Por: Juan J. Gaspar G.
I.
CRISTINA: Muñequita de estambre...
La
primera vez que encontré yo a Cristina, la miré bajando del cerro, con su
inmaculada imagen vestida de blanco. Era una niña delgada, flaquirulla y
pequeña, de acentuadas facciones, pero con la fragilidad de una tierna
flor de zempoazúchitl, apenas suavizada por la húmeda brisa del rocío matinal.
Caminando
entre la verde floresta de los llanos que rodean al viejo poblado de Santiago
Mexquititlán, destacaba su frágil silueta, casi perdida en la profundidad del
monte, subiendo y bajando sin parar la montaña, siempre llevando sus viandas,
los apetitosos alimentos para la abuela Mariana, la mujer más feliz de la
aldea, una bella octogenaria que desde hace tiempo vivía en la colina, allá
atrás de la verde pradera.
Cristina
nació y creció entre flores fragantes y pequeños animales que fugitivos se
perdían en el monte con su ulular y ripitín sonoro, de silvestres y de
inalcansables voces tenedoras de paz. Persiguiendo sin parar, travesurienta,
una multicolor nube de mariposas que se alzaban poseedoras de fragancias y
fragmentos de flor, la hermosa niña caminaba por la angosta vereda que
obstinada la aprehendía y, con firme decisión la llevaba hasta el casi
derruido jacalón de Mariana, en donde un perro bailarín y un loro amaestrado le
daban la más cordial y contagiante bienvenida, cuando apenas brotaban los
primeros rayos del sol.
Todo
era tranquilidad, verdor y pasión, bajo ese bello cielo suspendido en el
tiempo. Nada alteraba la tranquildad del entorno pintoresco de esta tierra...
hasta que el dolor llegó, repentino y falaz, con una viral atrocidad que
enfermó a los niños y viejos de esa pobre comuna Otomí.
Una
pandemia terrible llegó a los humildes hogares de Mexquititlán, comenzando a
dejar su estela de muerte en todas las humildes moradas, comenzando allá arriba
de la verde colina. Primero fue Mariana y después, fueron muchas las víctimas.
El luto se diseminó como signo mortal en los negros crespones que pendían
tenebrosos de las vigas y trabes, de los viejos resquicios de roble y ocote que
al crujir advertían los letales, ardorosos presagios de muerte.
No
solamente murió Mariana. Entre los Gervacio Félix, la muerte arrancó con
mayúsculo dolor al más pequeño de la estirpe, Pablito, que al cruzar sus
manitas dentro de su blanco ataúd, aumentó ese dolor lacerante que destrozó el
corazón de esa humilde familia. Fue así que optaron por abandonar sus
tierras y sus cenicientos jacales, para irse a vivir al poblado de Amealco, o
de plano buscar otra vida en la bella ciudad de Querétaro, o tal vez a una
demarcación más hospitalaria y lejana, pretendiendo tal vez ocultar con su
abrupto migrar, bajo el milenario lujo de otros escenarios desconocidos, diferentes,
o cuando menos lejanos, el dolor de una herida incurable, que jamás cerraría
con el tiempo.
II. Linda flor de garambullo, ¿a dónde
el viento te irá a depositar?
--¿A
dónde irás morenita mía, a dónde irás con tanta prisa? Ya la combi de
las cinco se ha marchado y el sol está por caer…
En
los ojos de Don Concho, el fulgor de su mirada lanza esa pregunta por
enésima vez…Vicenta se marcha para la capital y si se le ve partir a estas
horas de la tarde, ha sido por el simple hecho de que nadie pudo prestarle
dineros para pagar su pasaje a la Cd. de México y tuvo que vender la última
camada de gallinas y patos, entre la gente adinerada de El Jacal de la Piedad…
--- Don Concho acaba de enviudar y, para encontrar compensación sublime a los rigores
que nos trae la soledad, puso sus ojos en esta linda mujercita que a pesar del
severo impacto de los años vividos en medio de pobrezas y maltratos, irradiaba
una vitalidad enorme, sorprendente de doncella indígena, sabedora de que el
futuro más que abundancia siempre nos trae fortaleza y mansedumbre…
Vicenta
enviudó hace unos meses…A pesar de que su esposo la había abandonado años
atrás, juntándose con otra mujer y dejando abandonados a sus hijos, tuvo
un corazón tan grande que optó por ignorar a las “santas conciencias” y se
vistió de negro una larga temporada…Su marido amaneció un día
muerto, ahogado de borracho regurgitando en las lodosas orillas de un jagüey...
Esta
mujer es madre de una de mis alumnas y como tal se despidió de mí… lucía mas
bonita que en otras ocasiones… de hecho la mujer otomí ha sido hermosa aún
creciendo entre lóbregos y oscuros rincones embarrados de lodo y enfrente
a los jumeantes comales que la hacen llorar y recordar... Tal vez las
inclemencias naturales y el venenoso prejuicio racial solo nos
hicieron admirar a la rosa y al jazmín que mordisqueaban los afeminados poetas
de otros siglos... Vicenta, al igual que todas las mujeres indígenas son dueñas
de una belleza sobrenatural: son diminutas y alegres, chispeantes y altivas
como una flor de nopal, como una proverbial y diminuta flor de
nopal. La vida de las otomíes transcurre de manera fugaz, con una
infancia corta y reprimida, con una juventud de sueños encerrados en vacío y
soledad y una edad adulta insignificante para muchos, pero
indiscutiblemente majestuosa, cargada de significados…
--- Ya ni te hagas ilusiones, Pinche Concho… La Vicenta va a volar y va a volar muy
alto, a poco creías que se iba a arrastrar, para venir a rasguñarte el
varo... a ella no le gusta tu alcancía, ¡Viejo tacaño!
Diciendo
estas entrecortadas frases, el “Bolillo”, salió dando traspiés dejando
muy atrás la pulcata de Don Concho, terriblemente pedo, pero eso sí, muy
inspirado…
--Adios, maestro -- me había dicho Vicenta, horas atrás, --ahí le
encargo a mi criatura y, primero Dios, acá lo veo después de la Semana Santa…
En
los semidesérticos parajes de Mexquiltitán los aires de febrero están tumbando
las inflorescencias que aún palpitan encendidas. Vicenta se va,
antes que otros vientos la destruyan…
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