Por Juan Fregoso
si hay un nombre tan polémico aún en pleno siglo XXI, este es, indudablemente, el de Nicolás Maquiavelo, para muchos un gran estratega político. Para otros, un hombre perverso, inmoral, marrullero, pero pocos reparan en la profundidad de su pensamiento que quedó plasmado en su obra cumbre: "El Príncipe", considerado como el libro de cabecera de los políticos de ayer y de los de ahora, que encuentran en esta obra una especie de arma para vencer a sus adversarios políticos. Maquiavelo es amado por unos y odiado por otros, satanizado hasta el exceso, tal y como lo describió en breves líneas el Cardenal Pole en 1534: “Las obras de Maquiavelo -escribió el Cardenal- están escritas con el dedo del diablo”. Como quiera que haya sido, Nicolás Maquiavelo, bueno o malo, logró trascender hasta nuestros tiempos, tanto que la agudeza de su pensamiento sigue rigiendo la vida política de todos los países, lo admitamos o no.
A Nicolás Maquiavelo le han endosado adjetivos muchos peores que el de marrullero. A partir de su fallecimiento, ocurrido hace más de cuatro siglos y medio, las normas de gobierno fijadas por este escritor y estadista italiano se han considerado con frecuencia como un manual para la agresión y la dictadura. Thomas Jeffersson tenía el nombre de Maquiavelo como sinónimo de astucia vil, malvada y cobarde. Tan conturbado quedó Federico “El Grande” de Prusia por los escritos de Maquiavelo que escribió un libro refutándolos. Durante mucho tiempo, los ingleses creyeron que el nombre de pila de Maquiavelo, Niccolò, o Nicolás, había dado origen al nombre de “Old Nick” con el que designan al diablo. Tan ingrata reputación se debe más que nada a la obra más conocida de Maquiavelo: "El Príncipe", un pequeño volumen que se publicó por primera vez a los cinco años de la muerte de su autor y que desde entonces se ha traducido prácticamente a todos los idiomas conocidos. De él entresacamos estos pasajes, típicamente “maquiavélicos”: “Hay dos métodos de combatir: el uno por medio de la ley; el otro, por la fuerza. El primero es propio del hombre; el segundo, de las bestias. Mas como el primero de estos métodos resulta a menudo insuficiente, tenemos que recurrir al segundo”. O bien: “El gobernante discreto debe abstenerse de cumplir lo prometido, si cumplirlo va contra sus propios intereses”. Pero, ¿justifican esos preceptos, considerados independientemente de su contexto, que se tenga al autor por hombre completamente cínico? Al pasar revista a su dramática existencia y a su copiosa obra literaria, los historiadores modernos ya no tratan de denigrar ni de exaltar a Maquiavelo. Lo consideran como uno de los personajes más relevantes de su época, el primero que analizó las reglas del moderno arte de gobernar y que describió con brillantez la política de las potencias, tal como se practica en la actualidad, con ligeros cambios. La pasión que movía a Maquiavelo era una absoluta entrega a su patria, a la que “amaba más que a su propia alma”. Y debemos considerar su genio contra el sombrío fondo de su “Italia”, que entonces era apenas una mezcolanza de estados que reñían entre sí y cuyas mezquinas envidias habían hecho de la hermosa península el campo de juego de las grandes naciones: Francia, España y Alemania. La ciudad de Florencia, por los días en que en ella vio la luz Nicolás Maquiavelo, en 1469, era un Estado independiente gobernado por la acaudalada familia de los Médicis con poder absoluto. Florencia arrojó de su seno a los Médicis cuando Maquiavelo tenía 25 años de edad, y cuatro años más tarde las autoridades de lo que se había convertido en república soberana lo designaron Segundo Canciller. Atravesando con animación los dorados corredores del Palazzo Vecchio de la ilustre ciudad y discutiendo los más graves problemas con los regidores de la población, debidamente elegidos, no tardó Maquiavelo en darse a conocer como pensador sin trabas, cuya aguda inteligencia era capaz de penetrar hasta el fondo del asunto más complejo. Las cuestiones sometidas a la consideración de Maquiavelo comprendían lo mismo la política exterior que la interior. Por tanto, este burócrata, mal pagado, aparecía muchas veces a caballo, galopando a través de ardorosas llanuras y por los ásperos y nevados Apeninos, en cumplimiento de alguna misión diplomática. Falto de fortuna y de relaciones familiares, no podría aspirar jamás al cargo de “embajador”. No obstante, la República de Florencia a menudo se jugaba su suerte siguiendo consejos de Maquiavelo. No sin orgullo, él se hacía llamar “Niccolò Macchiavelo, Secretario de Florencia”. Una de sus primeras comisiones lo llevó ante el rey Luis XII de Francia, que, como aliado de la República, había enviado a los florentinos un ejército de mercenarios, el cual se había amotinado y ahora quería que le pagaran los servicios que no llegó a prestar. La más memorable de las misiones cumplidas por el secretario de Florencia fue la que desempeñó durante un invierno pasado en compañía del duque César Borgia, el sanguinario y rijoso aventurero que entonces se dedicaba activamente a hacerse de un Estado en la Italia central y que más tarde parece haber servido de “modelo” al florentino para "El Príncipe". Hijo ilegítimo del papa Alejandro VI, el joven César entró en acción cerca de Florencia. Y como la República deseaba conocer sus intenciones, Maquiavelo se apresuró a dirigirse al campamento de César Borgia. Lo único que Florencia quería, le explicó Maquiavelo, era mantener una estricta neutralidad. El Duque, sin embargo, buscaba celebrar una “alianza”, o a falta de ésta, obtener una buena cantidad de oro. En el curso de prolongado y tenso combate de ingenios que se suscitó, y mientras Maquiavelo seguía a César Borgia de una a otra de las poblaciones que el Duque iba tomando, los dos hombres, de carácter tan opuesto, se cobraron mutua simpatía. El Duque gustaba del ingenio desplegado por su visitante, y Maquiavelo, a su vez, se sentía fascinado por los grandes planes de su anfitrión y los métodos que empleaba para consolidar sus dominios. Con el tiempo los planes de Maquiavelo tuvieron éxito: Florencia no llegó nunca a pagar la cantidad exigida por César Borgia, y antes de que el Duque pudiera atacar a la República, murió su padre, el Papa, y así el malhabido imperio del joven César se vino a tierra. Maquiavelo cumplió en total unas treinta misiones diplomáticas de gran importancia y muchas otras de menor envergadura. Estuvo en Francia en cuatro ocasiones: recorrió Suiza y el Tirol; incluso visitó Mónaco para celebrar negociaciones con el príncipe reinante. Iba y venía con tanta celeridad que a veces sus superiores se limitaban a dirigirle las cartas que le enviaban “a donde demonios se encuentre”. Las instrucciones que le daban eran estudiadamente vagas. “Contentaos con observar lo que ocurra e informadnos a menudo”, o bien: “Además de hacernos relación de los hechos, dadnos vuestra opinión”. Su natural curiosidad hacía de Maquiavelo el espía ideal, y por lo general, los juicios que formulaba resultaban extraordinariamente acertados. En el desempeño de una comisión, era todo ojos y oídos. Por ejemplo, no vacilaba en pararse a la vera de un camino para contar las mulas de carga de algún ejército enemigo. Y era capaz de abordar a cualquier personaje. Cuando Nicolás Maquiavelo contaba con 44 años, su situación dio un cambio inesperado. El Nuevo papa Julio II, apoyado por sus aliados los españoles, amenazó con atacar a la República a menos que se permitiera regresar del exilio a sus amigos los Médicis. Los florentinos, duramente acosados, accedieron a ello, y los Médicis ejercieron nuevamente el poder absoluto que el pueblo les había arrebatado dieciocho años atrás. Los más ardientes republicanos, Maquiavelo entre ellos, fueron eliminados de la administración pública. Se arrestó a gran número de ciudadanos, acusados de conspirar contra la familia reinante. Al mismo tiempo a Maquiavelo lo encerraron en una mazmorra; le dieron tormento en el potro y lo mantuvieron prisionero durante tres semanas. Por fin, en marzo de 1513, como resultado de una amnistía, se vaciaron las cárceles, y Maquiavelo quedó otra vez en libertad. Pero, falto de ocupación, se desesperaba. “La fortuna ha dispuesto que, no sabiendo nada de fabricación de la seda ni del negocio de lanas, como tampoco de ganancias o pérdidas”, escribía, “deba yo hablar de política, y, a menos que haga voto de silencio, hablaré de ella”. Contando con una herencia, Maquiavelo se estableció con su familia en una casita de piedra (que aún se conserva, como propiedad de los descendientes del florentino) situada en la vieja hacienda de la familia Macchiavelli, a unos once kilómetros al sur de Florencia. Fue allí donde escribió "El Príncipe". Concibió este libro como una especie de manual para quienes por primera vez accedieran al poder, a la vez que como una llamada a los Médicis para que arrojaran de Italia a los extranjeros y así crear, por la fuerza, si era necesario, una nación italiana: “Esta bárbara dominación extranjera ofende las narices de todo el mundo. Por tanto, ojalá pudiera vuestra ilustre casa asumir esta tarea con el valor y las esperanzas que inspira toda causa justa, de modo que bajo su estandarte se pueda edificar nuestra patria”, escribió. La posteridad ha pesado las virtudes y los defectos del genio de Maquiavelo, y ha dictaminado a su favor. El Príncipe continúa siendo lectura obligada tanto para los señores como para los lacayos de toda entidad política. El “pecado” de Maquiavelo consistió en haber precisado las viejas reglas del juego de la política en términos prácticos. Si la franqueza del escritor ha escandalizado a muchos de sus lectores, otros lo han aclamado como Padre de las Ciencias Políticas y como el primer patriota que tuvo Italia. Los florentinos, al otorgar a su Secretario un sepulcro de mármol en la iglesia de la Santa Cruz, al lado de los ilustres hijos de Florencia, inscribieron en el la siguiente leyenda: “A nombre tan ilustre no hay elogio que pueda igualarse”.
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