Las Gallas |
Recomendado por el buen amigo y reconocido abogado acaponetense Lic. José Miguel Rodríguez Menchaca, presentamos este artículo histórico de una de las calles más tradicionales del centro histórico de la ciudad de México.
Este interesante documento fue escrito por el periodista Héctor de Mauleón y lo ponemos a la consideración del amable lector de PUERTA NORTE ACAPONETA
Por: Héctor de Mauleón
En el séptimo tramo de la calle de Mesones una placa recuerda el sitio donde estuvieron los primeros burdeles que hubo en la metrópoli: “En esta calle se establecieron en el siglo XVI las primeras casas de tolerancia de la ciudad”.
Luego de destinar un sitio para la cárcel, la horca y la carnicería, los fundadores de la ciudad colonial requirieron el establecimiento de una casa pública de mancebía, un lugar en donde se desfogaran los soldados, los solitarios, los aventureros que todos los días llegaban a poblar aquella ciudad recién fundada.
En 1538, con una cédula que terminaba con la frase “Yo, la reina”, se autorizó el funcionamiento del primer prostíbulo de la ciudad. No se sabe a ciencia cierta dónde fue instalado. Lo habitaban mujeres españolas recién desembarcadas. En 1542 se concedieron cuatro solares al final de la calle de Mesones para que se construyeran allí cuatro casas públicas. En la entrada de estas mancebías debía colocarse una rama de árbol, símbolo que desde tiempos inmemoriales indicaba el oficio que se practicaba en ellas. De ahí deriva la palabra “ramera”, aunque el público novohispano prefirió referirse a las prostitutas con una batería de nombres despectivos: putas, bagazas, huilas, leperuzas, cuscas.
Aquel tramo de Mesones recibió desde entonces un nombre encantador: calle de las Gayas (es decir, calle donde se encuentran las alegres, las ligeras).
A sólo cuatro o cinco manzanas de la Plaza Mayor, las casas de mancebía tuvieron entre los hombres de la Nueva España una espectacular recepción. Fray Juan de Zumárraga no tardó en denunciar ante el rey a los sacerdotes Rebollo y Torres, quienes salían de noche “con pretexto de ir a buscar ídolos para destruirlos”, y en realidad visitaban los concurridos prostíbulos.
Era tan grande el escándalo que un vecino de las Gayas, “Ortiz, el músico”, que poseía en esa calle una escuela “de danza y tañer” (y según Bernal Díaz del Castillo había introducido el arte de la música en la Nueva España) pidió permiso al Ayuntamiento para mudar su escuela: literalmente, para llevar su música a otra parte.
Las Gallas hoy día o calle de Mesones |
El rey Felipe II reglamentó en 1572 la existencia de las casas públicas de la ciudad de México. A cargo de éstas debía estar “un padre” o “una madre”, encargados de vigilar la aplicación del reglamento (de ahí los términos “padrote” y “madrota”).
Las gayas debían ser mujeres huérfanas o abandonadas por sus padres. Estaba prohibido enrolar vírgenes, menores de 12 años y mujeres casadas, o que debieran dinero.
De acuerdo con la historiadora Josefina Muriel, en aquella ciudad en la que la honra de las mujeres decentes debía ser salvaguardada por todos los medios, los hombres no tenían más opción que visitar los burdeles. En consecuencia, las prostitutas se enriquecieron: fueron ampliamente vestidas, alhajadas, recompensadas por sus clientes. Algunas llegaron a derrochar “lujos tan inmoderados”, que se levantó en su contra una airadísima protesta. Una ordenanza encaminada a distinguirlas de “las personas de calidad” prohibió que usaran vestidos de cola y anduvieran en la calle con mozas que se las levantaran. Les prohibió, también, usar tacones altos, arrodillarse sobre cojines durante la misa, y lucir “oro, perlas e seda”.
A pesar de las prohibiciones muchas de ellas circulaban en carrozas y tenían a su servicio criados de librea. Hay un decreto de 1670 que enumera a algunas de las gayas más famosas de ese tiempo. Sus apodos resultan inolvidables: la Chinche, la Sedacito, la Vende Barato, las Priscas (las ingenuas) y la Manteca (ignoro si le decían así por la blancura de su piel o por la consistencia de sus carnes).
Desde 1525, año en que Pedro Hernández Paniagua solicitó permiso para establecer un mesón que albergara a los viajeros y pudiera brindarles “carne, pan e vino”, Mesones se erigió como una calle de hospederías en la que a toda hora rondaban arrieros, comerciantes, buscavidas. Y también nobles y aristócratas novohispanos (quienes, según una denuncia anónima, entraban a los burdeles con la cara tapada).
En Mesones, dice Artemio de Valle-Arizpe, “los pecados andaban por lo alto y las virtudes por el suelo”. Durante una razzia efectuada en 1809 (hasta esa fecha habían llegado los prestigios de la calle), una mujer detenida en un prostíbulo declaró que sólo había ido a cobrar una colcha, y un administrador, al que habían pescado con los calzones en la mano, aseguró que había asistido a ese sitio “a pedirlos prestados”.
En la segunda mitad del siglo XIX la apertura de una institución más cómoda y refinada, el hotel, comenzó a llevarse los mesones. “Nadie que se tiene en algo los habita: los pobres y las bestias son los únicos que buscan su abrigo. Pronto tal vez desaparecerán”, escribió a finales de ese siglo Luis González Obregón.
La profecía se cumplió. Murieron los mesones y con ellos las innumerables mancebías que existieron en la calle. A aquellos sitios legendarios, sitios de perdición, hoy sólo los recuerda una placa.
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