lunes, 20 de abril de 2009

UN DÍA EN LA CENTRAL DE AUTOBUSES DE TEPIC

Por: José Ricardo Morales y Sánchez Hidalgo
Este México nuestro es sensacional y cuando el quehacer diario se baja a los estados de la República y luego a los municipios, la vida se convierte en toda una aventura peliculesca que mucho nos lleva a la meditación y a preguntarnos una y otra vez, si los mexicanos tendremos remedio o solución, si en alguna ocasión bendita habremos de cambiar. Hasta los mínimos detalles se transforman en fieros monstruos de mala convivencia y sucesos de pesadilla, para muestra este sencillo botón que le tocó vivir a su servidor.En malhadada fecha fui a la ciudad de Tepic, capital del bello estado donde tengo la fortuna de radicar. Luego de hacer todos los pendientes que tenía en la agenda, me fui a la central camionera para regresarme a mi querida Acaponeta, ciudad distante a 150 kilómetros de la “capirucha”. Quise pasar a los andenes para “agarrar” camión, pero un policuico con cara de malos amigos y peores enemigos, me exigió mi boleto, no valieron las explicaciones donde le detallé que las ventanillas de las distintas líneas ya habían cerrado, pues no era temprana la hora. El gendarme se aferró y no hubo poder humano que convenciera al guardia para que me dejara pasar, ni Obama pone tantas trabas para cruzar al otro lado. Me fui resignado al otro extremo de la central, donde sabía que había otro acceso a los apeaderos, pero ahí fue peor, pues vigilando que tipos sin boleto como yo pasaran a buscar autobús, estaba una fiera mujer policía que blandía más eróticamente, que oficialmente una macana negra, aún más caradura que su pareja del otro lado. No valieron suplicas, guiños de ojos, ni lágrimas en los ojos, no había manera de pasar sin boleto, a pesar de que estos ya no estaban en venta. De la nada salió un gordo con granos en la cara y deforme nariz, quien me dijo, por lo bajito para que nadie oyera y menos la Angie Dickinson de petatiux: “no te preocupes, ahorita te sacamos por los pollos, espera mi señal”, cosa que de momento no entendí y hasta le di la categoría de frase codificada que solo los James Bond del mundo podrían comprender, pero que me dio esperanza, pues el obeso, al hablarme de tú, me dio confianza. Busqué entre los comercios que se encuentran entre los andenes y las salas de espera, algo que se pareciera a un pollo o tuviera que ver con estas aves de corral, pero nada, solo había puestos de tacos, tamales y hamburguesas grasosas, negociaciones donde expenden revistas y periódicos, una sala destinada a los choferes, oficinas y cosas así, pero nada con referencia a los mentados pollos. La espera se alargó por eternos minutos, pues el tipo obeso y de las espinillas, tuvo la feliz ocurrencia de echar novio con una vendedora de boletos, que acarreó hasta el andén un carrito donde se dispuso a expender los tickets a todos esos suertudos que podían deambular libremente los carriles donde estacionaban los automotores. Por supuesto yo no podía llegar hasta la excelsa dama y de nada me hubiera servido pues su ruta era hacia la ciudad de México y su servidor iba con rumbo contrario, de cualquier manera Starsky y Hutch del nopal y la tuna, no me hubieran dejado pasar, si acaso con un billetón de 50 varos para buscar un vehículo que me llevara a la soñada Acaponeta, mismos que no estaba dispuesto a soltar. No me quedó más remedio que esperar a que la sabia madre naturaleza actuara y la billetera le diera un pronto sí al gordo y pudiera finalmente sacarme “por los pollos”. Eso sí, vendedores de todo tipo pasaban a los carriles como si nada, pues seguramente “arreglados” con cuico y cuica, no eran detenidos en sus respectivas e improvisadas garitas. Yo entré en un proceso de desesperación, pero el panzón de los barros, seguía haciendo su luchita con la encargada de los boletos, que por cierto estaba de buen ver, eso hay que reconocerlo, al menos mejor que la dama polizonte con cara de guarura mal pagado. Durante este tiempo traté de imaginar cuál sería la señal que me haría mi improvisado amigo y hasta llegué a pensar que tendría que ser algo parecido a los códigos que utilizan los agentes de la CIA o de la desaparecida KGB. No perdía detalle de lo que hacía el rollizo barriento, pues en una de esas, me guiñaba un ojo y podría perder la oportunidad de pasar al andén “por los pollos” y tendría que quedarme a dormir en la estación o esperar a que se hiciera el cambio de turno entre los vigilantes y celosos policías. Por fin el mofletudo personaje se acercó a mí y a otros, ahora me percataba, que estaban ahí también aguardando la polliseñal. Lejos de que en el cielo se dibujara en una nube un murciélago como hacen en ciudad Gótica para llamar a Batman, el gordo simplemente escupió un lacónico: “síganme”; y ahí fuimos, una docena de amargados y decepcionados pasajeros que lo único que pedíamos era subir a un autobús, para llegar a nuestros destinos. Mientras seguíamos al botija garapiñado, quien por cierto tomó rumbo a la calle, la larga fila india se dio a la tarea de mentarle la madre a todo lo que sonara a central de autobuses de Tepic, comenzando por el dúo dinámico del par de jenízaros que nos habían impedido el libre tránsito a donde estaban los autobuses ansiosos de pasaje. Se habló en el corto trayecto de la falta que hace en ese maldito lugar de un jefe de central, una oficina de quejas o de perdis un “güey” que esté para recibir los clamores de la gente que es tan mal tratada. Mientras tanto el grasoso con cutis de piña seguía adelante hasta sacarnos a la calle e instalarnos justo frente a la famosa negociación de alimentos llamada “Pollo Feliz”, local donde venden estas aves fritas. Ahí parados esperamos a que llegara un camión que de acuerdo con el misterioso regordete con cachetes de empedrado pueblerino, subía pasaje en el peligro del arroyo vehicular, cosa que seguramente sucede aún a la vista de los agentes de tránsito que como siempre se hacen patos o guajolotes recibiendo en el intento una indispensable mochada en la que están inmersos camioneros, funcionarios de la central, policías que cuidan los accesos a los andenes y otros que ni nos imaginamos. Para completar tan bello cuadro digno de Dalí, el rechoncho amigo con la cara de elote, pidió a la larga fila que lo seguía “algo para los refrescos” y es una lástima que no lleváramos un envase para retacárselo entre ceja, oreja y su despreciable madrecita. No faltó quien le soltara el óbolo al gañán de la cara pustulenta, dando fin a un capítulo maravilloso del costumbrismo mexicano.Ya abordo del autobús y más o menos incómodamente instalados, porque los asientos de las corridas que van a Acaponeta y Tecuala, rara vez llevan las butacas como deben ser, pues siempre se caen hacia atrás, no sirve la palanca que los reclina, los tapizados están llenos de chicle o mojados y siempre de los siempre ha de tocarle a uno, la vieja gorda del viaje o el niño mocoso y llorón al que nadie sabe, ni puede controlar. Con ganas de echar una pestañita de hora y media mientras llegamos, cerramos los ojos, solo para abrirlos minutos más tarde, pues el camión se detuvo de súbito frenazo para que un tipo flaco y de nariz aguileña subiera al camión con tremenda charola llena de donas rellenas y azucaradas para vender al pasaje, que lo que menos quiere es a esas horas, regatear con un méndigo donero, el cual avanza penosamente por el pasadizo del bus, haciendo suertes malabares con la charola entre los asientos, las patas abandonadas en el pasillo por los pasajeros que ya duermen a pierna suelta, las maletas que no cupieron en el portaequipajes, las hieleras que nunca faltan, unas llevando camarón, otras cerveza, pero que siempre ahí están, las más de las veces estorbando al usuario y por supuesto a los vendedores de donas rellenas y azucaradas. Un nuevo frenazo del autobús y allá van vendedor retacado de donas a la triste y cansada humanidad de quien esto escribe, como un mal recuerdo de las bromas que a veces nos juega la vida y hasta nos hace pensar, en hereje reflexión, que Dios no nos quiere. Cubierto de donas, azúcar y mermelada amarilla que simula pus, me fui hasta Acaponeta, soportando las burlas y las risillas disimuladas del resto de los pasajeros, que en ocasiones me enviaban unas miradas de compresión y solidaridad y otras de franco desprecio por verme envuelto de la cabeza y los pies de manchas de la grasa de las donas y brillando con las luces de los autos que venían de frente a causa de los millones granos de azúcar. ¡Viva el costumbrismo!

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