domingo, 4 de diciembre de 2011

LA CHICA DEL MOSTRADOR



Déjando un poco de lado los bártulos del periodismo, el buen amigo acaponetense Juan Fregoso Flores, incursiona en la narrativa y comparte con nosotros este cuento.

Por: JUAN FREGOSO

La conoció en un modesto restaurante-discoteca en donde trabajaba como dependienta de aquel negocio. Ella de vez en cuando se comedía a ayudar a sus compañeras en el trabajo, sobre todo, cuando éste se acumulaba.  


El día que Carlos—un abogado con cierto prestigio—entró por mera casualidad a tomarse un descanso, cansado de su trabajo, de analizar y formular demandas de sus clientes, decidió sentarse en el último rincón de aquel establecimiento que eligió al azar, pues quería estar solo, en esos momentos no deseaba que ninguno de sus más íntimos amigos le robara la tranquilidad que buscaba. Quería olvidarse, aunque fuera por un momento, de juicios y todo lo relacionado con su profesión.  
Era domingo, cuando el restaurante estaba atiborrado de gente. Carlos pidió un taza de café, ya que pensó que éste le reanimaría el ánimo y le despejaría la mente, y es que en los últimos días había tenido una verdadera carga de trabajo; desahogando audiencias en los tribunales. Esta situación lo mantenía tenso, con los nervios crispados, deprimido, sin ganas de hacer nada. En un momento pensó mandar al carajo los negocios, confiárselos a sus colegas, al fin que, durante los años de ejercicio profesional, le habían permitido ahorrar lo suficiente como para retirarse y llevar una vida tranquila. Quizá por eso había entrado al restaurante, para analizar esa posibilidad.  
Pidió una taza de café bien caliente, nada mejor para relajarse, para despabilarse un poco, se dijo para sí mismo. En cuestión de minutos se acercó a él una chica de piel apiñonada, de ojos rasgados, de un negro intenso como la noche e igual que su cabellera; llevaba puestas unas pequeñas gafas que le deban un cierto de aire de intelectual. La chica, amablemente, le llevó la bebida aromática. Enseguida, con dulce voz, le preguntó: ¿Desea algo más el señor?—Por el momento no—, contestó llevándose la taza de café a la boca. Gracias, si me ofrece otra cosa yo le avisaré. Y volvió a poner la taza sobre la mesa.  
Mientras le daba pequeños sorbos a aquel líquido negro, Carlos reparó que la chica no le quitaba la vista de encima, desde el mostrador en que ésta se encontraba. Algo sorprendido, se preguntó por qué la chica le miraba con tanta insistencia. La mayoría de clientes eran jóvenes entre los 17 y 20 años de edad, entre hombres y mujeres. De pronto, cayó en la cuenta que sólo él no encajaba en aquel ambiente bullicioso: Carlos contaba entonces con cuarenta años, y su abundante cabellera comenzaba a teñirse de blanco, sobre todo en sus sienes, lo que contrastaba con el pelo rojizo de las jóvenes mujeres, y de múltiples colores de los jóvenes, bien peinados por los pegostes de gel que se habían aplicado; más de alguno, lucía orgulloso un arete en una de sus orejas. Nada que fuera con él.  
¿Sería eso, acaso, el motivo por el cual aquella chiquilla lo escrutaba de pies a cabeza?, se preguntó. Entonces, sintió el impulso de salir corriendo del restaurante, que hasta entonces reparó que en los manteles de las mesas había una leyenda que decía: “Restaurante Mocedades”.  
¡Carajo!, creo que entré al lugar equivocado, caviló, al tiempo que enderezaba su cuerpo para marcharse. Por detrás de él—sin que se hubiese dado cuenta—unas delicadas manos femeninas se posaron en sus hombros obligándolo con suavidad a sentarse de nuevo. ¿Tan pronto se va?—le dijo con melodiosa voz la chica del mostrador—, ¿es que no le gusta el servicio que se le está brindando?, escuchó a la chica que le decía.  
Turbado momentáneamente, Carlos no encontraba las palabras adecuadas para contestar, se sintió como aquellos jóvenes que cuando son sorprendidos por sus padres haciendo algo indebido se ven envueltos en un manojo de nervios: buscando alguna mentira creíble para apaciguar el enfado de sus padres. Pero a su edad, eso ya no tenía cabida—al menos eso creyó—, mientras la chica seguía parada frente a él esperando una respuesta.
--Claro que no, señorita, contestó maquinalmente. Lo que pasa es que sentí la necesidad de salir para fumarme un cigarrillo—Carlos estaba mintiendo, y lo peor, no sabía porqué—. La muchacha tranquilamente le contestó: No se preocupe, aquí puede fumarse su cigarrillo, hay cierta tolerancia para “ciertos” clientes. ¿Ciertos clientes?, se dijo para sus adentros, para enseguida responderse; pues qué clase de cliente soy yo para que se me tolere fumar en un lugar donde había un letrero que claramente decía: ¡Prohíbido fumar! Carlos no entendía nada, la condescendencia hacia su persona lo tenía desconcertado: La mentira que había dicho ahora se volvía en su contra, puesto que era enemigo del humo, había dejado aquel pernicioso vicio desde hacía quince años, por lo que el embuste lo había inventado sólo para salir del paso.
--¿No fumas, verdad?—le dijo la chica del mostrador—lo dijiste únicamente para justificar tu salida, ¿no es así?, le espetó la joven. Y siguió, no tienes nada que responderme, expresó la chica, quien para asombro de Carlos se sentó a la mesa, junto a él. Me llamo Jacqueline, pero mis amigos me dicen Jacqui, le dijo, al tiempo que le extendía la mano— ¿y tú?—lo tuteaba como si fuera un chico de su misma edad—.Casi arrastrando las palabras le contestó: Mucho gusto, yo me llamo Carlos… Carlos Elizalde, para servirle, señorita. Y al pronunciar su nombre, Carlos notó que le sudaban las manos: Estaba nervioso, era evidente que aquella chiquilla lo inquietaba, era como si la presencia de ella lo regresara a su adolescencia, cuando con timidez se le declaró a Fabiola, su primera novia.
--¿Qué te pasa, Carlos?, parece que nunca en tu vida has estado con una chava, exclamó Jacqueline, con su melódica voz, mientras que sus ojos intensamente negros le miraban fijamente, como si quisiera penetrar los pensamientos de Carlos, que a estas alturas ya se sentía más conturbado que cuando tenía quince años.
--¡Nada!, en realidad no me pasa nada, respondió para zafarse del acoso de aquella joven seductoramente bella, tan bella como atrevida.
--Está bien, respondió ella. ¿Quieres bailar una canción conmigo?—le dijo Jacqui, con cierto aire de inocencia. ¿Bailar? Has dicho bailar—soltó, atónito, Carlos— ¿pero qué te pasa, muchacha, quieres bailar con un tipo como yo?, ¿no sabes la edad que tengo? Haría el ridículo ante la mirada de tus clientes y de tus amigos, repuso.
--Parece que ya te sientes viejo, contraatacó la joven. ¡Sabes!, para mí no lo eres. Es más, desde que entraste al restaurante me pareciste un hombre interesante, y si he de serte franca, atractivo, no como esos—y apuntó con su índice a los jóvenes que bailaban despreocupadamente—que son unos insulsos… huecos de la cabeza, le comentó la chica. En cambio tú…, tú eres diferente, eso es todo. Y es esa diferencia la que me cautivó tan luego te vi, dijo atrevidamente Jacqui.
---Oye, pero qué te sucede, exclamó Carlos. ¿No te has dado cuenta todavía que yo puedo ser tu padre? A ver, dígame señorita, cuántos años tiene usted.
--Veinte, respondió Jacqui sin inmutarse. ¡Ay!, ya por favor, deja de de hablarme de usted. ¿Cuál es la diferencia?—le preguntó—porque yo no la veo. ¡Caramba!, tratas, acaso, de pitorrearte de mí, dijo Carlos.
--Para nada, lo paró en seco, mientras sus delicadas manos tocaban las suyas y acercaba su ovalado y fino rostro al de él. Carlos se dio cuenta de que Jacqueline era endemoniadamente bella, como una diosa. Era extremadamente espigada, y andaba enfundada en unos desteñidos jeans que se pegaban a su esbelto cuerpo resaltando más su silueta; llevaba una minúscula blusa que dejaba entrever la turgencia de sus juveniles senos, que parecían dos palomas a punto de emprender el vuelo. Su cabellera negra era terriblemente seductora, sus ojos eran rasgados—como los de una oriental—y negros como de gato; sus finos labios apenas lucían el tenue roce del lápiz labial. Eran rojos naturales, como el color de una manzana. Ella sonrió, dejando al descubierto unos dientes blancos como la nieve, como diamantes pulidos por las manos expertas de un orfebre, Carlos comprendió que se encontraba ante la mujer más hermosa que sus ojos hubiesen contemplado a lo largo de sus cuarenta años.
--Fue entonces que le ganó la espontaneidad. Lástima que no te haya conocido antes—le dijo—quizá unos diez años atrás. Tal vez—hizo una pausa, como calibrando lo que iba a decirle—; tal vez qué, preguntó ella, con ansiedad.
--Que hubiese sido muy bonito haberte conocido cuando tenía tu edad. Entonces las cosas sí hubiesen sido diferentes, pero no ahora, en que hay un abismo de por medio entre tú y yo…nada es posible. Compréndelo, te dobló la edad, y cuando tú estés en la plenitud de la vida, yo estaré en el ocaso de mi existencia; entonces, ya no me verás con los mismos ojos de ahora, te darás cuenta que soy un anciano y quizá te avergonzarías de mí, explicó Carlos
--Y eso qué importa, Carlos, en estos tiempos las edades no interesan, lo que realmente cuenta es que las personas se entiendan, que haya química entre un hombre y una mujer, eso es lo importante, lo demás sale sobrando, expresó Jacqui.
Carlos estaba estupefacto ante la osadía de la joven, y se preguntaba: ¿No sería, acaso, que aquella jovencita sólo quería divertirse un rato con un viejo como él? Y como adivinando sus pensamientos, Jacqui soltó una juvenil carcajada, que a Carlos le pareció verdadera música celestial que se enrolló en el caracol de sus oídos.
--¡Ay!, Carlos, creo que te menosprecias, no eres viejo—maduro sí, pero viejo no, le dijo—mientras rozaba sus delgados labios contra los de él.
--Me gustas, Carlos, y no para un rato como estás pensando; creo que por fin he encontrado al hombre de mi vida, lo supe desde el momento en que pusiste tus pies en los umbrales de la puerta de este restaurante.
--¿Crees en el amor a primera vista?, inquirió Jacqui…Carlos no sabía que contestar, porque a él también le había gustado desde que la vio y más cuando reparó que Jacqui no le quitaba la vista de encima desde su llegada.
¡Diablos!—pensó Carlos—que para esos momentos se encontraba más confuso que al principio. Sí, era cierto que Jacqui era casi una niña comparada con él, pero no dejaba de ser una mujer que cualquier otro hombre no habría pensado dos veces para enganchársela y llevársela a la cama.   
Pero él no era de ese tipo de hombres. Y entonces decidió cortar por la sano.
--No, Jacqui, lo nuestro no debe ser, es una locura. Tú tienes todo un mundo por delante, y estoy seguro que te sobran pretendientes; jóvenes de tu misma edad. En alguno de ellos vas a encontrar al hombre de tus sueños, yo sólo soy un espejismo en estos momentos para ti; creo que estás confundida, yo no soy el hombre que te conviene y el principal obstáculo entre tú y yo, ya te lo dije: Es la edad. Entonces, como impulsado por un resorte, Carlos se levantó de su silla, le dio un beso a Jacqui en la mejilla, con la ternura de un padre. Luego, le dijo: Adiós, chiquilla, te recordaré siempre como la mujer más linda que he conocido y que en corto tiempo me has hecho sentir el hombre más feliz de la tierra. Parado ya en el umbral de la puerta del “Mocedades”, Carlos levantó su mano e hizo un ademán de despedida y se alejó con paso apresurado—como si fuera perseguido por el mismo diablo—sin volver la vista atrás, por eso ya no pudo ver la tristeza reflejada en aquel rostro angelical, mucho menos cuando, Jacqui extendió la mano como queriendo retenerlo. Tampoco se percató que por las juveniles mejillas de Jacqui resbalaron unas gotas de agua salada de sus ojos, que inundaron su hermoso rostro, de haberla visto en ese estado, quizá Carlos se hubiese regresado para consolarla y secar con su pañuelo aquellas lágrimas que no merecía que ella derramara por él. Jacqui era una mujer que se merecía lo mejor del mundo y él no estaba dispuesto a truncar su destino. Con este pensamiento, abordó su coche y se alejó de aquel lugar, ya no quería pensar en la joven, aunque contra su voluntad, la imagen seductora de Jacqui lo perseguiría…, quizá por el resto de su vida.

2 comentarios:

Blanca dijo...

Buen intento Fregoso. Un saludo.

Ana Gabriela. dijo...

Excelente.Con este cuento el señor Juan Fregoso no sólo demuestra que solamente es un crítico mordaz, sino que tiene de madera de literato. Señor, Fregoso, creo que su fuerte es este genero, desgraciamente su pluma se necesita para denunciar a los funcionarios deshonestos.