Por: Juan Fregoso:
Me enteré de la muerte de mi amigo un
día después de su fallecimiento, por esta razón no pude asistir a su velorio.
Mi conciencia estaba intranquila, esa voz interior me reclamaba, me torturaba
por no haber asistido ni siquiera a su sepelio. Siempre he creído que no hay
peor juez que nuestra propia conciencia, y ésta me flagelaba implacablemente,
Manuel había sido uno de mis mejores amigos, por eso me dolía el no haber
podido estar presente en esos momentos en que debía patentizarle mi solidaridad
a su familia.
Manuel había fallecido este jueves
dos de mayo. Un infarto fulminante, según supe por otros amigos, le arrebató la
vida; él andaría frisando los sesenta, pero se conservaba saludable
físicamente, tenía por lo menos unos tres o cuatro años que había dejado la
bebida—me confió en una ocasión—y que yo sepa nunca fumó. La última vez que lo
vi con vida fue para encargarle unos libros que había comprado, pues no quería
traerlos cargando porque aún no iba mi casa…nunca pensé que sería la última vez
que lo viera con vida, pero así es el destino de impredecible.
Tan impredecible que este sábado
pasado llegué al camposanto con la intención de encenderle unas veladoras. Al
filo de las cinco de la tarde abordé un taxi, que me trasladó al cementerio, a
la entrada de este había muchas gente de San José de Gracia, donde él tenía su
domicilio; nunca pensé llegar en el preciso momento en que le rezaban sus
familiares y amistades. Contemplé su ataúd y escuche sollozos de sus parientes
y amigos; vi a doña Dolores, su madre—ya entrada en años—deshecha,
contrita de dolor, por el dolor de haber perdido a su hijo, su rostro
lleno de surcos, su pelo blanco como una sábana, eran el fiel reflejo del dolor
mismo. Su figura menudita me pareció más encorvada, tanto por los años, como
por el sufrimiento que la embargaba…sollozaba quedamente al ver que el féretro
empezaba a descender a la fosa que sería la última morada de mi amigo.
Los albañiles empezaron a echar botes
de cemento sobre la lápida, como para asegurarse de que Manuel no fuera a
escaparse. Todo esto yo lo contemplaba a unos cuantos metros de distancia, pues
no pude acercarme por la gente que rodeaba su inerte cuerpo, encapsulado en
aquella tétrica mortaja. Como un relámpago cruzó por mi mente el día en que yo
perdí a mi padre, primero, y después, a mi madre. Reviví, sin quererlo, esos
instantes de inmenso sufrimiento, el mismo dolor que sentía doña Dolores—la
madre de Manuel—y sin proponérmelo hice mía su pesadumbre, puesto que, sólo
quien ha vivido esta dura experiencia sabe que la muerte no solamente se lleva
a nuestros seres queridos, sino además, se lleva un pedazo de nosotros mismos.
Años atrás, Manuel y otros amigos
compartimos momentos de alegría—sin pensar en la dama de la guadaña—porque si
algo tenía era un carácter alegre y bromista. Estoy seguro que cada broma que
se gastaba con nosotros la disfrutaba a plenitud…y ahora, ahora ya no podría
hablar nunca más; estaba muerto y yo con trabajo lo creía. ¿Cómo era posible
que mi gran amigo se hubiera marchado de este mundo, en un viaje sin retorno?,
me decía en un monólogo, que por supuesto, solamente yo escuchaba.
No, no lo creía, pero estaba ante la
evidencia, una evidencia brutal, punzante pero irrefutable. El Odontólogo,
Antonio Algarín, me dijo; él ya se fue, ya está descansando, jodidos nosotros
que nos quedamos todavía sufriendo. Sí, era cierto, terriblemente cierto, pero
es difícil aceptar que también un día—cualquier día, el menos esperado—nosotros
habremos de rendirle cuentas al Ser Supremo, esa es la ley de la vida.
Por lo demás, yo nunca he creído en
cosas sobrenaturales o del otro mundo. Sin embargo, yo acudí al cementerio
impulsado por mi conciencia, lo hice al pensar que si no pude estar presente en
su velorio, al menos tenía el deber moral de visitar su tumba, despedirme de él
en medio de una multitud de tumbas llenas de cruces.
Podría platicar con él, en medio de
aquella lúgubre soledad, pero no fue así, pues como ya lo dije, me encontré con
la sorpresa de que estaban a punto de sepultarlo. Ese hecho lo interpreté como
si mi amigo me estuviera esperando, como años atrás, cuando nos quedábamos de
ver para corrernos una parranda…una parranda que nunca más habrá, porque él ya
no está aquí, porque él partió a un mundo desconocido en donde espero exista
realmente la felicidad, la paz verdadera, la quietud y el descanso del alma que
aquí no tenemos. Ojalá sea así.
Manuel fue un amigo sincero, de eso
no me cabe la menor duda. Supo, en verdad, lo que es la verdadera amistad, por
eso tuvo muchos amigos. En vida compartimos momentos de dicha, pero también de
dolor, puedo decir que entre el y yo no hubo medias verdades. Ambos nos
abríamos el corazón al contarnos nuestros problemas, nuestras cuitas, que para
él ya se acabaron, al menos eso espero, pues si Dios dispuso llevárselo fue
para acogerlo en su seno y darle la felicidad que tal vez nunca tuvo en este
mundo.
Su vida, así como tuvo momentos de
gozo, también lo estuvo plagada de sinsabores y eso me consta, por supuesto,
que no quiero decir con esto que Manuel haya sido el único en sufrir, todos los
mortales de una u otra forma sufrimos, porque es parte de la cuota que tenemos
que pagar por habitar esta Tierra y el morir no es privativo de una sola
persona, todos sin excepción, cualquier día tendremos que seguir sus pasos
cumplida nuestra misión, Manuel cumplió la suya, por ello, Dios—o como queramos
llamarle,—decidió llevárselo, al cielo, al paraíso o a la gloria, como se llame
ese lugar desconocido como insondable para los mortales, sí porque los mortales
somos orgullosos, ambiciosos, al grado de no darnos cuenta de nuestra pequeñez,
de nuestra fragilidad, queremos poseerlo todo, sin saber que a la hora de
partir nada nos llevaremos.
Me pregunto, entonces, ¿por qué no
ser más humanos, más humildes, más hermanables con todos los que nos rodean?,
si al fin y al cabo, en este mundo no somos dueños de nada, ni siquiera de
nuestra propia vida, lo comprobé, nuevamente, ante la muerte de mi amigo, como
también comprobé que somos tan pequeños como un grano de arena en medio del
desierto, expuestos a ser arrollados por una fuerte ventisca de arena que acaba
sepultándonos y convirtiéndonos en nada, porque nada somos, de no ser un simple
cuerpo cubierto de vanidad u orgullo malsano.
En fin, Manuel ya partió, bien o mal,
él ya no estará con nosotros, sólo el recuerdo perdurará en el corazón de
quienes lo estimamos, su familia que lo amó entrañablemente. No habrá más
charlas entre él y yo. Se acabó, simplemente se acabó, o como suele decirse, se
nos adelantó en el viaje sin regreso. Tal vez, desde su tumba, Manuel nos diga
ahora, con voz que no podemos escucharle: “Ya es tiempo de que nos retiremos de
aquí, yo para morir, ustedes para vivir”. ¿Entre ustedes y yo, quién lleva la
mejor parte? Esto nadie lo sabe, excepto Dios. ¡Descansa en paz amigo, descansa
en paz, hermano!
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