos ayeres.
Y en el cine como ya deje
aclarado teníamos “pase permanente” por la amistad con el Sr. Federico R.
Corona con mi padre.
Como olvidar las series de Flash Gordon, antecedentes de lo que hoy es
una realidad con los viajes interplanetarios.
Las películas del Oeste Americano con un actor ya de edad que se llamaba
Hopalong Cassidy, que usaba un sombrero negro de ala ancha.
Las películas de Tarzán "El Hombre Mono", con Jane su compañera, y Boy, su
único hijo, y las travesuras incomparables de Chita, un mono, ¿o mona? Protagonizadas por nada menos que un campeón
doblemente olímpico en nado libre, Johnny
Weismuller, quien por cierto en su retiro escogió el puerto de Acapulco
para terminar sus días, y platicando con uno de los viejos clavadistas del
puerto, iniciadores del “vuelo al espacio”, el clavado que hizo famoso
internacionalmente a Acapulco en la Quebrada, me comentaba que nunca se animó a
saltar, habiendo hecho varios intentos
pero nunca lo logró. Murió plácidamente en dicho puerto. Su grito era
característico de él, supongo, y aclaro que es un suponer, que dicho grito fue
un error de Jane su compañera quien lo acompañaba en sus múltiples viajes a
través de lianas en la selva y alguna vez, pues creo que no se agarro bien de
la liana, y ya en pleno vuelo pues... al sentir que se caía se agarró de lo que
pudo y para mi ese es el origen de dicho grito... ¡se los dejo a su imaginación!
El Llanero Solitario, que no era tan solitario, pues si mal no recuerdo
siempre lo acompañaba un indio llamado “Toro” y su caballo de nombre
“Silver”... Nunca se me olvidara el grito de acción de este personaje... ¡Ayyyoooo Silverrrrrr!
Randolf Scott, personaje muy serio que trabajaba muy bien en esas
famosas películas del oeste.
En las cintas de miedo los
protagonistas que más trabajaron en esa área, por cierto muy bien, eran Bela
Lugosi, Lon Chaney con aquellas películas del Hombre Lobo.
En las románticas
eran Errol Flyn, Maureen O’Hara, Douglas Fairbanks, y muchos más.
Shirley Temple, Elizabeth Taylor.
Cantante de opera Enrico Carusso y Mario Lanza.
Y en las películas cómicas estaban en primer plano Stan Laurel y Oliver
Hardy, ¿qué quienes eran? Pues nada menos que El Gordo y El Flaco. Y los tres
chiflados.
Y una patinadora, campeona
olímpica, por cierto de Suecia Sonja Heni.
La familia Barrymore, que fué toda una generación de grandes actores.
Judy Garland, y otros más. Aquí en México, teníamos nuestro Charro Negro,
con varias versiones. La serie “Las calaveras del terror” etc. ¡Que tiempos!
(Continuará...)
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