martes, 25 de mayo de 2010

EL INFIERNO DE LAS DROGAS, NARRADO POR UN EX-DROGADICTO

Por Juan Fregoso.
Francisco Javier Fernández Flores, nació un 25 de febrero de 1964, por lo que confiesa tener 46 años de edad. Su padre se llama Nicolás Fernández Huerta y su madre Trinidad Flores Mejía, quien murió cuando él tenía apenas un año de nacido; su padre nunca se hizo cargo de él, jamás se preocupó por su hijo, nomás lo engendró y punto. A la muerte de su madre, Javier quedó al cuidado de su abuela Guadalupe Mejía Acevedo, quien se encargó de su manutención y de inscribirlo en la escuela, llegando a estudiar hasta el tercer año de primaria.
Por la pobreza en que vivía su abuelita, quien trabajaba de cocinera, Javier no logró culminar sus estudios básicos y se dedicó a trabajar en lo que fuera, según narra. Cuando cumplió los 16 años, Javier tuvo su primer contacto con los drogas; la primera que probó, relata, fue la mariguana, pero llegó el momento en que ésta ya no le hacía efecto, y entonces, le entró a los psicotrópicos: “de esos que te dan para abajo,” comenta con voz pausada, meditando cada una de sus palabras. “Tiempo después, le entré a la morfina, para mí esta es la droga más perra, la más letal, la que me convirtió en su esclavo, atado a cadenas que no es fácil romper, fui drogadicto durante 30 años, ya que hace alrededor de dos meses salí de un centro de rehabilitación en donde se me brindó ayuda profesional para que dejara la adicción que me estaba destruyendo: pero hoy, gracias a Dios, me siento curado, me siento otro,” explica con cierto orgullo, “porque no es tan fácil salir de este infierno en el que se encuentran todavía muchos jóvenes, pues se necesita mucha fuerza de voluntad y mucha fe,” dice. Sin embargo, sigue recordando que a los 19 años se convirtió en asaltante, robaba dinero, joyas y todo lo que fuera de valor para luego venderlo y comprar los enervantes. “Regularmente los ilícitos los cometía en la ciudad de Tecuala, en Tepic y en Mazatlán, Sinaloa: quería tener con ello —aparte de la droga— lo que nunca tuve en mi infancia, cariño, el amor de mis padres que nunca recibí; yo recuerdo que cuando era niño a todos los demás, en Navidad les amanecían juguetes y a mi no me amanecía nada, por eso me convertí en asaltante,” refiere con un dejo de tristeza en sus ojos. En 1986, Javier se fue a vivir a Mazatlán, en donde —según afirma— fue parte un grupo especial de investigaciones llamado anticholos. “En ese entonces gobernaba aquel estado Antonio Toledo Corro,” explica. “Un día -dice-, caí en una emboscada por unos cholos: me acompañaba mi novia, Adela Ramírez Torres, con quien pensaba casarme para ya ponerme en paz. Dos cholos me lesionaron con una navaja en la costilla derecha, pero lo peor vino después, pues los asaltantes intentaron abusar sexualmente de mi novia, entonces yo les dije que no le hicieran nada, que ella no tenía vela en el entierro, pero no me hicieron caso y comenzaron a desnudarla, le rompieron la blusa y le quitaron el brassier: la iban a violar. Fue entonces que yo saqué una pistola 38 especial que portaba y le disparé a uno de ellos, dándole en el corazón, cayó muerto. El otro corrió, pero yo ya estaba cegado por la ira y le alcancé a pegar cinco balazos en la espalda, también lo maté.” Herido como estaba, no pude huir, pues me estaba desangrando a causa de la puñalada: “le dije a mi novia que se fuera, que me dejara solo, porque pronto llegaría la tira. Y así fue, allí me detuvo la Policía Judicial y me trasladaron a la cárcel, tras el proceso legal me impusieron una pena de 25 años, pero por observar buena conducta me dejaron libre antes, después de haber cumplido la tercera parte de la condena que me impusieron,” cuenta. “Cuando salí de la cárcel seguí consumiendo drogas y cometiendo actos delictuosos. A los tres meses de haber salido del CERESO de Sinaloa, asalté una marisquería en la ciudad de Tepic: allá duré tres años y medio preso, pero gracias a la intervención de un magistrado me soltaron. Cuando estaba en la cárcel me avisaron que mi abuelita había muerto, me deprimí tanto que le puse con más ganas a la chiva.” Prosigue: “entonces, mi tía Bernardina, me echaba en cara que por mi culpa se había muerto mi abuela y eso me calaba hasta lo más hondo de mi ser, porque no era cierto, pero aguanté todas sus humillaciones.” Paradójicamente las palabras de desprecio y rechazo de su tía hicieron que Javier las tomara como un reto: dejaría para siempre las drogas. Se internó en el Centro de Rehabilitación “Amigos por Siempre”, en la ciudad de Tecuala, en donde duró aproximadamente dos meses, y otros tres en Mexicali, Baja California (sede del centro), a donde fue enviado por el subdirector, Víctor Vega Martínez, porque supuestamente Javier seguía drogándose, “pero esto fue una mentira urdida por algunos compañeros a los que no les caía bien,” expresa. Finalmente, un amigo de Acaponeta que se encontró en Mexicali lo ayudó y le pagó el pasaje para que se viniera. Ahora, Javier se encuentra trabajando como aseador de calzado: “ya no consumo drogas, porque hoy no hago mi voluntad, sino la voluntad de Dios, a quien le doy gracias todos los días y todas las noches por haberme permitido salir de ese infierno que no le deseo a nadie,” advirtió.

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