Por: José Ricardo Morales y Sánchez Hidalgo
El río Acaponeta, no es solamente una aburrida corriente de agua que se pierde en el océano, es por el contrario una lista de plata que va muy ligada a la historia del municipio donde el frijol se enreda a la caña y en general de los pueblos cuyas orillas moja, otorga vida, acaricia, maravilla y en ocasiones descarga su furia como revancha al daño que a golpes severos y mortales le hemos propinado y que en estos momentos lo tienen moribundo.
Hoy el río se ha vestido de malecón y por lo menos la basura que antes de esta obra llenaba las riberas, ya no se ve y en cambio se ha convertido en un paseo que rememora los viejos tiempos de “El Embarcadero”, pues hay que recordar que sus orillas eran punto de reunión de los habitantes de este pueblo que compartían tiempo, ideas, mercancías, amores, conocimientos y compadrazgos con los habitantes de las comunidades río arriba, río abajo o de la margen contraria que con fardos en remuda o navegando en canoas llegaban a esta orgullosa ciudad donde florecían las gardenias.
Unos y otros, los de aquí y los de allá intercambiaban divisas por productos que llegaban incluso de tierras frías pues entre la mercancía había manzanas, duraznos y peras que se tendían a lo largo de ese primitivo muelle que no era más que un montón de piedras apiladas adonde llegaban las canoas que venían de ambos lados de la corriente, o bien de la gente que llegaba a pie y cruzaba de una orilla a otra, siempre en estas prosaicas embarcaciones, cargados todos de los productos más variados.
No faltaban los “ponteduros”, bolas de maíz empanochado, que milagrosamente aún se venden por la calle. También había cocos enmielados de esa variedad que los lugareños de aquellas localidades llamaban “coyules”, endulzados con piloncillo, parte del cual provenía de un trapiche ubicado por ahí cerca de las orillas y que era propiedad de una Sra. Núñez, o bien del molino de José Aguiar López Portillo, ubicado precisamente en la colonia que hoy lleva el nombre de “El Molino”. Con piloncillo o “panocha” como era más conocido este dulce elaboraban las “largas”, caramelos que se hacían mezclándolos con leche.
Qué decir de los “cabellos”, fibras de miel caliente que endurecían con agua y tendían en el bagazo de caña a manera de plato para no quemarse los dedos. En aquellos tiempos proliferaban algunas otras golosinas como las gorditas de harinilla, los dulces de leche cocida, los “antes” que eran unos panecillos montados en una cazuelitas de barro, rematados con una banderita de papel de china, así como toda una muestra de la gastronomía local que hoy solo permanece en la memoria de los adultos mayores.
Volviendo a la actividad en el río, los puestos se tendían a lo largo de las playas y principalmente los sábados, la gente hacía de las riberas del Acaponeta un paseo y una fiesta que duraba todo el día. Había que refrescarse y para eso el jugo de caña fresco era ideal y si se sufría “del azúcar” se le añadían al bucólico elixir unos chorritos de jugo de naranja agria, más medicinal que cualquier receta médica.
Los tendidos de lona o palma estaban bien surtidos de refrescos de manufactura local, elaborados por la familia Espinosa y su embotelladora “Estrella” que ofrecía el “Hierro Mun”, el “Kist” y toda una magia de bebidas de grosella, fresa y una gasificada a manera de agua mineral a la que todos conocían como “Soda”.
Los indígenas llegados de las diferentes comunidades: coras, tepehuanos y mexicaneros, traían plátanos de gran variedad: “machos”, “manzanos”, “portalimones”, por cierto muy aromáticos, o los “costillones” que tenían un color “jamaica”. Decenas de costales amenazaban con reventar de granadas, membrillos, cocos de aceite, limas, naranjas, guámaras, huistles, palmitos y todo un arco iris de frutas, hierbas medicinales y verduras que surtían las despensas caseras a donde también se llevaba agua cristalina y potable de este río dador de vida.
Los aguadores llegaban a las orillas y buscando el lugar más adecuado cavaban un pozo que rápidamente se llenaba del vital líquido por los veneros que ávidamente buscan llenar el espacio, convirtiendo el pocito en un espejo de plata. Con unos botes de fierro en los que vendían el alcohol en las bien surtidas boticas del pueblo, como las de Bardomiano de la Cruz y la de Carlos Partida. Esos botecitos los acondicionaba con ingenio el herrero Rafael López “El Necán”, y con ellos se sacaba el agua para llenar las barricas de madera que tan bien fabricaba el Sr. Francisco Llanos. El líquido se vendía a 12 centavos y no era poca pues bien llenaban una pila mediana.
Hasta circos con magos, equilibristas, pitonisas y malabaristas se acercaban al río y hay todavía quien recuerda al improvisado mago Blasito, aquel conocido ciudadano acaponetense que con una escalera al hombro se encargaba de encender siempre a las seis de la tarde las luces de las lámparas de aceite que coronaban los postes en algunas esquinas de aquel lejano en el tiempo Acaponeta, que no conocía la energía eléctrica; apagándolas a las seis de la mañana y recortando con unas tijeras la mecha que se mojaba en el combustible. Blasito, dejaban por un momento esa labor cuando llegaban los trashumantes carperos y se iba con ellos al río. Un día se disfrazó con un manto negro como si fuera el mismísimo Merlín y con esa figura medieval trató de igualar y acaso superar las hazañas del Gran Houdini; Blasito se encerró en un baúl muy ladino que nunca permitió que el improvisado escapista pudiera abrir los malditos candados, que finalmente lo dejaron en ridículo por muchos meses.
El río Acaponeta rebosaba de vida no solo en sus orillas. Los seres que moraban en sus profundidades –que por cierto no eran como las de hoy, tan bajas que los carros las atraviesan sin dificultad--, eran de muchas y muy variadas especies y los que las conocieron aún se asombran al recordar que por sus aguas nadaban peces tan grandes como el “pejespada”, un milagro entre pez espada y pez sierra, de casi un metro de largo, con un apéndice bucal adicionado de dientecillos o sierras a todo lo largo y que hoy solo alimentarían la imaginación infantil. Se acabó esta especie y duele pensar que no solo la contaminación o la pesca excesiva dieron fin a esta forma de vida, sino que incluso hubo gente que apostada desde lo alto del puente del ferrocarril escopeta en mano disparaba a discreción sobre estos animales que no se ven ni en dibujos hoy día.
El Acaponeta también rebozaba de mojarras negras o “copetonas” que bien alcanzaban la talla de 40 centímetros de largo. Hoy nos parecerá exageración, pero por el río nadaban robalos, constantinos, guabinas, que eran unos peces parecidos al bagre, solo que se encuevaban entre las piedras; abomos, puyeques y, sorpréndase amable lector: camarones, tortugas y hasta ¡nutrias!, cuyas finas pieles adornaban aquellos pesados sillones de palanca en las peluquerías del pueblo.
Con costales de jarcia amarrados unos a otros, los pescadores elaboraban improvisadas y rústicas redes para sacar cantidades enormes de charales. Las tortugas o chacuanas, eran tan comunes que era fácil sacarlas del agua con tan solo extender la mano. Los caimanes eran habitantes comunes del río y hasta existe un lugar que se llama “El Caimanero”.
Hoy todo eso se perdió, solo se ven en sus bajísimas orillas, tepocates, renacuajos, gusarapos y otras alimañas que con trabajo alimentan a los pocos patos y garzas que hoy se acercan al nuevo bordo y malecón. Las aguas son solo un pobre hilillo que corre con languidez hacia el mar y ya no permite los paseos en canoa o las travesías que iban hasta San Felipe Aztatán, parando en Tecuala y punto intermedios. Menos aún las regatas y carreras que organizaba el Sr. Ernesto Gallardo o la venta de sal en la barcaza de Melchor Ramos, producto que luego se trasladaba hasta Escuinapa, ya por tierra.
Así era la vida en el río, tranquila y con todo el sabor de una comunidad provinciana que tenía sus propios medios de subsistencia y el ingenio para hacer las cosas de manera fácil. Difícil se ve la recuperación del río o de su rescate ecológico, aunque ya se ven los primeros intentos, como la planta de tratamiento de aguas residuales que ha resultado tan solo un buen intento, pues constantemente tiene que salir de servicio o funciona a medias por lo mal que lo construyeron. Haría falta una agrupación de amigos del río dedicado a su preservación. El malecón ha evitado que sus orillas sean el cochinero que era hasta hace un par de años, eso da esperanza.
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