Por: Juan J. Gaspar G.
Conocí a Fray Junípero en las
amarillentas páginas de un libro en la biblioteca de la Escuela Normal
Urbana de Tepic. Antes sólo sabía de él por el hotel que lleva su
nombre, y una estatua en la explanada del templo y ex convento de La
Cruz donde el misionero paraba en sus viajes rumbo al puerto de San
Blas.
En esas ruinas de leyendas y tradiciones sobre el
hallazgo de la venerada Cruz de Zacate, caminé con mi amigo Joaquín
Hernández por oscuros pasadizos y celdas, éramos niños y jugábamos a las
escondidillas en ese antiquísimo remanso arquitectónico, gozando de las
influencias que entonces teníamos con el Padre Chencho. Recuerdo que
una vez, al salir de ese claustro, y caminar por el extenso atrio de tan
conocido templo, por instinto voltée hacia el oriente y observé su
imponente efigie de mármol, era él, imponente pastor, misionero de mil y
un caminos,… Yo creí escuchar, o tal vez eran efectos de psicofonía,
una grave pero apacible voz que me dijo: "...nos volveremos a ver…
*
El segundo contacto fue en la Sierra Gorda de Querétaro (Para cumplírmela).
Ya
como maestro rural y luego de trabajar en pequeñas comunidades y
poblados, dejé mi puesto burocrático en la SEP, abandoné mis trajines
sindicales y, movido por fuerzas superiores a mi raciocinio y voluntad,
fui a parar a esa sierra tan hermosa y exhuberante, vergel, un paraíso
terrenal, apenas entristecido por la pobreza extrema de su gente.
En
el rostro de mis niños había destellos de luz y esperanza, mismas
señales que vió aquel fraile franciscano, intercesor, abogado y maestro
de los indígenas pame-otomíes, tan lastimados por el látigo español.
Reconocí
la obra de Fray Junípero Serra en las misiones de Concá, Tilaco, San
Miguel y Jalpan. Llevando las letras a los pobres, haciendo labor
comunitaria, mostrando el sendero de la organización y de la lucha,
pude entender que la obra educativa de aquel noble varón, hondas raíces
dejó en el alma de nuestros amados hermanos indígenas.
*
Y
los últimos avistamientos fueron acá en el sur de California. Caminando
un día lo hallé en la Placita Olvera, mexicanísimo remanso, primer
asentamiento de El pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles. Ahí, bajo la
sombra de un frondoso abedul vi su monumento de piedra con la placa
alusiva al andarín que incansable llevó la grandiosa obra constructiva
de los franciscanos.
Supe de las misiones fundadas por
este fraile mallorquino en esos vastos territorios de la Alta
California, en donde hoy siglos después se asentaron las ciudades de San
Diego, Los Ángeles, San Gabriel, San Luis Obispo, San Antonio, San
Francisco, Sacramento y San Carlos Borromeo, en Monterey California,
último sitio explorado por Miguel Josep Serra i Ferrer, su nombre
primero, quien con dolorosa y punzante herida en el pie derecho,
traspasó las actuales fronteras que hoy nos separan de nuestro vecino
del norte.
Él las cruzó como evangelizador, abnegado
defensor de los indios, yo tuve que cruzar esas tierras como
indocumentado. El caso es que pude conocer la orografía de esas
tierras, sin tanto sufrimiento, a pesar de las corretizas que me puso la
migra en tres ocasiones.
Pienso en el abismo de siglos que nos
separan y de esa profunda huella que ha quedado esculpida en esos
grandes monumentos, impresa en las amarillentas páginas de aquellos
viejos libros, pero sobre todo en la memoria de los pueblos…
*
Hace
muchos años, un 24 de noviembre nació, con la estrella del oriente,
este noble y abnegado educador, que vino a transformar la vida de tantas
comunidades que hoy, a pesar de sus grandes tribulaciones le rinden
merecido homenaje…
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