Por: Juan Fregoso
*La
historia está basado en un hecho real, sólo los nombres y lugares fueron
cambiados
Estoy convencido que la vida es injusta con algunos
seres humanos, que nacen con el sino de la desgracia, de la mendicidad, de la
pobreza, que hiere, que muerde, que lastima, sobre todo cuando vivimos en una
sociedad frívola que juzga y sentencia de manera implacable, sin que a ésta le
importe si daña o no los sentimientos del ser humano que no pidió, por
supuesto, venir a este mundo.
Pero así es
la vida, nos dicen los viejos, sólo como una especie de justificación que tal
vez vienen arrastrando desde que el tiempo es tiempo y ante la imposibilidad de
rebelarse ante las reglas establecidas por un Dios que ha decidido, por alguna
razón desconocida, darle mucho a algunos y a otros poco o casi nada. Visto así
el mundo, es evidente que Dios no fue—ni parece ser justo—por más que la
Iglesia proclame que los pobres tendrán como destino la Gloria cuando éstos
mueran o trasciendan el más allá, en donde alcanzarán la felicidad que se les
negó en esta tierra.
--Y para que quiero la Gloria cuando ya esté
muerto—diría Ángel—un niño que nació en medio de la pobreza, mirando a sus
amiguitos disfrutar de casi todo, mientras que él prácticamente no tenía nada.
Es cierto que Ángel tenía a sus padres—y muchos dirían—entonces estaba rico; es
verdad que tener a nuestros padres es una bendición o una riqueza como se nos
dice. Pero el hombre—cuando niño, sobre todo—necesita también de otras cosas
complementarias que llenen su mundo infantil para su realización plena; el niño
no puede ser niño cuando la naturaleza o una sociedad cruel le niega la
posesión de ciertos bienes—y cuando me refiero a bienes, no me refiero a un
materialismo inhumano—, sino a un simple juguete que le dé alegría e ilumine su
rostro, que lo haga sentirse vivo—y por qué no, importante—, ¿por qué entonces
se le niega ese derecho?
Ángel era hijo
de un matrimonio humilde, ya lo dije, pobre. Su padre era campesino que
sobrevivía de su jornal; su madre era una hacendosa mujer dedicada a los
quehaceres del hogar. Ambos no tenían instrucción alguna, pero soñaban con
darle a su hijo lo que ellos nunca tuvieron, querían que Ángel llegara a ser un
gran profesionista; ese era el sueño de sus padres, pero el raquítico salario
que percibía don Candelario apenas
les alcanzaba para mal comer. Ángel vivía en ese ambiente paupérrimo, injusto;
él y sus padres habitaban una casa con techo de palapa, paredes de lodo y piso
de tierra salitrosa, era pues, un cuadro conmovedor que laceraba el alma tierna
de Ángel, que en contraste veía que los demás niños de su edad vivían con sus padres
en mejores casas y con comodidades. Quizá muchos piensen que un niño no percibe
todos estos detalles, pero están equivocados, porque justamente en esa etapa es
cuando el infante es mucho más perceptivo que los adultos, tal vez los
psicólogos nos den la razón.
En Navidad,
doña Catalina, —madre de Ángel—era la que más sufría al ver que a los
compañeritos de su hijo les amanecían lujosos juguetes. Ellos eran tan pobres
que no tenían para comprarle ni siquiera un modesto regalo a su hijo amado,
quien veía con inocente envidia a los demás chiquillos jugar alegremente con
aquello que les había traído El Niño Dios. Ella—doña Catalina—se preguntaba con
cierta ingenuidad, ¿por qué su hijo no era tomado en cuenta por Dios?, ¿qué
acaso por ser pobre el Ser Supremo no lo tomaba en cuenta? ¿Sería eso?, se
preguntaba.
Entonces, con
ese inmenso amor—que sólo una Madre le puede prodigar a su hijo—, con pedazos
de madera se puso a construirle sus juguetes; sus delicadas manos fueron
dándole forma a aquellos trozos de madero hasta convertirlos en pequeños
carros, a los cuales les ponía ruedas de habas; también le fabricaba pistolas y
otras obras que salían prodigiosamente de sus laboriosas manos, y finalmente
terminaba contándole fantásticos cuentos a su vástago, que con todo aquello,
era feliz, al grado de sentirse en igualdad ante sus amiguitos.
Pero doña
Catalina no se sentía del todo contenta, porque ella hubiese querido regalarle
algo más valioso o cuando menos algo igual a la de los amigos de Ángel, quien,
sin embargo, con los juguetes hechos por las amorosas manos de su madre, se
sentía completo, feliz, contento, alegre, porque en su inocencia ya “estaba a
la altura” de los demás niños.
Ángel tenía
entonces cerca de ocho años, cursaba el segundo año de primaria, y era un
chiquillo inteligente, precoz, tanto que veía en sus padres como el más grande
de los tesoros que Dios pudo darle; era un Ángel literalmente, muy sensible—sensibilidad
heredada de su madre, a quien idolatraba en grado sumo—.Un día, sin saber qué era la riqueza, pensó que
sus padres eran eso; su mayor riqueza, entonces qué más podía pedirle a la
vida: con ellos lo tenía todo…qué importaba que el Niño Dios no le trajera
nada, Ángel así era—así fue feliz—hasta los diez años, cuando una extraña enfermedad comenzó
a restarle sus fuerzas…poco a poco su semblante se fue tornando pálido y sus
ojos negros como la noche también fueron perdieron el brillo del sol naciente,
era obvio que la vida se le iba escapando lentamente.
¿Qué era lo
que tenía Ángel?, se preguntaban sus padres. Pero no obtenían respuesta alguna,
como tampoco tenían recursos para pagar la consulta de un médico para que éste
les dijera el padecimiento que aquejaba a su hijo; su padre sentía una
impotencia que rayaba en una ira feroz, pues se preguntaba y repreguntaba ¿por
qué a su pequeño le pasaba todo aquello que él no alcanzaba a comprender? Renegaba
entonces de la pobreza en que vivían y al mismo tiempo blasfemaba contra Dios a
quien consideraba injusto porque en su rupestre opinión pensaba que ese Ser invisible
se ensañaba con su pequeñín a quien tanto adoraba. Un día, lo visitó don
Melquíades Montes, el hombre más acaudalado de San Francisco de Allende. Don
Melquíades era rico, pero de nobles sentimientos y al enterarse de la situación
por la que atravesaba don Candelario, decidió ofrecerle su ayuda incondicional.
Lo que tiene
tu hijo, le dijo, ha de ser producto de su desarrollo; no te preocupes, toma
este dinero y llévalo a la clínica, al médico, para que lo examine…ya él te
dirá lo que realmente tiene; yo estoy seguro que no es nada grave y pronto con
algunos mejunjes o vitaminas se pondrá bien el chamaco—le dijo en tono
alentador don Melquiades—pero, ¡ánimo hombre!, todo va a salir bien.
Le dio una
palmadita en el hombro y se fue, no sin antes decirle: mantenme al tanto, y si
ocupas más dinero, no dudes en buscarme. Don Candelario accedió con un dejo de
tristeza, pues quería creer ciegamente en las palabras de aquel hombre para
quien alguna vez trabajó como jornalero y que inesperadamente le demostró su
lado bueno; una parte de su personalidad que no le conocían la mayoría de sus
peones, con quienes en el trabajo era enérgico, duro y exigente, pero ahora le manifestaba
que tenía buenos sentimientos, puesto que también le había dicho al darle el
dinero; “ah, y no te preocupes por la deuda, porque no lo es…simplemente te
estoy ayudando porque veo que lo necesitas y es mi deber como ser humano
echarte la mano, así que deja de preocuparte, pues lo que te estoy dando, te lo
ofrezco de corazón, porque me nace, carajo”. ¿Puedes entender eso?
Al día
siguiente, al despuntar el alba, don Candelario en compañía de su esposa se
trasladaron a San Jerónimo, el pueblecito más cercano donde había una clínica.
Ángel iba ardiendo en fiebre, sufría convulsiones y un sudor frío le salía por
los poros. Al llegar al centro de salud inmediatamente lo canalizaron al
servicio de urgencias en donde una enfermera le prestó los primeros auxilios.
Al verlo, la
joven mujer movió la cabeza en señal de preocupación: es necesario que a este
niño lo vea el doctor Santillán, es el más competente en esta institución,
dijo. Llamó al galeno y éste acudió presurosamente; auscultó a Ángel
minuciosamente…miró detenidamente a sus padres de pies a cabeza, como queriendo
decirles—y decirse él mismo—que ojalá no resultarán ciertas sus sospechas.
Luego, soltó: “es necesario hacerle a este niño unos análisis de sangre; hay
que llevarlo al laboratorio del químico lo más pronto posible, ordenó a sus
asistentes. Román Santillán tenía largos años de experiencia como médico, de
hecho contaba con alrededor de sesenta años, años que le habían permitido ver
todo tipo de enfermedades que con tal
sólo ver el semblante del paciente podía emitir un diagnóstico, aunque este
fuera apriorístico, pero por lo general, inequívoco. El doctor tenía como regla
la duda—la duda es ciencia—se decía, y por eso recurría a los estudios clínicos
completos antes de hacer una evaluación precipitada.
El médico
Román Santillán era toda una autoridad en la medicina, sus propios colegas lo
reconocían y lo admiraban por su profesionalismo: entre todos ellos, Santillán
era un médico nato, un hombre que había nacido para la medicina, digno de
portar la bata blanca que significa pureza entre muchas otras cosas.
Nunca—o pocas
veces—se equivocaba en sus diagnósticos,
y se caracterizaba por su franqueza al tener que dar una noticia benigna o
fatal en torno a sus pacientes; en este aspecto para muchos era duro,
implacable, aunque él sintiera el dolor de los familiares del enfermo;
Santillán era de la idea que hay que decir la verdad, por cruel que sea, a
decir una mentira piadosa…esa era una de sus reglas invariables.
Era la navidad del año de 1960. Pero el año
qué importaba, el hecho es que era el Día del Nacimiento de Jesús, y por lo
tanto, era una época en que reinaba la alegría, el alborozo entre adultos e
infantes: tiempo de posadas en que las piñatas son la delicia de los niños que
se pelean por romperlas para llevarse una porción de dulces; eran tiempos de
adoración al Niño Jesús…tiempos de felicidad, de dicha, aunque no para todos.
Artemio
Cervantes, el Químico, hizo acto de presencia llevando en sus manos unos
papeles: eran los resultados de los análisis practicados a Ángel. Se los
entregó a Santillán. El médico se sentó tras su escritorio y se puso a leer con
detenimiento aquellos estudios químicos; sus ojos pequeños y rasgados, como los
de un oriental, por momentos se agrandaron, y en otros se empequeñecieron al
grado de parecer unas meras rendijas.
Frotó con su
mano derecha su amplia frente y se mesó lentamente las escasas hebras que le
quedaban: tenía frente a él a don Candelario y a doña Catalina, padres de
Ángel, y con cierto aire de pesadumbre levantó paulatinamente la cabeza,
mirándolos de frente, como era su costumbre ver a los familiares del enfermo,
incluso a éstos mismos.
Primero fijó
su mirada en doña Catalina, que se tronaba los dedos en señal de preocupación,
luego posó su mirada en el rostro lleno de surcos de don Candelario. Respiró
hondo—como para oxigenar su cerebro—, enseguida, con voz que parecía de plomo
dejó caer la fatal frase a los afligidos padres; “señores, lamentó decirles que
mis sospechas, desgraciadamente resultaron ciertas…un silencio sepulcral
invadió la sala del pequeño hospital, y entonces Santillán, con un nudo en la
garganta, dijo: lamentablemente tengo que darles una mala noticia, su hijo,
señores, tiene leucemia…aquella cruel palabra la había dicho infinidad de veces
en el ejercicio de su profesión, sin embargo esta vez, por alguna extraña razón,
lo hizo estremecerse, se podría decir que el médico sentía como propia aquella
maldita enfermedad con la cual no había podido hacer nada, pese a sus vastos
conocimientos. Fue don Candelario quien con trémula voz se atrevió a preguntar:
¿y eso qué chingados es, doctor? Al grano, dijo el viejo, con acento campirano…
¿qué diablos es eso? vociferó.
El doctor
contestó pesadamente: leucemia, señor, —hizo una pausa—, pues en el fondo deseaba estar equivocado, pero no
había margen de error, lo sabía perfectamente. Decidió, entonces, dejar caer
aquellas pesadas palabras…leucemia, señores, es cáncer en la sangre, y por
desgracia, eso es lo que tiene Ángel, dijo el galeno inclinando la cabeza como
en señal de impotencia.
Y
lamentablemente, hasta ahorita, no tiene cura, hasta ahorita no se conoce ningún
medicamento que destruya esta enfermedad. No saben cuánto lo siento, expresó
con acento compasivo, mientras que en su fuero interno el médico se reprochaba:
¡maldita enfermedad!, cuántas vidas me has arrancado de las manos—cierto le dijo la voz de su conciencia, —pero tú nada
puedes hacer ante estos casos; pero, ¿por qué un inocente que apenas comienza a
vivir?, ¿por qué? se fustigó inclemente el médico. ¿Por qué Ángel?—se
preguntaba, como si conociera al niño de mucho tiempo—, que injusta es la vida,
repuso para sus adentros.
Usted, no
sirve para nada, le espetó don Candelario, en el límite de la locura. ¡Váyase
al diablo!, llevaremos a nuestro hijo a otro doctor que si sepa…porque usted,
es un bueno para nada, expresó indignado y contrito de dolor ante aquella
terrible noticia. El doctor Santillán escuchó todo aquello con estoicismo, pues
comprendía el inmenso dolor que embargaba a los padres de Ángel: quizá yo
hubiera reaccionado de la misma manera, pensó.
En vano fueron
los intentos que realizaron los padres de Ángel. Todos los médicos que habían
consultado parecían haberse puesto de acuerdo con el doctor Román Santillán. Lo
lamento, les dijo el médico de Atotonilco, lo mismo que el San Pedro, igual que
el de Santa Clara. Ángel estaba condenado a muerte. Y el niño lo sabía por
intuición, por eso con su vocecita ya apagada les dijo a sus padres al ver sus
rostros llorosos: no lloren papás…viví diez años con ustedes y logré aprender
muchas cosas buenas de este mundo maravilloso que no todos tienen la suerte de
conocer, porque muchos mueren al nacer, y otros son sacrificados por sus
propias madres cuando los tienen en sus vientres. Don Candelario y doña
Catalina se miraron con asombro: ¿cómo era posible que Ángel hablara de aquella
manera, si apenas contaba con diez años? Como adivinando sus pensamientos el
niño les dijo: el tiempo en realidad no tiene medida, basta con vivir diez años
para entender el mundo, sólo que muchos se pierden contando los años y el
tiempo no se mide por años, sino por la intensidad de saber vivirlo. Y eso,
pronto lo aprendí…pronto lo entenderán padres míos.
Dicho esto,
Ángel aflojó su débil cuerpecito, cerró los ojos y murió en el regazo de su
madre, quien ya no derramó ninguna lágrima: alzó la vista al firmamento y observó
el brillo cegador de lo que parecía una estrella pequeñita, como su hijo que
acaba de expirar. Aquella estrella parecía transmitirle la dulce vocecita de su
hijo que le decía: aquí estoy mamá, aquí estoy papá. Dios está conmigo y una
pléyade de ángeles me cuidan y juegan conmigo.
Soy muy feliz
mamá, ya no estoy enfermo, porque ellos me han sanado: por favor, ya no se
preocupen por mí, estoy en manos de Jesús y a través de Él estoy con ustedes,
jamás los abandonaré, estaré esperándolos para volver a vernos físicamente.
Doña Catalina se arrodilló y oró por unos instantes, enseguida se incorporó y
dijo en voz alta como para que la escuchara su esposo: sí, mi’hijo, pronto
estaremos contigo y ya nadie nos separará. Ángel había sido el elegido de los dioses, que al ver su
sufrimiento decidieron llevárselo a su verdadero hogar. Sí, porque Ángel, nunca
había pertenecido a este mundo…fue un angelito que sólo vino a enseñarles lo
que es el dolor y la verdadera felicidad a sus padres terrenales.
La vida no
es para construir una morada, sino un puente que hay que pasar hasta llegar al
lugar de donde venimos, no hay porque temerle a la muerte si ésta es sólo el
vehículo que nos habrá de transportar tarde o temprano a nuestro verdadero
hogar que para muchos se llama cielo, gloria o simplemente el “otro mundo.” Pensar
o creer que nos quedaremos en la Tierra eternamente, es pecar de ingenuos,
porque desde que nacemos empezamos a morir lenta e inexorablemente, esa es una
ley divina que ningún mortal puede eludir por mucho dinero que tenga…mueren
pobres como mueren ricos, mueren adultos como mueren niños. Y esta fue la
lección que nos legó el pequeño Ángel, quien murió a temprana edad, que con
todas las penurias que pasó, supo ser feliz, pues comprendió que la vida no es
infinita sino finita, aunque el común de los mortales se aferre a ella, tarde o
temprano será abrazado dulcemente por la dama de la guadaña que lo liberará de
las muchas cadenas que lo atan en este mundo que no es nuestro.
0 comentarios:
Publicar un comentario