martes, 5 de octubre de 2010

LA INFANCIA DE ÁNGEL.

Por: Juan Fregoso
La vida es injusta con algunos seres humanos, que nacen con el sino de la desgracia, de la mendicidad, de la pobreza, que hiere, que muerde, que lastima, sobre todo cuando vivimos en una sociedad frívola que juzga y sentencia de manera implacable, sin que a ésta le importe si daña o no los sentimientos del ser humano que no pidió, por supuesto, venir a este mundo. Pero así es la vida, nos dicen los viejos, sólo como una especie de justificación que tal vez vienen arrastrando desde que el tiempo es tiempo y ante la imposibilidad de rebelarse ante las reglas establecidas por un Dios que ha decidido, por alguna razón desconocida, darle mucho a algunos y a otros poco o casi nada. Visto así el mundo, es evidente que Dios no fue—ni es justo—por más que la iglesia proclame que los pobres tendrán como destino la Gloria cuando éstos mueran o trasciendan el más allá, en donde alcanzarán la felicidad que se les negó en este mundo lleno de egoísmo.

   --Y para que quiero la Gloria cuando ya esté muerto—diría Ángel—un niño que nació en medio de la pobreza, mirando a sus amiguitos disfrutar de casi todo, mientras que él prácticamente no tenía nada. Es cierto que Ángel tenía a sus padres—y muchos dirían—entonces estaba rico; es verdad que tener a nuestros padres es una bendición o una riqueza como se nos dice. Pero el hombre—cuando niño, sobre todo—necesita también de otras cosas complementarias que llenen su universo infantil para su realización plena; el niño no puede ser niño cuando la naturaleza o una sociedad cruel le niega la posesión de ciertos bienes—y cuando me refiero a bienes, no me refiero a un materialismo inhumano—, sino a un simple juguete que le dé alegría e ilumine su rostro, que lo haga sentirse vivo—y por qué no, importante—, ¿por qué entonces se le niega ese derecho?  

  Ángel era hijo de un matrimonio humilde, ya lo dije, pobre. Su padre era campesino que sobrevivía de su jornal; su madre era una hacendosa mujer dedicada a los quehaceres del hogar. Ambos no tenían instrucción alguna, pero soñaban con darle a su hijo lo que ellos nunca tuvieron, querían que Ángel llegara a ser un gran profesionista; ese era el sueño de sus padres, pero el raquítico salario que percibía don Candelario apenas les alcanzaba para mal comer. Ángel vivía en ese ambiente paupérrimo, injusto; él y sus padres habitaban una casa con techo de palapa, paredes de lodo y piso de tierra salitrosa, era pues, un cuadro conmovedor que laceraba el alma tierna de Ángel, que en contraste veía que los demás niños de su edad vivían con sus padres en mejores casas y con comodidades. Quizá muchos piensen que un niño no percibe todos estos detalles, pero están equivocados, porque justamente en esa etapa es cuando el infante es mucho más perceptivo que los adultos, tal vez los psicólogos nos den la razón en este sentido.

  En Navidad, doña Catalina, —madre de Ángel—era la que más sufría al ver que a los compañeritos de su hijo les amanecían lujosos juguetes. Ellos eran tan pobres que no tenían para comprarle ni siquiera un modesto regalo a su amado hijo, quien veía con inocente envidia a los demás chiquillos jugar alegremente con aquello que les había traído El Niño Dios. Ella—doña Catalina—se preguntaba con cierta ingenuidad, ¿por qué su hijo no era tomado en cuenta por Dios?, ¿qué acaso por ser pobre el Ser Supremo no lo tomaba en cuenta? ¿Sería eso?, se preguntaba con aire de candidez.

  Entonces, con ese inmenso amor—que sólo una Madre le puede prodigar a su hijo—, con pedazos de madera se puso a construirle sus juguetes; sus delicadas manos fueron dándole forma a aquellos trozos de madero hasta convertirlos en pequeños carros, a los cuales les ponía ruedas de habas; también le fabricaba pistolas y otras obras que salían prodigiosamente de sus laboriosas manos, y finalmente terminaba contándole fantásticos cuentos a su vástago, que con todo aquello, era feliz, al grado de sentirse en igualdad ante sus amiguitos. Pero, doña Catalina no se sentía del todo satisfecha, porque ella hubiese querido regalarle algo más valioso o cuando menos algo igual a la de los amigos de Ángel, quien, sin embargo, con los juguetes hechos por las manos de su madre, se sentía completo, feliz, contento, alegre, porque en su inocencia ya “estaba a la altura” de los demás niños.

  Ángel tenía entonces cerca de ocho años, cursaba el segundo año de primaria, y era un chiquillo inteligente, precoz, tanto que veía en sus padres como el más grande de los tesoros que Dios pudo darle; era un Ángel literalmente, muy sensible—sensibilidad heredada de su madre, a quien idolatraba en grado superlativo—.Un  día, sin saber qué era la riqueza, pensó que sus padres eran eso; su mayor riqueza, entonces qué más podía pedirle a la vida: con ellos lo tenía todo…qué importaba que el Niño Dios no le trajera nada, Ángel así era—así fue feliz—hasta  los diez años, cuando una extraña enfermedad comenzó a restarle sus fuerzas…poco a poco su semblante se fue tornando pálido y sus ojos negros como la noche también fueron perdieron el brillo del sol naciente, era obvio que la vida se le iba escapando lentamente. ¿Qué era lo que tenía Ángel?, se preguntaban sus padres. Pero no obtenían respuesta alguna, como tampoco tenían recursos para pagar la consulta de un médico para que éste les dijera el padecimiento que aquejaba a su hijo; su padre sentía una impotencia que rayaba en una ira feroz, pues se preguntaba y repreguntaba ¿por qué a su pequeño le pasaba todo aquello que él no alcanzaba a comprender? Renegaba entonces de la pobreza en que vivían y al mismo tiempo blasfemaba contra Dios a quien consideraba injusto porque en su rupestre opinión pensaba que ese Ser Supremo se ensañaba con su pequeñín a quien tanto adoraba. Inesperadamente, un día, lo visitó don Melquíades Montes, el hombre más acaudalado de San Francisco de Allende. Don Melquíades era rico, pero de nobles sentimientos y al enterarse de la situación por la que atravesaba don Candelario, decidió ofrecerle su ayuda incondicional. Lo que tiene tu hijo, le dijo, ha de ser producto de su desarrollo; no te preocupes, toma este dinero y llévalo a la clínica, al médico, para que lo examine…ya él te dirá lo que realmente tiene; yo estoy seguro que no es nada grave y pronto con algunos mejunjes o vitaminas se pondrá bien el chamaco—le dijo en tono alentador don Melquiades—pero, ¡ánimo hombre!, todo va a salir bien. Le dio una palmadita en el hombro y se fue, no sin antes decirle: “mantenme al tanto, y si ocupas más dinero, no dudes en buscarme”. Don Candelario accedió con un dejo de tristeza, pues quería creer ciegamente en las palabras de aquel hombre para quien alguna vez trabajó como jornalero y que sorpresivamente le demostró su lado bueno; una parte de su personalidad que no le conocían la mayoría de sus peones, con quienes en el trabajo era enérgico, duro y exigente, pero ahora le manifestaba que tenía buenos sentimientos, puesto que también le había dicho al darle el dinero; “ah, y no te preocupes por la deuda, porque no lo es…simplemente te estoy ayudando porque veo que lo necesitas y es mi deber como ser humano echarte la mano, así que deja de preocuparte, pues lo que te estoy dando, te lo estoy dando de corazón, porque me nace, carajo”. ¿Puedes entender eso? Luego, se marchó.

  Al día siguiente, al despuntar el alba, don Candelario en compañía de su esposa se trasladaron a San Jerónimo, el pueblecito más cercano donde había una clínica. Ángel iba ardiendo en fiebre, sufría convulsiones y un sudor frío le salía por los poros. Al llegar al centro de salud inmediatamente lo canalizaron al servicio de urgencias en donde una enfermera le prestó los primeros auxilios. Al verlo, la joven mujer movió la cabeza en señal de preocupación: es necesario que a este niño lo vea el doctor Santillán, es el más competente en esta institución, dijo. Llamó al galeno y éste acudió presurosamente; auscultó a Ángel minuciosamente…miró detenidamente a sus padres de pies a cabeza, como queriendo decirles—y decirse él mismo—que ojalá no resultarán ciertas sus sospechas. Enseguida, soltó: “es necesario hacerle a este niño unos análisis de sangre; hay que llevarlo al laboratorio del químico lo más pronto posible, ordenó a sus asistentes. Román Santillán tenía largos años de experiencia como médico, de hecho contaba con alrededor de sesenta años, años que le habían permitido lidiar todo tipo de enfermedades que con  tal sólo ver el semblante del paciente podía emitir un diagnóstico, aunque este fuera apriorístico, pero por lo general, inequívoco. El doctor tenía como regla la duda—la duda es ciencia—se decía, y por eso recurría a los estudios clínicos completos antes de hacer una evaluación precipitada. El médico Román Santillán era toda una autoridad en la medicina, sus propios colegas lo reconocían y lo admiraban por su profesionalismo: entre todos ellos, Santillán era un médico nato, un hombre que había nacido para la medicina, digno de portar la bata blanca que significa pureza entre muchas otras cosas. Nunca—o pocas veces—se  equivocaba en sus diagnósticos, y se caracterizaba por su franqueza al tener que dar una noticia benigna o fatal en torno a sus pacientes; en este aspecto para muchos era duro, implacable, aunque él sintiera el dolor de los familiares del enfermo; Santillán era de la idea que hay que decir la verdad, por cruel que sea, a decir una mentira piadosa…esa era una de sus reglas invariables.

  Era la navidad del año de 1960. Pero el año qué importaba, el hecho es que era el Día del Nacimiento de Jesús, y por lo tanto, era una época en que reinaba la alegría, el alborozo entre adultos e infantes: tiempo de posadas en que las piñatas son la delicia de los niños que se pelean por romperlas para llevarse una porción de dulces; eran tiempos de adoración al Niño Jesús…tiempos de felicidad, de dicha, aunque no para todos. Era el caso de Ángel.

  Artemio Cervantes, el Químico, hizo acto de presencia llevando en sus manos unos papeles: eran los resultados de los análisis practicados a Ángel. Se los entregó a Santillán. El médico se sentó tras su escritorio y se puso a leer con detenimiento aquellos estudios químicos; sus ojos pequeños y rasgados, como los de un oriental, por momentos se agrandaron, y en otros se empequeñecieron al grado de parecer unas meras rendijas. Frotó con su mano derecha su amplia frente y se mesó lentamente las escasas hebras que le quedaban: tenía frente a él a don Candelario y a doña Catalina, padres de Ángel, y con cierto aire de pesadumbre levantó paulatinamente la cabeza, mirándolos de frente, como era su costumbre ver a los familiares del enfermo, incluso a éstos mismos. Primero clavó su mirada en doña Catalina, que se tronaba los dedos en señal de preocupación, luego posó su mirada en el rostro lleno de surcos de don Candelario. Respiró hondo—como para oxigenar su mente—, enseguida, con voz que parecía de plomo dejó caer la fatal frase a los afligidos padres; “señores, lamentó decirles que mis sospechas, desgraciadamente resultaron ciertas…un silencio sepulcral invadió la sala del pequeño hospital, y entonces Santillán, con un nudo en la garganta, dijo: lamentablemente tengo que darles una mala noticia, su hijo, señores, tiene leucemia…aquella cruel palabra la había dicho infinidad de veces en el ejercicio de su profesión, sin embargo esta vez, por alguna extraña razón, lo hizo estremecerse, se podría decir que el médico sentía como propia aquella maldita enfermedad con la cual no había podido hacer nada, pese a sus vastos conocimientos. Don Candelario con trémula voz se atrevió a preguntar: ¿y eso qué chingado es, doctor? Al grano, dijo el viejo, con acento campirano… ¿qué chingados es eso? vociferó.

  El doctor contestó pesadamente: leucemia, señor—hizo una pausa—, pues  en el fondo deseaba estar equivocado, a sabiendas de que no había margen de error, lo sabía perfectamente. Decidió, entonces, dejar caer aquellas pesadas palabras…leucemia, señores, es cáncer en la sangre, y por desgracia, eso es lo que tiene Ángel, dijo el galeno inclinando la cabeza como en señal de impotencia. Y desgraciadamente, hasta ahorita, no tiene cura, hasta ahorita no se conoce ningún medicamento que destruya esta enfermedad. No saben cuánto lo siento, expresó con acento compasivo, mientras que en su fuero interno el médico se reprochaba: ¡maldita enfermedad!, cuántas vidas me has arrancado de las manos—cierto  le dijo la voz de su conciencia, —pero tú nada puedes hacer ante estos casos; pero, ¿por qué un inocente que apenas comienza a vivir?, ¿por qué? se fustigó inclemente el médico. ¿Por qué, Ángel?—se preguntaba, como si conociera al niño de mucho tiempo—, qué injusta es la vida, repuso para sus adentros.

Usted, no sirve para nada, le espetó don Candelario, en el límite de la locura. ¡Váyase al diablo!, llevaremos a nuestro hijo a otro doctor que sí sepa…porque usted, es un bueno para nada, expresó indignado y contrito de dolor ante aquella terrible noticia. El doctor Román Santillán escuchó todo aquello con estoicismo, pues comprendía el inmenso dolor que embargaba a los padres de Ángel: quizá yo hubiera reaccionado de la misma manera, pensó.

  En vano fueron los intentos que realizaron los padres de Ángel. Todos los médicos que habían consultados parecían haberse puesto de acuerdo con el doctor Santillán. Lo lamento, les dijo el médico de Atotonilco, lo mismo que el San Pedro, igual que el de Santa Clara. Ángel estaba condenado a muerte. Y el niño lo sabía por intuición, por eso con su vocecita ya apagada les dijo a sus padres al ver sus rostros llorosos: no lloren papás…viví diez años con ustedes y logré aprender muchas cosas buenas de este mundo maravilloso que no todos tienen la suerte de conocer, porque muchos mueren al nacer, y otros son sacrificados por sus propias madres cuando los tienen en sus vientres. Don Candelario y doña Catalina se miraron con asombro: ¿cómo era posible que Ángel hablara de aquella manera, si apenas contaba con diez años? Como adivinando sus pensamientos el niño les dijo: el tiempo en realidad no tiene medida, basta con vivir diez años para entender el mundo, sólo que muchos se pierden contando los años y el tiempo no se mide por años, sino por la intensidad de saber vivirlo. Y eso, pronto lo aprendí…pronto lo entenderán padres míos.

  Dicho esto, Ángel aflojó su débil cuerpecito, cerró los ojos y murió en el regazo de su madre, quien ya no derramó ninguna lágrima: alzó la vista al firmamento y observó el brillo cegador de lo que parecía una estrella pequeñita, pequeñita, como su hijo que acaba de expirar. Aquella estrella los bañó de una luz de un intenso color dorado, al mismo tiempo que parecía transmitirle la dulce vocecita de su hijo que les decía: aquí estoy mamá, aquí estoy papá. Dios está conmigo y una pléyade de ángeles me cuidan y juegan conmigo. Soy muy feliz mamá, ya no estoy enfermo, porque ellos me han sanado: por favor, ya no se preocupen por mí, estoy en manos de Jesús y a través de Él estoy con ustedes, jamás los abandonaré, estaré esperándolos para volver a vernos. Doña Catalina se arrodilló y oró por unos instantes, enseguida se incorporó y dijo en voz alta como para que la escuchara su esposo: sí, mi’hijo, pronto estaremos contigo y ya nadie nos separará. Ángel había sido el elegido de los dioses, que al ver su sufrimiento decidieron llevárselo a su verdadero hogar. Sí, porque Ángel, nunca había pertenecido a este mundo…fue un angelito que sólo vino a enseñarles a soportar estoicamente lo que es el dolor, pero también a conocer la verdadera felicidad a sus padres y al mundo entero.     

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