martes, 26 de septiembre de 2017

LA GRAN REBELIÓN TEPEHUANA DE 1617


Por: Néstor Chávez Gradilla. Cronista Municipal. Septiembre de 2017.

Don Pedro de Alvarado "Tonatiuh"
38 años antes de que se fundara el Convento-Guardianía de Nuestra Señora de la Asunción de Acaponeta, erigido en 1580; en el año de 1541 ocurrió el primer gran levantamiento indígena contra la dominación hispana conocido como “La Guerra del Mixtón”, que abarcó una gran extensión de la Nueva España, acaudillada por un líder llamado Huaxícar o Guaxícar. Esta rebelión tuvo grandes repercusiones al grado de que tuvo que intervenir personalmente el Virrey de la Nueva España Don Antonio de Mendoza, acompañado del famoso conquistador compañero de Hernán Cortés, capitán Don Pedro de Alvarado llamado “Tonatiuh”, quien en esta campaña perdió la vida.



Las consecuencias de esta sangrienta guerra, como era de esperarse, fue la total derrota de los indígenas rebeldes desatándose después, por parte de los españoles, una cruel y despiadada actitud de escarmiento y castigo, ahorcando a los principales de los pueblos sometidos e incendiados, castigados además con azotes, mutilaciones, aporreamientos y la esclavitud para miles de ellos marcándolos con fierros candentes. Con este tremendo castigo, los españoles estaban ya seguros de que los indígenas habían quedado suficientemente escarmentados y de que ya no volverían a intentar, ni siquiera pensar, en volver a rebelarse.
Después de estos hechos, los españoles, en lugar de buscar un mejor trato con los naturales reduciéndoles sus jornadas de trabajo, dejándolos vivir ya tranquilos para repoblar sus rancherías y buscando tener más relación amistosa con ellos, en lugar de eso, hicieron totalmente lo contrario: se ensañaron más con ellos duplicándoles el yugo con cargas excesivamente pesadas y con durísimas jornadas de trabajo de hasta 12 a 15 horas diarias, a pesar de las insistentes amonestaciones y la enérgica ordenanza de la Corona Española, de no tratar mal a los indios ni cargarlos con excesivos trabajos, haciendo caso omiso de ella los españoles avecindados en la región.

Los llamados encomenderos, eran españoles a los que se les habían asignado tierras de labranza con una regular dotación de esclavos indígenas, para trabajarlas a medias con las autoridades españolas. En lugar de pagarles a los naturales algún salario, por el contrario ellos tenían que pagarles a los españoles un pesado tributo por el simple hecho de ser indios. De 1570 a 1610, eran encomenderos de Acaponeta los españoles Tomás Gil, Juan Fernández Flamenco, Manuel Fernández de Híjar, Petronila de Haro y el mismo Alcalde Mayor el capitán Don Jerónimo de Arciniega.
Como estas cargas eran excesivamente pesadas e insoportables para los indígenas, muchos se enfermaban de agotamiento y se dejaban morir, cosa que consideraban preferible a seguir soportando tan infame trato. Otros, antes de caer agotados y enfermos, se empezaron a ir sigilosamente por las noches con sus familias a la Sierra de los coras y a la de los tepehuanes, en donde eran bien recibidos y auxiliados, ávidos de que les dieran noticias de lo que pasaba en la costa, felicitándolos por haberse al fin librado del yugo de sus odiados enemigos.
Muy pronto, los pueblos indígenas nuevamente se fueron quedando solos y sin gente hasta quedar totalmente despoblados, provocando alarma entre los encomenderos quienes poco a poco se iban quedando sin esclavos que les recogieran las cosechas y que les hicieran las faenas pesadas, por lo que nuevamente recurrieron a las autoridades militares para que fueran a buscarlos a la sierra y los obligaran a regresar, pero fracasaron en todos sus intentos.



Desesperados, recurrieron entonces a los Frailes Franciscanos para que pacíficamente les pidieran que regresaran a repoblar sus abandonadas rancherías, prometiéndoles que ya no iban a ser tan duros con ellos, rebajarles sus jornadas de trabajo y los tributos, pero en lugar de eso, los indígenas les decían a los Misioneros: “Sí creemos en la buena voluntad de ustedes y en sus promesas de interceder por nosotros y de que ya todo va a cambiar, discúlpenos padrecitos pero a ellos no les creemos y preferimos quedarnos acá”.



Molesto, el capitán Arciniega envió nuevamente a los misioneros pero esta vez acompañados de soldados que obligaron a regresar a muchos por la fuerza, pero a los pocos días, más tardaban en haberlos bajado, que ellos volverse a regresar. A pesar de eso, aumentó en esos años el número de encomenderos de manera que de las 100 familias españolas que eran, ya para 1615 había 205 que explotaban en encomienda las tierras agrícolas con mano de obra de indígenas traídos de Aztatlán, Olita, Tecuallán, Totorame, Iztapilla, Chametla, Teacapán, Guaxicori, el Caimán, Cuyutlán, Cuauhtlán y otros pueblos de los alrededores.
Bien hicieron los indígenas que se fueron huyendo a la sierra al no creer en las vanas promesas de los encomenderos españoles, pues poco después de fundado el Convento Guardianía de Acaponeta en 1580, los españoles encomenderos seguían tratando a los indios en forma despiadada y con tanta crueldad, que ya ni la intervención enérgica de los Frailes Franciscanos los podía contener. Por lo mismo, el día 14 de abril de 1583 se juntó un regular grupo de unos 100 indígenas desesperados, y esa misma noche asaltaron por sorpresa a las casas de los españoles, matando al cruel encomendero Manuel Fernández de Híjar dejando malheridos a otros. Saquearon e incendiaron sus casas y de ahí se dirigieron al Convento-Guardianía de Nuestra Señora de la Asunción de Acaponeta, al que destruyeron e incendiaron, escapando milagrosamente el Padre Fray Miguel de Uranzú y su auxiliar Fray Luís de Navarro pudiendo milagrosamente refugiarse en el fuerte-presidio de los militares españoles, junto con los demás habitantes hispanos, los encomenderos y sus familias. De ahí, los alzados salieron y atacaron los poblados de San Joseph, Guaxicori, Iztapilla, Aztatlán, El Caymán y otros, en donde igualmente saquearon, mataron gente e incendiaron las casas, para enseguida dirigirse a la sierra, en donde los coras y tepehuanos los recibieron amistosamente, felicitándolos nuevamente por haber tenido la audacia y valentía de haberse librado del yugo español, y por más que los españoles intentaron buscarlos y bajarlos para castigarlos, por miedo a los salvajes y aguerridos coras, no se internaron en la sierra y ya no los pudieron encontrar.



Lo anterior, envalentonó a los demás indígenas esclavos, y en pequeños grupos de 15 a 20, por las noches se iban huyendo también rumbo a la sierra, dejando nuevamente los pueblos solos y sin habitantes.


Virrey Luis de Velasco
En 1593, como ya varias veces lo he mencionado, las autoridades civiles, militares y los padres Franciscanos, solicitaron al Virrey Don Luís de Velasco que a Acaponeta se le concediera la categoría de Villa, petición que fue aprobada y a partir del 13 de abril de 1594, con la llegada del Nuevo Alcalde Mayor Cap. Don Juan Ochoa Arámburu, Acaponeta pasó a llamarse “Villa y Alcaldía Mayor de Nuestra Señora de la Asunción de Acaponeta”, aumentando a 20 la cantidad de soldados arcabuceros para mejor resguardo de la población, y una estricta y mayor vigilancia para que no se siguieran huyendo los esclavos indígenas a la sierra. Con ellos llegó nuevamente a Acaponeta el Padre Fray Andrés de Medina, tan querido por los indígenas por la efectiva protección que siempre les había dado, frenando enérgicamente los abusos de los encomenderos españoles.
Desde que llegó, durante 9 años estuvo haciendo muchas entradas a la sierra tratando de regresar a los indígenas, pero esta vez, ni siquiera él pudo devolverlos. Por el contrario, otros muchos seguían huyendo. A pesar de la reticencia indígena, en esos años Fray Andrés solo logró bajar a 400 indios con sus familias, con los que repobló lugares abandonados como: San Sebastián de Guaxicori, El Caymán, San Phillipe Aztatlán, Tequallán, Itztapilla y otros. Entre 1595 a 1596, fundó los pueblos de Mamorita, Ontetitlán y Tlachichilpa. En 1606, fundó San Gabriel, La Mesa de San Pablo y Milpillas Grandes. Gracias a la enérgica y autoritaria actitud del Padre Medina, estos indígenas pudieron seguir trabajando para los españoles sin pagar tributo, sin recibir cargas excesivamente pesadas y malos tratos, y así fue por varios años mientras el Padre estuvo en la Villa y Guardianía de Acaponeta, pero en cuanto se fue el 1603, nuevamente los encomenderos volvieron a ensañarse provocando que una vez más los indígenas resentidos se regresaran a la sierra dejando una vez más los pueblos solos y abandonados.



A esas fechas, ya en las regiones serranas de los coras y tepehuanos, existía una gran tensión por los ánimos exaltados de tanto odio que ya los indígenas habían acumulado contra sus eternos y aborrecidos enemigos los españoles, lo cual tenía muy nerviosos y preocupados a los hispanos y a los religiosos.
Por fin, las cosas llegaron a tal grado de efervescencia bélica, que en el año de 1616 se lanzó a la guerra contra los españoles una gran marejada humana formada en su mayoría por decenas de miles de indios tepehuanos de la Sierra de Durango, a quienes se agregaron coras, huicholes, chichimecos, caponetas, tecualmes, caxcanes, coanos, zacatecos, guachichiles, sayahuecos, vigitecos, xiximes, totorames, tahúes y otros, juntándose por varias decenas de millares. Este movimiento armado inició en la Nueva Vizcaya (hoy, Durango) en 1616 y luego se extendió en 1617 desde la Nueva Galicia hasta el norte del país. Dice el Padre Fray Antonio Tello (Crónica Miscelánea de la Sancta Provincia de Xalisco):


“Después de fundado el Compvento de Acaponetta, se volvieron a alzar los dichos yndios en el año de 1617, siendo Guardián de Acaponetta el P. Fray Francisco de Morga, persuadidos por el demonio que en figura humana se les aparesció muchas veces, incitándolos a dicho alzamiento asegurándoles que matarían a todos los españoles y que de los que ellos muriessen en la guerra, resucitarían a los 7 días; y assí fiados en esas promesas, después de haber destruido la Nueva Vizcaya y muchas partes de la Nueva Galicia capitaneados por un yndio mestizo llamado Gogoxito, llegaron de repente una madrugada a dar assalto al pueblo de Acaponetta, el que se amparó en el fuerte pressidio metiéndose en él los religiossos y todas las muxeres españolas y yndias y se defendieron matando cantidad de yndios y los más valientes, en los que murió uno que saliendo de la Yglessia y Compvento que habían ya quemado, con una imagen de un Sancto Christo en las manos dando saltos, hasciendo mofa, burla y escarnio de él. Le tiró un soldado llamado Christóbal de Lerma a un trecho de 200 passos un arcabuzazo, dando con él muerto en el suelo, lo que se atribuyó a milagro por ser mucha la distancia y viendo los otros del alzamiento que los muertos no resucitaban como el demonio les había prometido, se retiraron habiendo quemado y asolado la Yglessia y el Compvento y la mitad del pueblo y muchas otras como la de Quiviquinta, según queda referido”.
Como lo dice el Padre Fray Antonio Tello, antes de llegar a Acaponeta los tepehuanes asaltaron e incendiaron el Convento-Guardianía de Quiviquinta el 23 de abril de 1617, logrando escapar milagrosamente y con grandes trabajos el Guardián del Convento Fray Antonio Ramos acompañado de algunos vecinos hombres, mujeres y niños que lograron a duras penas llegar a salvo a Acaponeta para refugiarse en el fuerte-presidio. Al siguiente día, el 24 de abril, las hordas de los rebeldes tepehuanos entraron a Acaponeta.
Dice el Historiador Domingo Lázaro de Arregui (Descripción de la Nueva Galicia) que cuando los tepehuanes atacaron, asolaron e incendiaron Acaponeta el 24 de abril de 1617, esta Villa tenía jurisdicción sobre los pueblos de Nuestra Señora de la Navidad de Sayulilla, San Juan de Tequala, San Pedro de Olita, San Diego, San Joseph de Gracia, San Phillipe de Aztatlán, San Sebastián de Guaxicori, San Antonio de Quiviquinta, Santa María de Picachos, Totorame, Nuestra Purísima Concepción de Itztapilla, San Andrés Milpillas, San Francisco del Caymán, Las Milpillas de Don Alonso, San Blas, San Pedro, San Buenaventura, Santa Cruz, Saycota, Cuyutlán, San Andrés Teponahuaxtla, San Antonio y San Sebastián de Xomulco y tres Reales de Minas que eran: El Frontal, El Motaje y El Tule. Todos estos lugares fueron saqueados, arrasados e incendiados por los alzados tepehuanes matando a muchos indios y a sus familias, acusándolos de ser traidores a su raza, amigos y servidores de los españoles y estar sometidos a ellos. Y agrega además:


Guerra del Mixtón

“El mayor alzamiento o sublevación que se ha padecido de los indios bárbaros de esta provincia, fue el que hizo una dilatadísima nación nombrada tepeguana, la cual en su morada se extiende desde la sierra de El Mezquital hasta El Parral, en que habitaba toda la sierra multitud de indios en pueblos muy bien formados hasta delante de Topía, muy cerca de Caponeta, y como era la nación más numerosa y sus indios más astutos y menos rústicos que los de otras naciones, dio muchísimo cuidado y costó mucha suma de la Real Hacienda el apagar tan desmedido fuego y tan horrorosas hostilidades. El número que murió de los cristianos en esa sublevación inopinada fue grande y sus muertes se ejecutaron en lastimosas circunstancias, unos morían atravesados por las flechas, otros fueron por golpes de las macanas y muchos eran quemados vivos dentro de sus mismas casas, porque a los que se recogían en ellas huyendo de la crueldad de los indios, les pegaban fuego por las ventanas y las azoteas guardando otros las puertas y así los que escapaban del incendio, caían en las puntas de sus penetrantes flechas, y es costumbre de todos los bárbaros que a cuantos llegan a coger, hacen sus cuerpos pedazos sacándoles el corazón por los pechos antes de que mueran y enredan sus entrañas entre espinosas zarzas, con que dejaban los caminos de los pueblos donde cometían estas maldades, los corazones, entrañas y demás trozos de humanos muertos para aterrorizar a los soldados que los seguían con inhumanidad tan execrable, sin que de su bárbaro furor se vieran libres ni edad ni el sexo, antes las mujeres que les parecían bien, después de haber ejecutado sus torpes deseos en ellas, les quitaban las vidas, y a los niños, cogiéndoles los pieles, contra las piedras les hacían pedazos las cabezas con endemoniada ferocidad e infernal furia; el número de las muertes que en diversas partes ejecutaron fue muy crecido, aunque no se pudo saber determinadamente los que perecieron en tan sangrienta guerra”.
El notable historiador Matías de la Mota Padilla, al respecto también escribió:



“Eran tantos los indios, que los pocos vecinos de Acaponeta no se atrevían a salir del fuerte, sin embargo eran provocados y hubieran perecido sitiados si Dios no permite que un indio, por más provocar a los españoles, sacó de la Iglesia un Cristo Crucificado y lo llevó arrastrando a la vista del fuerte. Ya se deja entender el dolor y celo que causaba en los pechos cristianos tal desacato. Hallábase en la ocasión un soldado llamado Cristóbal de Lerma quien se enardeció tanto, que tomó su arcabuz y metiendo puntería al indio a distancia de 200 pasos, le derribó y al mismo tiempo montó Lerma en su caballo diciendo: ‘En el nombre de Dios, a ellos’, acción que imitaron los demás y salieron como leones y dieron contra los indios con tal esfuerzo, que los desbarataron y los pusieron en fuga, quedando muertos 27 indios enemigos sin que peligrara alguno de los nuestros”.
Al poco tiempo, contagiados por este alzamiento iniciado en la Nueva Vizcaya, en las regiones serranas de la Nueva Galicia y otros lugares, se habían también levantado en armas en pie de guerra muchos miles de indios de los grupos étnicos ya antes mencionados, causando esto un nuevo dolor de cabeza y un gran problema a las autoridades Virreinales, que había que solucionar lo antes posible.
Al comenzar esta insurrección en 1616, en Santiago Papasquiaro Durango había cinco Sacerdotes Jesuitas quienes, al ver el peligro, reunieron a las familias de españoles residentes en ese lugar, para que se refugiaran en el Templo; cuando llegaron los indios rebeldes alzados, le prendieron fuego para que se quemaran todos los que estaban dentro. Ante este mortal peligro, los Padres Jesuitas abrieron las puertas y salieron portando un Crucifijo a exhortarlos a que abandonaran sus propósitos en el nombre de Dios. Los tepehuanes, entre gritos y burlas, los acribillaron a flechazos matándolos ahí mismo. Luego, sacaron por la fuerza a los refugiados en el Templo asesinándolos salvajemente y enseguida entraron para saquear, destruir e incendiarlo todo: altares, ornamentos, imágenes, muebles, objetos sagrados quedándose con varias telas y otros objetos para adornar sus cuerpos, vestimenta y pelo.


Reino de la Nueva Vizcaya
En 1617, el Gobernador de la Nueva Vizcaya, viendo la gravedad de este alzamiento, con autorización y apoyo de las autoridades virreinales, reunió un ejército de 600 soldados veteranos de muchas batallas con mucha experiencia en la guerra, perfectamente bien entrenados y armados y pertrechados, para marchar con ellos a través de la sierra en busca de los rebeldes alzados que sobrepasaban los 25 mil, horrorizados por la despiadada matanza y saña que habían realizado con sus indefensas víctimas. En efecto, marcharon en su busca en perfecto orden a pie y a caballo por las abruptas serranías de la Nueva Vizcaya, matando sin piedad a cuantos indios encontraban, atacando pueblo por pueblo de la nación tepehuana sin perdonar ni a hombres, mujeres y niños, importándoles muy poco si habían o no participado en la rebelión, destruyendo e incendiando los poblados antes de retirarse. - ¡600 soldados españoles veteranos con mucha experiencia en la guerra, contra 25 mil tepehuanos rebeldes, se ve a todas luces disparatado, ya que eso nos da cerca de 42 rebeldes por cada soldado español! - Sin embargo, como eran fervientes creyentes, confiaban ciegamente en el auxilio y apoyo de la Providencia invocando al Apóstol Santiago, en su experiencia y en la superioridad de sus armas.
El tremendo y gran encuentro entre los 600 soldados españoles y más de 25 mil tepehuanes rebeldes, se dio tres días después de la salida del Gobernador de Guadiana (Durango) en las llanuras de Cacaria cerca de las abruptas serranías del llamado Espinazo del Diablo, a nueve leguas de la ciudad de Durango. Ahí se encontraron frente a frente, lanzándose de inmediato el uno contra el otro. Los soldados, se alinearon en perfecto orden de combate y en silencio, mientras que los indios les lanzaron tal cantidad de flechas que oscurecieron el cielo las que los españoles evitaron con sus resistentes escudos de hierro. Enseguida, los tepehuanos atronaron el aire con fuertes alaridos y gritos de burla y realizando ademanes de provocación, enfrentándose al fin en fierísimo combate cuerpo a cuerpo. Después de más de dos horas de encarnizada lucha sin dar ni pedir cuartel, vieron los indios alzados tepehuanes la mortal desventaja ante el empuje hispano al verse diezmados por las muy superiores armas españolas, y al ver cómo iban cayendo muertos cientos de sus compañeros y ningún español. Por otra parte, tuvo mucho que ver la experiencia, orden y disciplina de los militares y el desorden y ataque en montón de los indios rebeldes e indisciplinados, entorpeciéndose sus movimientos entre ellos mismos unos con otros. Así, con el paso de más de dos horas de combate, el campo de batalla se vio lleno de una gran cantidad de sangre y de miles de rebeldes muertos, sin que cayera muerto o herido ni un solo soldado español, hasta que – viéndose diezmados y derrotados, - los rebeldes, al saberse imposibilitados ante esas verdaderas máquinas de guerra, emprendieron una desordenada huida internándose en los montes y quebradas, dejando tirados entre muertos y heridos, a varios miles de tepehuanos en ríos de sangre y miembros mutilados. El capitán gobernador, ordenó rematarlos para no dejar vivo a ningún rebelde, danto además instrucciones de perseguirlos entre ríos, montes y cañadas hasta los últimos rincones de la sierra para encontrarlos donde estuvieran y de una vez escarmentarlos. Esta persecución duró varios días haciendo una horrible y sangrienta carnicería con los desdichados indígenas que encontraban, atacando sin distinción a cuanto poblado hallaban en su camino, dejando los campos llenos de muertos entre hombres, ancianos, mujeres y niños, de manera que en poco tiempo, aquello era una espantosa desolación en donde reinaba la muerte y el caos.



Los pocos agraciados que lograron escapar, se metieron a vivir en cuevas en lugares muy remontados donde duraron muchos días sin comer, presas de pánico y sin atreverse a salir, temerosos de ser encontrados y muertos por los terribles y sanguinarios soldados españoles.
Dice el historiador jalisciense Pbro. Luís Pérez Verdía:
“Mataron los españoles por cada cristiano que había muerto, cuarenta indios. Con este conocimiento (los rebeldes) pidieron la paz y después de haber castigado a los más culpables, se formaron nuevos pueblos aunque muy disminuidos y desde ese día, se han ido consumiendo los de esta nación poco a poco”. Y más delante agrega: “La más espantosa ruina de la floreciente Nueva Vizcaya fue la consecuencia tristísima de aquella campaña. El pueblo tepehuano sucumbió, o mejor dicho, desapareció como nación”.
Coinciden Luís Pérez Verdía y Domingo Lázaro de Arregui al afirmar que la otrora poderosa nación tepehuana, jamás volvió a ser lo que era ni volvió a poblarse la Sierra de Durango con decenas de miles de ellos, como alguna vez lo estuvo.
El Convento-Guardianía de Quiviquinta ya no se volvió a reconstruir como el de Acaponeta. Con la valiosa ayuda de los indios caponetas, sayahuecos, totorames y gastencos, muy pronto se volvió a reconstruir el Templo y Convento de Nuestra Señora de la Asunción y las casas de los españoles, ya que todo había sido destruido e incendiado por los rebeldes tepehuanos. En ese mismo año de 1617, llegaron a Acaponeta un grupo de cerca de 100 piratas europeos al mando de Nicholas Van Horn “El Holandés” quienes ingresaron por Chacala, pero sus planes de robo y saqueo se vieron frustrados al encontrar la Villa totalmente destruida e incendiada, por lo que decepcionados, se tuvieron que ir con las manos vacías.


Reino de la Nueva Galicia
Los coras, tepehuanos y demás etnias que participaron de la Nueva Galicia, de Sinaloa y de otros lugares, al ver la lucha perdida, se diseminaron ocultándose en las abruptas y inexpugnables serranías, de donde ellos sabían que sería muy difícil tratar de encontrarlos.
Desgraciadamente, después de que fue sofocado a sangre y fuego y a costo de varios miles de vidas humanas, los españoles militares y encomenderos decidieron darles un escarmiento que nunca olvidarían a los indios hubieran o no participado en la lucha, recrudeciendo mucho más su inhumano trato con ahorcamientos, aperreamientos, la marca en un hombro o en la mejilla con un hierro al rojo vivo, azotes, largas y muy pesadas jornadas de trabajo, el insoportable tributo tan difícil de pagar y otras muchas crueldades más, ya sin hacer caso de la insistente intervención de los religiosos a quienes ya les habían perdido el respeto tratándolos con burlas y desprecio. Desgraciadamente, así siguió por varios años esta tan triste y humillante situación. Pero eso sí, en cuanto los indios empezaban a irse dejando sus pueblos abandonados, una vez más volvían sus ojos hacia esos religiosos acudiendo nuevamente a ellos muy humildes pidiéndoles perdón por sus irreverencias, para suplicarles que fueran a la sierra a tratar de regresarlos. Y así continuó todo igual por muchos años más, y ya jamás volvió a haber otra masiva y sangrienta rebelión, hasta la del mítico Indio Mariano “Máscara de oro” a principios del siglo XIX.
El 24 de abril de 2017, se cumplieron 400 años del suceso del ataque a la Alcaldía Mayor y Villa de Nuestra Señora de la Asunción de Acaponeta, durante el gran levantamiento tepehuano de 1617.
Bibliografía y otros documentos informativos consultados:
·        Chávez Gradilla Néstor. Historia de Acaponeta. Libro primero. Ed. Costa Amic Editores. México D.F. 1983.
·        Chávez Gradilla Néstor. Historia de Acaponeta. Libro segundo. Com. Editorial del Gob. Del Estado de Nayarit. 1991.
·        De Arregui Domingo Lázaro. Descripción de la Nueva Galicia 1602-1606. U. de G. 1980.
·        De la Mota Padilla Matías. Historia de la conquista de los Reinos de la N. Galicia, Nueva Vizcaya y N. León, 1742. U. de G./ I.H.A.H. 1972.
·        P. Pérez Verdía Luís. Historia particular del Estado de Jalisco. 1910.
·        Tello Fray Antonio. Crónica Miscelánea de la Sancta Provincia de Xalisco. 1653. IJAH/INAH Y U. de G. Guadalajara. 1973.
·        Archivo Parroquial.
·        Archivo particular del autor.


0 comentarios: