miércoles, 2 de noviembre de 2011

SI NO REGRESAS EL SÁBADO...


Por: Juan J. Gaspar G.
I.  CRISTINA: Muñequita de estambre...

La primera vez que encontré yo a Cristina, la miré bajando del cerro, con su inmaculada imagen, vestida de blanco. Era una niña delgada, flaquirulla y pequeña, de acentuadas facciones,  pero con la fragilidad de una tierna flor de zempoazúchitl, apenas suavizada por la húmeda brisa del rocío matinal.
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Caminando entre la verde floresta de los llanos que rodean al viejo poblado de Santiago Mexquititlán, destacaba su frágil silueta, casi perdida en la profundidad del monte, subiendo y bajando sin parar la montaña, siempre llevando sus viandas, los apetitosos alimentos para la abuela Mariana, la mujer más feliz de la aldea, una bella octogenaria que desde hace tiempo vivía en la colina, allá atrás de la verde pradera.
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Cristina nació y creció entre flores fragantes y pequeños animales, que fugitivos se perdían en el monte con su ulular y ripitín sonoro, de silvestres y de inalcansables voces tenedoras de paz. Persiguiendo sin parar, travesurienta, una multicolor nube de mariposas que se alzaban poseedoras de fragancias y fragmentos de flor, la hermosa niña caminaba por la angosta vereda que obstinada la aprehendía y,  con firme decisión, la llevaba hasta el casi derruido jacalón de Mariana, en donde un perro bailarín y un loro amaestrado le daban la más cordial y contagiante bienvenida, cuando apenas brotaban  los primeros rayos del sol.
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Todo era tranquilidad, verdor y pasión, bajo ese bello cielo suspendido en el tiempo. Nada alteraba la tranquildad del entorno pintoresco de esta tierra... hasta que el dolor llegó, repentino y falaz, con una viral atrocidad que enfermó a los niños y viejos de esa pobre comuna Otomí.
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Una pandemia terrible llegó a los humildes hogares de Mexquititlán, comenzando a dejar su estela de muerte en todas las humildes moradas, comenzando allá arriba de la verde colina. Primero fue Mariana y después, fueron muchas las víctimas. El luto se diseminó como signo mortal en los negros crespones que pendían tenebrosos de las vigas y trabes, de los viejos resquicios de roble y ocote que al crujir advertían los letales, ardorosos presagios de muerte.
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No solamente murió Mariana. Entre los Gervacio Félix, la muerte arrancó con mayúsculo dolor al más pequeño de la estirpe, Pablito, que al cruzar sus manitas dentro de su blanco ataúd, aumentó ese dolor lacerante que destrozó el corazón de esa humilde  familia. Fue así que optaron por abandonar sus tierras y sus cenicientos jacales, para irse a vivir al poblado de Amealco, o de plano buscar otra vida en la bella ciudad de Querétaro, o tal vez a una demarcación más hospitalaria y lejana, pretendiendo tal vez ocultar con su abrupto migrar, bajo el milenario lujo de otros escenarios desconocidos, diferentes, o cuando menos lejanos, el dolor de una herida incurable, que jamás cerraría con el tiempo.
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II. Linda flor de garambullo, ¿a dónde el viento te irá a depositar?

-- ¿A dónde irás morenita mía, a dónde irás con tanta prisa?  Ya la combi de las cinco se ha marchado y el sol está por caer…

En los ojos de Don Concho, el fulgor de su  mirada lanza esa pregunta por enésima vez… Vicenta se marcha para la capital y si se le ve partir a estas horas de la tarde, ha sido por el simple hecho de que nadie pudo prestarle dineros para pagar su pasaje a la Ciudad de México y tuvo que vender la última camada de gallinas y patos, entre la gente adinerada de El jacal de la Piedad…

-- Don Concho acaba de enviudar y, para encontrar compensación sublime a los rigores que nos trae la soledad, puso sus ojos en esta linda mujercita que a pesar del severo impacto de los años vividos en medio de pobrezas y maltratos, irradiaba una vitalidad enorme, sorprendente de doncella indígena, sabedora de que el futuro más que abundancia siempre nos trae fortaleza y mansedumbre…

Vicenta enviudó hace unos meses… A pesar de que su esposo la había abandonado años atrás, juntándose con otra  mujer y dejando abandonados a sus hijos, tuvo un corazón tan grande que optó por ignorar a las “santas conciencias” y se vistió de negro una larga temporada…  Su marido amaneció  un día muerto, ahogado de borracho regurgitando en las lodosas orillas de un jagüey...

Esta mujer es madre de una de mis alumnas y como tal se despidió de mí… lucía mas bonita que en otras ocasiones… de hecho la mujer otomí ha sido hermosa aún creciendo entre lóbregos y oscuros rincones embarrados de lodo y enfrente a los jumeantes comales que la hacen llorar y recordar... Tal vez las inclemencias naturales y el venenoso prejuicio racial solo nos hicieron admirar a la rosa y al jazmín que mordisqueaban los afeminados poetas de otros siglos... Vicenta, al igual que todas las mujeres indígenas son dueñas de una belleza sobrenatural: son diminutas y alegres, chispeantes y altivas como una flor de nopal, como una proverbial y  diminuta flor de nopal.  La vida de las otomíes transcurre de manera fugaz, con una infancia corta y reprimida, con una juventud de sueños encerrados en vacío y soledad y una edad adulta insignificante para muchos, pero indiscutiblemente majestuosa, cargada de significados…

-- Ya ni te hagas ilusiones, Pinche Concho… La Vicenta va a volar y va a volar muy alto, a poco creías que se iba a arrastrar, para  venir a rasguñarte el varo... a ella no le gusta tu alcancía, ¡viejo tacaño!

Diciendo estas  entrecortadas frases, el “Bolillo”, salió dando traspiés dejando muy atrás  la pulcata de Don Concho, terriblemente pedo, pero eso sí, muy inspirado…

-- Adiós, maestro--  me había dicho Vicenta, horas atrás, -- ahí le encargo a mi criatura y, primero Dios, aca lo veo después de la Semana santa…

En los semidesérticos parajes de Mexquiltitán los aires de febrero están tumbando las inflorescencias que  aún palpitan encendidas.  Vicenta se va, antes que otros vientos la destruyan…

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