Por: MARÍA LOURDES DE HARO REYNA
Primera de cinco partes (1/5)
Con mis escasos diez años nunca se me ocurrió preguntar ni de donde era, ni donde vivía. ¿Tenía o no familia? Nunca lo supe; sólo recuerdo que era un señor muy amable, bonachón, alto, de tez blanca, ojos azules, rollizo, canoso, tocado de sombrero, playera blanca, camisa de manga larga, la cual siempre usaba “arremangada” hasta el codo, desabotonada y anudada al frente con los faldones de la misma y unos pantalones, casi siempre color caqui, que le quedaban como a mí me viene el mundo: “guango” (grandes, aguados) y como tenía una gran barriga que por los años ya le colgaba, aunque a veces usaba cinturón, más amplios se le veían, pues, entre los pliegues de la camisa, los del pantalón y la panza, no siempre lograba Don Márgaro que todo quedara en su sitio.
Usaba huarache de correa ancha. Era muy hablantín y ocurrente para dicharachos y bromas, pícaro y muy dado a contar simpáticos cuentos adornados con suceso o situaciones de la vida cotidiana, pero tan increíbles y graciosos que esto le ganaba a diario gran cantidad de clientes que no sólo buscaban la delicia y frescura de su producto sino gozar de un rato de esparcimiento.
Vendía aguas frescas. Inició con el agua de cebada que él mismo tostaba y luego agregó la de limón que personalmente iba a cortar de los árboles para que la fruta no se golpeara porque le daba un “sabor como de golpe al agua”.
Hablaba y se movía como impulsado por púas que le obligasen a hacer movimientos rápidos y cortos y a hablar y hablar y hablar como si eso ayudara a liberarle de angustias.
Por esa época, mi mamá tenía un pequeño restaurant ubicado en una amplia casona frente al mercado municipal y Don Márgaro acostumbraba guardar su mesa, ollas, vasos, etc. Allí en la casa.
Como antes dije, era muy ocurrente. Solía surtirse de agua también de nuestra casa, pues tras el portón de entrada había una llave de agua y me llamaba la atención que cuantas veces lo hacía solía gritar: A’i voy, aguárdame tantito, a’i voy, nomás lleno el balde. Y mi mamá me decía: Ve a ayudarle, mientras el agarra agua. Más casi siempre ocurría que nadie lo estaba esperando.
Nunca lo escuché decir palabrotas o frases mal intencionadas o groseras.
Anunciaba su producto gritando: ¡ESTA AGUA SI TIENE AZUCAR, PORQUE EN MI CASA SE BARRE EL AZUCAR Y SE TIRA A MEDIA CALLE COMO BASURA PODRIDA! ¡Ja, ja, ja, ja! Coreaban los presentes.
Los precios del vaso de agua, según su tamaño, eran de 20, 10 y 5 centavos, y que caray, valía la pena comprar aunque fuese un trago, por el momento mágico que ahí se gozaba.
Continuará.
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