Por:
José Ricardo Morales y Sánchez Hidalgo
El día de ayer subí un comentario a mi perfil de Facebook,
expresé: ¡De fiesta todos! ¡Cayó la primera lluvia en Acaponeta! Hoy sí vamos
a sufrir con la humedad, pero ya tenemos lluvias y delicioso olor a tierra
mojada. El cual gustó y llamó la atención de algunos que se animaron a dar un
comentario o a felicitar a los acaponetenses por tan grata noticia.
La llegada de las lluvias siempre son recibidas con alegría
por la gran mayoría de la población y es que es la forma más efectiva de matar
o al menos dejar herido al calor que se ceba sobre nuestras vidas y es que aquí
en Acaponeta, donde todo el año hace calor, se dice medio en serio y medio en
broma, que tenemos solo dos estaciones: la de verano y la del tren. Ahora bien,
hay que reconocer que nunca estamos conformes, pues después de cada lluvia
viene una bárbara evaporación que llena el ambiente de una humedad marca
diablo.
La canícula de la costa de Nayarit, donde se ubican
poblaciones numerosas como Santiago, Tecuala, Acaponeta, Tuxpan, Ruiz y San
Blas, es en verdad factor que algunos ponen como condicionante para vivir ahí,
y hasta los menos tolerantes a las altas temperaturas deciden migran a tierras más
frescas. Algunos como su servidor, nos conformamos aduciendo la frase de
Cristina Pacheco, ni modo, aquí nos tocó vivir y vamos a darle pa´lante como
dicen los cubanos.
Sin embargo, volviendo a lo que comenté al inicio, no solo la
lluvia refresca cuando llega acompañada de deliciosa brisa que nos llena de
placer, sino que el olor a tierra mojada llega acompañada de innumerables
recuerdos de la niñez o juventud, pues no son pocos los que se salían a recibir
el chorro de agua revitalizador que escurría de los techados de teja, que sin
duda dejaba un sabor a aquellos ya casi extintos jarritos de barro que en
ocasiones se pegaban a los labios, o bien los bajantes que escupían
refrescantes cascadas pluviales.
Por supuesto, algunos aguaceros eran y lo siguen siendo,
fiesta para los niños, que semidesnudos se aventaban a los ríos que corrían por
las calles o en las esquinas donde se formaban efímeras lagunas que en algunos
casos eran enormes albercas con fuerte corriente que amenazaba con llevarse
calles abajo a los más enclenques y distraídos.
¿Quién no hizo barquitos de papel?, que se depositaban en los
arroyuelos del momento y se perseguían por dos o tres calles hasta que alguna
alcantarilla se los tragaba y con ellos las aventuras que creábamos en el
gozoso mundo de la imaginación infantil, ya que en esos artilugios viajaban
piratas, corsarios, acorazados armados y uno que otro Peter Pan.
Claro que mientras para la chiquillada todo es algarada y
diversión, para los adultos, que viven en el mundo de las preocupaciones y la
realidad, la lluvia en ocasiones es un chaparrón de problemas que se dejan
venir casi casi en cascada: el agua que se cuela por los techos antiquísimos de
teja o palma, o bien los de concreto que no tuvieron la precaución de haber
sido impermeabilizados a tiempo y que el inclemente sol agrietó; o los ríos en
las calles los mismos que alegran el espíritu infantil, tienen la mala
costumbre de meterse a las viviendas con el consecuente desastre.
Y si ya de plano se dejan sentir los diluvios que luego traen
demoledores huracanes, se hacen acompañar por inundaciones que lo único bueno
que dejan son los puntos de referencia históricos que nos sirven en el futuro
para ubicarnos en el tiempo y dicen los expertos que luego de la inundación
queda un humus prodigioso, bendición para la agricultura del futuro. Entre esos
terribles desbordamientos del Río Acaponeta se cuentan los de 1968 y 1993, por
mencionar los más cercanos, igual de arrolladores que aquel de 1530 que tuvo a
bien recibir a los españoles comandados por Nuño Beltrán de Guzmán, que lo
mismo diezmó a naturales que a europeos.
Alguien dijo: no se recuerdan los días, se recuerdan los
momentos y su servidor recuerda aquellos de 1968, siendo un niño, donde todo
eran gestos adustos en los mayores, pues el río arrancó de cuajo casas y
comercios, así como esperanzas y planes a futuro; el río se llevó no solo
patrimonios de años, sino también archivos históricos de los cuales hoy solo
tenemos dudosas referencias y hasta a los muertos los sacó, dentro de sus cajas
mortuorias del descanso eterno. Mientras el campo estaba devastado y totalmente
anegado, imposible para la práctica agrícola, los chamacos nos deslizábamos
felices por el lodo que las apuradas mamás y abuelas sacaban a la calle. No
cabe duda amigos, el recuerdo es un poco de eternidad.
Era triste escuchar a la gente decir: podemos predecirlo
todo, imaginarlo todo, pero no hasta donde nos puede hundir la naturaleza. Hoy
afortunadamente todo aquello está en la memoria de la gente y hasta los
habitantes del barrio más afectado que fue el del Terrón Blanco, donde las
aguas cubrieron los techos de las casas, hacen fiesta cada año con puerco
echado y palo ensebado, llevando alegría donde antes hubo pena y desolación.
Tenemos desde hace ya cuatro o cinco años un bordo protector
y hasta malecón para pasar las tardes de calor junto al hermano río, hoy
inofensivo y tan solo un hilillo de plata que con más pena que gloria se
desliza hasta el océano Pacífico.
Pero dejando las tristezas de lado, llegaron ya las lluvias
amigos y con ellas el verdor que caracteriza a nuestra fértil tierra nayarita
que en cuestión de horas la tendremos verde por donde volteemos a ver, lo que
inspiró al mismísimo José Alfredo Jiménez cuando atravesó la tierra de Amado Nervo,
expresando con inspiración la ruta del afamado caballo blanco…cruzó como rayo
tierras nayaritas, entre cerros verdes y el azul del cielo.
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