Por: Juan J. Gaspar G.
I. CRISTINA: Muñequita de estambre...
La
primera vez que encontré yo a Cristina, la miré bajando del cerro, con
su inmaculada imagen, vestida de blanco. Era una niña delgada,
flaquirulla y pequeña, de acentuadas facciones, pero con la fragilidad
de una tierna flor de zempoazúchitl, apenas suavizada por la húmeda
brisa del rocío matinal.
*
Caminando entre la verde floresta
de los llanos que rodean al viejo poblado de Santiago Mexquititlán,
destacaba su frágil silueta, casi perdida en la profundidad del monte,
subiendo y bajando sin parar la montaña, siempre llevando sus viandas,
los apetitosos alimentos para la abuela Mariana, la mujer más feliz de
la aldea, una bella octogenaria que desde hace tiempo vivía en la
colina, allá atrás de la verde pradera.
*
Cristina
nació y creció entre flores fragantes y pequeños animales, que fugitivos
se perdían en el monte con su ulular y ripitín sonoro, de silvestres y
de inalcansables voces tenedoras de paz. Persiguiendo sin parar,
travesurienta, una multicolor nube de mariposas que se alzaban
poseedoras de fragancias y fragmentos de flor, la hermosa niña caminaba
por la angosta vereda que obstinada la aprehendía y, con firme decisión,
la llevaba hasta el casi derruido jacalón de Mariana, en donde un perro
bailarín y un loro amaestrado le daban la más cordial y contagiante
bienvenida, cuando apenas brotaban los primeros rayos del sol.
*
Todo
era tranquilidad, verdor y pasión, bajo ese bello cielo suspendido en
el tiempo. Nada alteraba la tranquildad del entorno pintoresco de esta
tierra... hasta que el dolor llegó, repentino y falaz, con una viral
atrocidad que enfermó a los niños y viejos de esa pobre comuna Otomí.
*
Una
pandemia terrible llegó a los humildes hogares de Mexquititlán,
comenzando a dejar su estela de muerte en todas las humildes moradas,
comenzando allá arriba de la verde colina. Primero fue Mariana y
después, fueron muchas las víctimas. El luto se diseminó como signo
mortal en los negros crespones que pendían tenebrosos de las vigas y
trabes, de los viejos resquicios de roble y ocote que al crujir
advertían los letales, ardorosos presagios de muerte.
*
No
solamente murió Mariana. Entre los Gervacio Félix, la muerte arrancó con
mayúsculo dolor al más pequeño de la estirpe, Pablito, que al cruzar
sus manitas dentro de su blanco ataúd, aumentó ese dolor lacerante que
destrozó el corazón de esa humilde familia. Fue así que optaron por
abandonar sus tierras y sus cenicientos jacales, para irse a vivir al
poblado de Amealco, o de plano buscar otra vida en la bella ciudad de
Querétaro, o tal vez a una demarcación más hospitalaria y lejana,
pretendiendo tal vez ocultar con su abrupto migrar, bajo el milenario
lujo de otros escenarios desconocidos, diferentes, o cuando menos
lejanos, el dolor de una herida incurable, que jamás cerraría con el
tiempo.
*
II. Linda flor de garambullo, ¿a dónde el viento te irá a depositar?
-- ¿A dónde irás morenita mía, a dónde irás con tanta prisa? Ya la combi de las cinco se ha marchado y el sol está por caer…
En
los ojos de Don Concho, el fulgor de su mirada lanza esa pregunta por
enésima vez… Vicenta se marcha para la capital y si se le ve partir a
estas horas de la tarde, ha sido por el simple hecho de que nadie pudo
prestarle dineros para pagar su pasaje a la Ciudad de México y tuvo que
vender la última camada de gallinas y patos, entre la gente adinerada de
El jacal de la Piedad…
-- Don Concho acaba de enviudar y,
para encontrar compensación sublime a los rigores que nos trae la
soledad, puso sus ojos en esta linda mujercita que a pesar del severo
impacto de los años vividos en medio de pobrezas y maltratos, irradiaba
una vitalidad enorme, sorprendente de doncella indígena, sabedora de que
el futuro más que abundancia siempre nos trae fortaleza y mansedumbre…
Vicenta
enviudó hace unos meses… A pesar de que su esposo la había abandonado
años atrás, juntándose con otra mujer y dejando abandonados a sus
hijos, tuvo un corazón tan grande que optó por ignorar a las “santas
conciencias” y se vistió de negro una larga temporada… Su marido
amaneció un día muerto, ahogado de borracho regurgitando en las lodosas
orillas de un jagüey...
Esta mujer es madre de una de mis
alumnas y como tal se despidió de mí… lucía mas bonita que en otras
ocasiones… de hecho la mujer otomí ha sido hermosa aún creciendo entre
lóbregos y oscuros rincones embarrados de lodo y enfrente a los
jumeantes comales que la hacen llorar y recordar... Tal vez las
inclemencias naturales y el venenoso prejuicio racial solo nos hicieron
admirar a la rosa y al jazmín que mordisqueaban los afeminados poetas de
otros siglos... Vicenta, al igual que todas las mujeres indígenas son
dueñas de una belleza sobrenatural: son diminutas y alegres, chispeantes
y altivas como una flor de nopal, como una proverbial y diminuta flor
de nopal. La vida de las otomíes transcurre de manera fugaz, con una
infancia corta y reprimida, con una juventud de sueños encerrados en
vacío y soledad y una edad adulta insignificante para muchos, pero
indiscutiblemente majestuosa, cargada de significados…
-- Ya ni te hagas ilusiones, Pinche Concho… La Vicenta va a volar y va a
volar muy alto, a poco creías que se iba a arrastrar, para venir a
rasguñarte el varo... a ella no le gusta tu alcancía, ¡viejo tacaño!
Diciendo
estas entrecortadas frases, el “Bolillo”, salió dando traspiés dejando
muy atrás la pulcata de Don Concho, terriblemente pedo, pero eso sí,
muy inspirado…
-- Adiós, maestro-- me había dicho
Vicenta, horas atrás, -- ahí le encargo a mi criatura y, primero Dios,
aca lo veo después de la Semana santa…
En los
semidesérticos parajes de Mexquiltitán los aires de febrero están
tumbando las inflorescencias que aún palpitan encendidas. Vicenta se
va, antes que otros vientos la destruyan…
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