Por: José Ricardo Morales y Sánchez
Hidalgo
No
están Ustedes para saberlo, ni yo para contarlo, pero desde el pasado mes de
febrero me convirtieron en feliz, y lo digo sinceramente, en feliz abuelo de un
varoncito que me ha hecho reflexionar sobre muchas cosas de la vida vivida y de
la vida por venir. Precisamente, hace un par de días, recibí un correo a mi
cuenta personal, cuyo contenido me hizo hacer “sesudas disquisiciones” entre la
vida que nos tocó vivir a los nacidos entre las décadas de los años 60 y 80 del
cada vez más lejano siglo XX.
Preguntaba
esa presentación, qué cómo había sido posible sobrevivir en una época donde no
se usaba y casi no se tomaba en cuenta el cinturón de seguridad en los autos,
menos las bolsas de aire, que ni existían, que viajar en la parte trasera de
una camioneta era un placer difícil de expresar con palabras y la verdad que no
puedo imaginar los viajes a las paradisiacas y casi vírgenes playas de El
Novillero, si no es viajando en la caja de una pick up, dejando la greña al
aire. Por supuesto, me queda claro que en ese y este tiempo, el no usar estos
elementos de seguridad era y es sinónimo de muerte.
Explicaba
el mencionado correo que no se explica cómo sobrevivimos cuando nuestras cunas
estaban pintadas con esmaltes a base de plomo, o por el hecho de haber tomado
cantidades ingentes de agua directamente de la llave o la manguera en un mundo
donde los frascos o botecitos de medicinas no tenían tapas de seguridad contra
niños y hasta convivíamos con la maldita Emulsión de Scott, que si bien nos dio
salud, nos hizo ver nuestra suerte.
Cuando
trepábamos a las bicicletas no usábamos cascos, ni rodilleras o coderas y si
chocábamos contra algo, siempre eran arbustos y nunca carros, y no recordamos
que alguien haya muerto, a pesar de que los circuitos para bicicleteros en esos
tiempos eran un simple sueño guajiro. Salíamos a la calle con el debido y
sacrosanto permiso de los padres que nos permitían andar de vagos, siempre y
cuando llegáramos antes de anochecer, en un planeta donde ver a un mariguano
era lo mismo que toparse de narices con un extraterrestre, así de raro eran. La
imaginación de la chiquillería de aquellos años maravillosos, eran capaz de
hacer de una caja de cartón un bólido de fórmula 1 como el que conducía el
ídolo de ese entonces Pedro Rodríguez y con par de soldaditos de plomo,
reinventábamos La Ilíada y La Odisea, a diferencia de hoy que las aventuras
épicas las escriben, narran y hasta se dan pre digeridas los Xbox, los
nintendos o los videojuegos, los setenta y tantos canales del telecable y eso
me preocupa por que no sé, que ingenios extravantes y sorprendentes tendrán en
el año 2030, cuando eventualmente mi nieto cumpla 18 años.
La
vida en las escuelas también eran otra cosa, a la salida de las mismas, no
faltaban, como hoy sucede, los carritos o carretas donde vendían jícamas o
churritos con chile bajo el intenso sol, incluso recuerdo que a nuestro
vendedor estrella le llamábamos sarcástica y jocosamente “el tifoideas”, sin
que yo recuerde que alguien hubiera en verdad sufrido de ese mal, seguramente las
diarreas no faltaron, pero aquí estamos como prueba clara de que tiempos
pasados fueron buenos y hoy solo recordamos detalles como ese, ¡vaya! Hasta
tomábamos refresco de la misma botella todos los que integrábamos la banda de
camaradas, porque el dinero que se juntaba no alcanzaba más que para una unidad
y nadie enfermó.
Por
cierto que en los centros escolares, cosa en estos tiempos sorprendente, se
registraban reprobados por un mal desempeño escolar a lo largo del año, la
forma era simple, no obtenías notas por
arriba del 6 y te tronaban como chinampina, abriéndose, como dicen hoy, una
área de oportunidad, es decir, te reprobaban y tenías que repetir el año;
algunos pasaron por esa pena y hoy son hombres de bien, sin necesidad de haber
pasado por psicólogos, psicopedagogos, especialistas en dislexia o chamanes,
solo te daban una oportunidad más, se
aprovechaba y todos tan contentos.
En
los juegos que realizábamos, y del cual ya hicimos largo comentario, eran común
los golpes, las cortadas, los mallugones y hasta alguna fractura que nos iba a
retirar unos días en cama y lejos de la molestia de asistir a clases, para
posteriormente regresar con un aparatoso yeso en la parte afectada que todos te
firmaban deseándote pronta recuperación, lo que te daba 15 fantásticos minutos
de gloria y la admiración de los compañeros.
Me
resultó interesante y divertido este correo, sobre todo, me regresó a una época
de poca tecnología, pero donde se privilegiaba la imaginación y las cosas
simples o comunes.
Recordé
algo que un viejo me dijo alguna vez sobre su propia persona, que el hombre
pasa por cuatro etapas en la vida: cuando crees en Santa Claus, cuando ya no
crees en Santa Claus, cuando tú eres Santa Claus y cuando te pareces a Santa
Claus, triste y final destino de los abuelos, algunos ya andamos pareciéndonos
al buen San Nicolás, por lo pronto me quedo con la frase final del documento
que les narro: “Algunos dirán que éramos unos aburridos, pero la neta éramos
muy felices”.
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