Por: José Ricardo Morales y Sánchez Hidalgo
Ayer 13 de septiembre se cumplieron
la nada despreciable cifra de 55 años en que Acaponeta sufrió la pavorosa
inundación de 1968. El recuerdo de aquel desbordamiento aún está fresco en la
mente de muchos acaponetenses, sobre todo, en la de los que la vivieron. Yo
entre ellos.
Su servidor, nació en
la ciudad de México, de hondas raíces acaponetenses, ya que mi querida y
añorada madre, era de la Villa de las Gardenias. Por ello, a Acaponeta solo
podíamos venir en temporada de vacaciones. Yo, desde que tengo uso de razón
venía a esta ciudad que con el tiempo terminó por adoptarme.
En una de esas visitas
vacacionales, llegamos a Acaponeta en el mes de septiembre de 1968. Apenas unos
días antes de la fatídica noche del 2 de octubre de tan trágico año en el
otrora Distrito Federal, de la que algún día también daré mis infantiles remembranzas. Además de la familia que incluyó a mis hermanas, mi mamá invitó a una señora de
nombre Rosita, la cual era una española muy simpática quien se hizo acompañar
por su hija que creo se llamaba o llama Marilia. También llegó con nosotros en
aquella ocasión, una tía en segundo grado que se llamaba Martha, con al menos
dos hijos; y todos nos alojamos en la casona de la calle Veracruz, esquina con
Corona, en la que por algunos años estuvo el “Tambo Mambo”, y que era casa de
mi abuela Enedina, quien también hizo el viaje a su querida Acaponeta, ya que
ella también era nacida aquí.
Esa
casona de la calle Veracruz, la cuidaba una señora muy querida llamada Chonita
Velázquez, quien era mamá de varias hijas: Socorro, Delia, Ofelia, Julieta y
Lupita. Precisamente la mañana del 13 de septiembre, Socorro, nos levantó a los
muchos niños muy temprano, para ir a la ceremonia por el día de los Niños
Héroes, en la placita que lleva su nombre o bien, el de la bandera, ya que, curiosamente tiene esos dos nombres.
Conforme avanzábamos al parque mencionado, notamos que por las calles iban corriendo con regular velocidad el agua, hasta llegar un momento en que Socorro seguramente notó que esa corriente no era otra cosa más que el río y nos regresamos a la casa a avisar a los demás y tomar las medidas pertinentes. Por cierto que en el lugar del acto cívico anunciaron la salida de madre del río y regresaron a todos a sus casas, suspendiéndose el acto.
Debo agregar que su
servidor, en ese entonces solo tenía 10 años de edad, y, siendo chilanguillo
ese fenómeno de un río llenando calles y viviendas era algo digno de apreciar
y, con la inocencia infantil, disfrutar.
Ya cuando llegamos a la
casa, el agua estaba penetrando al interior, con el consecuente susto de mis
mayores. Por cierto, que recuerdo, que una de las hijas de Chonita, se iba a
casar y en el amplio “corral” había puercos y gallinas para el agasajo de la
fiesta; pero lo primero que rescataron fue el vestido de novia que se colgó de
una de las ventanas interiores de la casa, lo más alto posible, para evitar que
se arruinara.
No recuerdo que
estuviera lloviendo, sí sé que todo se debió al paso del huracán “Nahomi” —ahora lo sé, en aquel momento
no lo supe— y que, como dije, siendo niño, no me di cuenta de la gravedad y la
tragedia tan grande que se dio en la región.
Continuando con la
narración, mi abuela Enedina Robles Partida, comentó que tenía unos parientes
en el cerro y sugirió que nos fuéramos en bola para ese promontorio. No tengo
idea de quiénes eran los susodichos parientes, el caso es que nos fuimos en una
camioneta de redilas, sin redilas, que no supe de dónde salió, de quién era y
menos el nombre de la persona que la manejaba—, vehículo ya veterano que con
trabajos apenas subió el cerro de la Cruz. Mientras mi abuela, mi mamá y las
tías arreglaban que nos recibieran o pedían posada, con alguien me fui al cerro
de la Glorieta a ver desde aquel extraordinario mirador el tamaño de la
inundación.
Tres cosas más que sorprenderme me maravillaron, primero la fuerza del agua que como una monstruosa serpiente líquida bajaba a toda velocidad arrastrando árboles enormes que se estrellaban en el puente del ferrocarril, que, de manera normal se halla a unos 10 metros del famélico arroyo que es el río fuera de la temporada de lluvias y ahora estaba hasta el tope. El actual malecón fue construido considerando la altura a la que subió el agua. Hay que mencionar, que en 1968 no había bordo de ningún tipo.
Esta foto es de la inundación de 1943, pero nos da buena idea del Acaponeta sin bordo de contención y la cercanía del río.
Era increíble ver enormes troncos y largas ramas que
pegaban con estrépito apenas a unos centímetros de los rieles del tren adosados
al puente. En segundo lugar, la extensión del río había crecido una enormidad,
todo el valle que está entre la Sierra Madre Occidental y la población estaba
totalmente anegada y los altos árboles apenas sus copas sobresalían del agua
revuelta del hermano río, en ese momento encabronado. Lo tercero que me dejó
anonadado y que tenía a los muchos curiosos que ahí estábamos, es que, al
poniente del puente, como a unos 500 metros de distancia, se distinguían dos
personas que penosamente estaban sobre la techumbre de palma que cubría un
espacio para el ganado, que, en medio de la trepidante avenida, amenazaba con
llevarse tan endeble estructura con aquellos dos infelices. Durante un buen
rato, estuvimos viendo la odisea de aquellos dos, hasta que la techumbre no
soportó más la avalancha de agua y se los llevó, ante la impotencia de todos
que nada podíamos hacer. Pensé que esos dos habían “chupado faros”, pero para su fortuna no fue así, muchos años
después conocí a uno de ellos, se trataba del señor Oscar Cuellar Ortega, quien
me narró su aventura, y que no fueron encontrados sino hasta el día siguiente, cerca
del emblemático puente amarillo sobre la carretera internacional, donde, para
su fortuna, el río hacía, dentro de aquel enorme volumen de agua, un recodo,
que los empujó hacia un árbol, por cierto lleno de largas y puntiagudas
espinas, que los torturaron todo la noche donde se vieron obligados a pernoctar
en medio del escándalo de un río que literalmente bufaba, pero salvando
milagrosamente la vida. Historia que recientemente me confirmó su hermano
Edgar, quien me explicó que su señora madre, la siempre bien recordada señora
Doña Guille Ortega de Cuellar, pasó toda la noche llorando la suerte de su
hijo, al que creyó irremediablemente perdido, sin saber que el pobre estaba
posado sobre la copa de un árbol. Por la mañana le fueron a avisar y de
inmediato mandó un tractor para rescatarlos, a su hijo Oscar y a uno de sus
trabajadores llamado Pedrito Tiznado.
PUENTE AMARILLO A DONDE FUERON A PARAR OSCAR CUELLAR Y PEDRO TIZNADO
CUERDAS DE ESQUINA A ESQUINA PARA PASAR
Volviendo con mi
familia, el supuesto refugio con los supuestos familiares del cerro, no se dio,
porque en esa vivienda habían llegado antes muchos refugiados y ya no había
lugar para nosotros, parientes o no. Total, en la misma carcacha nos regresamos
al pueblo, pero ya no pudo llegar hasta la esquina de Veracruz y Corona, y nos
tuvimos que bajar del armatoste aquel, y referir que nos venimos a pie es solo
un decir porque más bien había que nadar, o al menos a mí así me lo parecía
porque el agua me llegaba arriba del ombligo, pero lo más difícil fue avanzar,
sobre todo en el cruce de las esquinas porque la corriente era bastante fuerte.
De hecho, en algunas esquinas y se poste a poste, preocupados ciudadanos
tendían una cuerda para poder cruzar la calle. Un recuerdo que se me ha quedado
grabado con mayor fuerza, fue una gran cantidad de zapatos que pasaban
“flotando” en fila india, sacando solo la punta, lo que semejaba un grupo de
tiburoncitos con su aleta dorsal al aire, rumbo al ancho océano. También se
vieron canoas que de alguien sacó de sabrá dios dónde, y hacía el servicio de
traslado de personas.
No recuerdo cómo —tenga
en consideración el amable lector que han pasado cinco décadas y media—, pero
al final nos “arrimamos” en la bella casona de dos plantas ubicada de la
esquina de México y Corona, hoy monumento histórico construido por el
comerciante Don Luís Chávez Barahona, donde desde hace muchos años venden
petróleo. En aquel momento la solidaridad nos la mostró su esposa la siempre
bien recordada dama Carolina Ceceña, quien además era buena amiga de mi abuela.
Ahí pasamos la noche y desde el segundo piso y asomándonos desde el balcón,
veíamos pasar toda clase de objetos llevados por el agua, entre otros, grandes
cucharas de madera que cual trajineras hacían el viaje hacía la inmensidad;
cazuelas, canastas, petates, catres y hasta un par de cerdos vimos nadar rumbo
a la muerte o a la casa de algún temerario que se animara echarse al agua y “rescatar”
al cochi.
A media tarde, acompañé
a mi madre y a los mayores a echar un ojo a la casa para ver el daño. Ahí
también un puerco, con menos suerte que su congénere el suino nadador, pasó a
mejor vida, un poco antes de su sacrificio para la boda. Algunas gallinas se
salvaron subiéndose a lugares más altos. Por supuesto, dentro de la casa,
muchas cosas útiles e inútiles flotaban y algunos muebles se arruinaron. Para
mí, aquello era un privilegio enorme: tener una alberca al interior de la casa,
no tenía precio.
En verdad, la memoria
que es flaca y más luego de tantos años, por lo que solo llega a mi memoria, una
noche entre velas y veladoras, en sentimiento de mucha humedad y una cena muy
improvisada entre la gente que nos dio cobijo y la familia. Seguramente me
dormí.
Al día siguiente el río
había desaparecido para dejar un enorme lodazal, color café-verdoso o
verde-cafososo, de muchos centímetros de altura, muy espeso y pegajoso. La
tarea que se venía para los mayores era épica, sobre todo con las molestias que
ya conocemos porque nos han tocado otros meteoros: sin energía eléctrica ni agua.
Es paradójico que nos hubiéramos pasado las últimas horas rogando a todos los
santos que se llevaran el agua y ahora, sin el río corriendo por calles y averías,
pedíamos a las mismas deidades lo mismo: ¡agua!
Regresamos a la casa,
por cierto, a unos pasos de la vivienda de los Chávez Ceceña, y el espectáculo
era atroz, sobre todo para mis familiares mayores, todo enterrado en el lodo,
mismo que tenía una altura considerable, y no hubo más que hacer de tripas
corazón y comenzar a sacar aquel espeso fango a la calle, donde habían avisado
que pronto maquinaria pasaría a recogerlo.
Así como milagrosamente
el pueblo amaneció sin agua del río transitando por las calles, de la misma
manera salió un sol esplendoroso y apretó el calor, que pronto comenzó a podrir
el lodo que ya llenaba calles y al mismo tiempo arreció un nauseabundo olor a
barro echado a perder, que aún recuerdo en mi nariz y que, ocasionalmente
cuando me ha tocado toparme con lodo estancado y pudriéndose, me hace regresar
a aquel lejanísimo 1968, de triste memoria para Acaponeta.
Sacar el lodo de la
casa y jugar con él fue todo uno para nosotros niños latosos, y los juegos más
lo tierno de la edad no nos dejó ver la tragedia tan grande que se vino para el
pueblecito de Acaponeta y muchísimas comunidades a las orillas del río: las
tierras de cultivo totalmente siniestradas y decenas de cabezas de ganado
ahogadas; los servicios básicos de energía eléctrica, agua potable, drenaje,
comunicaciones por cualquier medio inutilizadas, carreteras bloqueadas; los
comercios devastados, el río se llevó mucha historia porque se perdieron miles de
documentos familiares, oficiales, así como fotografías, libros; archivos con
toda clase de legajos históricos y contemporáneos; por ejemplo se perdieron
para siempre los archivos del periódico “El Eco de Nayarit”, así como todo tipo
de papeles importantes de las familias. Alguien me dijo que hasta el dinero del
banco se llevó el hermano río. Las calles destrozadas y la mayoría de las
viviendas de la zona del Terrón Blanco quedaron en ruinas, así como muchas
otras en comunidades río abajo. La plaza “Miguel Hidalgo” se perdió. Muchos
automóviles quedaron inservibles o necesitaron de reparaciones mayores. Sin
embargo, afortunadamente y a pesar de la gravedad del meteoro, no se registraron
pérdida de vidas, pero sí, la pérdida de muchos patrimonios.
Para las labores de
higiene personal y lavado de ropa, era necesario acercarse al río, a esas
alturas muy mansito que nadie podía creer que días antes era un pavoroso
engendro destructor y ahí, en sus orillas, utilizando lajas planas, decenas de señoras
lavaban ropa, enseres y por supuesto sus cuerpos y los de sus hijos. Viene a mi
mente, la ayuda que —otra vez—algunos parientes dueños de un rancho que creo se
llamaba “Las Hojas Anchas”, venían por nosotros porque tenían una noria con
agua fresca y limpísima donde nos bañábamos y hacíamos uso de los sanitarios.
Mi señor padre, quien
no vino a este viaje, se enteró por las noticias de que Acaponeta estaba bajo
las aguas y como pudo se vino acompañado de un tío y les resultó bastante
complicado llegar hasta esta región. Recuérdese que la carretera internacional
número 15 tuvo que ser volada con dinamita para permitir el desagüe de miles y
miles de metros cúbicos de agua. A pesar de ello, lograron llegar a la desolada
Villa Gardenia, y nos “rescataron”.
Imagino que las autoridades
municipales, en ese entonces encabezadas por el Dr. Rodolfo Castillo Sánchez,
se impactaron al ver los resultados de este siniestro, pero no se desanimaron,
sino que sacaron fuerzas de donde no las había y se dieron a la tarea de
levantar de nueva cuenta a esta noble ciudad. Así, poco a poco, y con el apoyo
del gobernador Julián Gascón Mercado, se rehabilitó la red de drenaje, se reconstruyó
la plaza principal, se limpiaron las calles del molesto y hediondo lodazal y la
vida se reanimó. Autoridades y pueblo, no se quedaron ahí paralizados y
contemplando el desastre, cada uno a su manera, dentro de sus posibilidades,
fueron recuperándose primero en lo familiar y luego solidarizándose y uniendo
esfuerzos con la comunidad.
Nos han tocado otros fatídicos
momentos como la fuerte inundación de 1993 —curiosamente el mismo día y mes,
pero 25 años más tarde—; la llegada del huracán “Willa” igual de desastroso y
antes de estos muchas inundaciones y calamidades, pero me queda claro que, sea
cual sea la magnitud del desastre, ningún cataclismo impedirá que Acaponeta
siga andando con la frente bien en alto; el horror de la catástrofe no podrá
nunca nublar su gloria.
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