NOTA ACLARATORIA
La siguiente crónica fue sacada del librito “Mazatlán de Antaño” del viejo cronista del hermoso puerto sinaloense, Don Joaquín Sánchez Hidalgo Villalobos, hermano de mi abuelo, el periodista Manuel Sánchez Hidalgo Villalobos. Esta breve crónica, posiblemente escrita entre los años 50 del siglo pasado, nos da idea de cómo era la vida costumbrista del Puerto de Mazatlán, a finales del siglo XIX y lo pavoroso de los dentistas de la época.
Para mi fortuna, a través de internet, pude conseguir un ejemplar de este libro, que, para formidable coincidencia viene autografiado por este pariente mío y doy a conocer estos relatos de época para el conocimiento de todos nosotros acaponetenses y nayaritas, que por la cercanía y la historia que une estos dos pueblos, amamos a Mazatlán.
PEPE MORALES
DENTISTAS DE
ANTAÑO
Por: Joaquín Sánchez Hidalgo Villalobos
Al Dr. José Solórzano, fraternalmente
Anda búscate el Anís, díjole presuroso el Sr. Peinado a su minúsculo ayudante, al ver entrar en su obscura barbería a un escuálido y acongojado tipo, con la cara tumefacta, casi cubierta de trapos que hacían las veces de vendas y, al cual el grupo de pilluelos, entre los que me encontraba yo, veníamos siguiendo pausadamente, sabedores hacia dónde se dirigía; el espectáculo gratuito que iba a tener lugar y que atisbábamos desde la alta banqueta de la barbería y, que ya en otras ocasiones, habíamos presenciado.
Don Petronilo
Peinado y Pasalagua era un honrado y conocido barbero mazatleco, que tenía
instalado su establecimiento barberil, en el zaguán de unos cuartos de teja muy
chaparros y feos, que existieron en la antigua calle del Vigía, hoy Ángel
Flores, frente por frente al palacio municipal; precisamente al lado del
edificio que ocupa una casa fotográfica.
La barbería
del Sr. Peinado Pasalagua, aparte del anuncio en la fachada en forma de un
poste redondo, rematado con una bola y pintado en forma salomónica con azul,
blanco y rojo, como lo tienen todas las barberías de antaño y hogaño, consistía
en un estrecho pasillo pintado con lechada de color ocre detonante; el inclinado
techo lleno de telarañas, poblado de toda clase de insectos hogareños y
alumbrado por una lámpara de petróleo con pantalla de hoja de lata.
Estaba
amueblada con dos sillones fijos de madera de cedro, con los asientos y los
respaldos tejidos de bejuco y dos bancos acojinados con tela colorada muy
desteñida, donde los clientes apoyaban las extremidades inferiores. Completaban
el mueblaje, seis sillas de tule, con los asientos destripados y sucios.
Dos espejos
de tamaño regular, uno de ellos rajado de medio a medio, embutidos en marcos de
metal dorado y abollados por la acción del tiempo, lucían frente a los sillones
y, entre ellos, sobre una gran repisa cubierta con papel de estraza, se
destacaban una gran cantidad de recipientes de porcelana para la enjabonadura,
que ostentaban entre flores y adornos inverosímiles de todos colores, los
nombres de sus propietarios, clientes habituales de la casa; además de las
brochas, tijeras, navajas, peines, etc., etc., y caso insólito, en la parte
baja de la mencionada repisa, Don Petronilo exhibía orgullosamente una siniestra
y heterogénea colección de pinzas y tenazas, cuyas formas y tamaños se asemejaban
bastante a las que usan los herreros para coger hierros candentes, porque el
Sr. Peinado, aunque usted no me lo crea, se dedicaba también a la honrosa profesión
de extraerles o más bien arrancarles las muelas, los dientes y los colmillos en
mal estado a los clientes que solicitaban sus eficientes servicios.
Para
conocimiento del público doliente, la barbería ostentaba sobre el cerramiento
del zaguán y colgado de un palo horizontal que llegaba hasta la orilla de la
banqueta, un enorme rótulo de lámina de hierro de forma ovalada, todo pintado
de color verde oscuro, en cuyo centro campeaba por su tamaño y aspecto, que a
mí se me antojaba monstruosa, una gigantesca muela dorada a cuyo alrededor y
por la parte superior se leía con letras mayúsculas SE SACAN MUELAS y, por la
parte inferior, con letras minúsculas: “a cincuenta centavos cada una”.
El mentado y
buscado Anís era un mozalbete grandulote y fortachón, con el típico semblante
del bebedor sempiterno; que se dedicaba al descansado y lucrativo oficio de
cargador y a quien se le podía encontrar a todas horas del día y de la noche,
en el interior de una cantina denominada La Colmena, que existió en la esquina
sudoeste de las calles 5 de mayo y Gral. Flores, precisamente para más señas,
donde ahora está una mercería.
Decíamos que
llegó el Anís, esparciendo una estela apestosa a inconfundible a tabaco y
mezcal barato y, como eficiente y bien enseñado ayudante, perfectamente
aleccionado, procedió a sujetar con sus poderosos brazos por detrás del sillón
al desgraciado cliente, que por lo que se veía, tenía más ganas de correr que
de quedarse.
Rápidamente
el Sr. Peinado escudriñó su insólita colección y, enarbolando una de aquellas
pavorosas tenazas a que antes hice mención, se encaramó, esa es la palabra,
sobre uno de los brazos del sillón de marras, apoyó su rodilla sobre el pecho
del paciente y entre los gritos y espasmos del infeliz y la estupefacción y espanto
de nosotros que contemplábamos la escena con ojos desorbitados, exhibió
triunfante en el extremo de las tenazas, una enorme muela cubierta de carne
viscosa y sanguinolenta que al verla, nos levantamos despavoridos y echamos a
correr sin mirar hacia atrás, como almas que se lleva el diablo.
Y esto
sucedió en Mazatlán ayer, casi ayer, por el año de 1896 y…es rigurosamente
cierto.
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