Benjamín "Min" Mayorquín |
Por: José Ricardo Morales y Sánchez Hidalgo
Todos los que vivimos en Acaponeta
hemos probado los llamados “churros de Min”, sin duda conocemos el sabor
inigualable y la textura de los tradicionales churros que en el banquetón del
mercado “Gral. Ramón Corona”, desde su inauguración en 1937, y aun antes en el
antiguo mercado “Amado Nervo”, donde hoy está el parque a la bandera, lo han
venido ofreciendo “Min y sus garañones”; ¿pero qué sabemos de Don Benjamín
Mayorquín Ahumada?, patriarca de ya tres generaciones de churreros, ¿o debemos
decir reposteros?
Los sabrosos y tradicionales churros de Min |
El popular, permanentemente sonriente
y siempre bien recordado Min, nació en el año de 1923 en Mazatlán, Sinaloa,
pero radicó en Acaponeta desde los tres años de edad, época en que también
perdió a su padre.
Benjamín, de oficio talabartero,
aunque sabía el oficio y además tenía el gusto que se necesita para ganarse la
vida trabajando las vaquetas, los cueros y las pieles; el destino lo llevó a
ser un hombre con relativa fama gracias a la elaboración de churros; recuerda
Min que madrugaba a las dos y media de la mañana para batir la masa: “…batir la masa y chancletearla como si
fuera mezcla, es el secreto”, me confió el simpático comerciante en el año
2000 cuando lo entrevisté. Esas desmañanadas se prolongaban hasta las cuatro de
la madrugada y dejaba todo listo para arrancar al mercadito “Nervo”. En
realidad el iniciador del negocio de los churros fue su hermano Pablo Mayorquín,
al que todos conocían como “El Viejito”, siendo Benjamín o Min como de cariño
lo llamaban, el ayudante acarreador de braseros, mesas y sopladores, que con
frecuencia rodaban por las calles en inoportunos tropezones.
Hay que acotar que ese apodo de “El
Viejito” se lo ganó Pablo por su muy recomendable costumbre de platicar con
personas mayores a él, viejitos pues, por lo que podemos decir que era un
pertinaz practicante de la tradicional oral, hoy ya casi extinguida.
Don Pablo, también oriundo del puerto
mazatleco, aprendió a hacer los churros y su particular receta hoy tan
apreciada, gracias a un alemán que inició el negocio en “la perla del Pacífico”.
Un día el germano abandonó el puerto y dejó, con toda la sapiencia en la
elaboración de churros a Pablo, quien se vino a Acaponeta a iniciar –no lo sabía
en aquel entonces—no solo una forma de ganarse el pan, sino también una
tradición que, dos generaciones después sigue prosperando.
La jeringa o churrera |
En 1937, el día siguiente de la
inauguración del mercado “Gral. Ramón Corona”, por parte del Gobernador
Francisco Parra, se instalaron los hermanos Mayorquín, en uno de los locales
interiores: “…no quisimos aquellos
cuartitos porque el carbón chispeaba y causábamos molestias” recordó Don
Min, lo que denota que no usaban como hoy el gas, sino carbón; así que se
instalaron a las entradas del mercado, ya que, siendo presidente municipal Don
Andrés Tejeda, los sacó del interior del inmueble, ofreciéndoles un espacio en
la banqueta exterior de ese centro comercial, para evitar el riesgo de un
incendio. Dice Mayorquín: “Hicimos tarimas
y tapancos, colocamos unos postes y le pusimos una carpa; por las mañanas le
rentábamos a un birriero, pero vino de visita el Gobernador Flores Muñoz y se
dio la orden de quitar a todos los puestos que había en el exterior, la gente,
rememora Don Benjamín, “estaba con la
grita y la lloradera, excepto mi hermano “El Viejito” y un amigo de él al que
le decían “El Tacones”, pues trajeron a la banda de música y cantando “me
importa madres” y “el adolorido” se fueron por las calles aventando cuetes”.
Pablo “El Viejito” Mayorquín, alegre,
mujeriego, charrasqueado y algo irresponsable, se fue del pueblo siguiendo a
una mujer, dejándole el negocio a Benjamín que desde entonces manejó con gran
éxito la incipiente empresa, sosteniendo holgadamente a su mujer y ocho hijos:
Alfredo, Lucila, Andrea Josefina, Benjamín, Humberto, Raúl, José Natividad y
Alberto. “Eran otros tiempos –decía recordando Min al Acaponeta lejano-, “vendía hasta 18 kilogramos diarios, y los
domingos 21, poco gastaba, por lo que el dinero lo iba echando a un cajón y al
final del mes contaba y hacía pacas de billetes, de aquellos que traían un
paisaje de Guanajuato o a Allende con un chaquetín o a la doña Josefa
“copetuda”, y continuó narrando: “dejé
la talabartería, pero como siempre he sido sencillo, nadie sabía si estaba
herido o andaba alegre”, haciendo ver cuál era su carácter. Para ubicarnos
un poco, habremos de decir, que hoy, en Semana Santa, sus herederos no
vendieron más de 15 kilos diarios, reconociendo que fue un mal año.
No cabe duda de que eran los tiempos
cuando, al decir de los viejos, en Acaponeta se amarraba a los perros con
longaniza. Min tenía otros competidores como el churrero Lucio, y algunos
optimistas que pensaban que le podían hacer sombra a Mayorquín, sin embargo,
hábilmente, Min añadía dos kilos más a la tinaja hasta que satisfacía al último
cliente, dejando sin oportunidad a la competencia. Eran tales sus ingresos y
pocas las erogaciones, por su estilo austero de vida, que los billetes los iba
depositando en morralitos que colgaba en las paredes, incluso, para darnos una
idea de sus ganancias, explica: “algún
dinero se me perdía porque las ratas se comían o llevaban los billetes”.
"Los Garañones" |
Min tenía un equipo de beisbol que,
entre otros, patrocinaba “El Eco de Nayarit”, esta novena se llamaba “Los
Garañones” y Don Martín Sáizar, director de ese medio, por medio del ahora
trisemanario, popularizó el nombre; “también
me echaba en el periódico diciéndome “el suertero”, por las veces que hacía
alguna atrapada difícil…” concluye el simpático churrero.
Me dijo Min, en aquella ocasión, que
sus churros competían además con una gran variedad de dulces y panes que
existían en la región: “el ante”, un
penecillo que venía montado en una cazuelita de barro y estaba rematado con un
banderita de papel de china; “los
agraristas”, “los cabellos” que vendían en los trapiches y que eran listas
de miel endurecidas y servidas sobre el gabazo de caña; “los largas de panocha” estirados y retorcidos; “los cortadillos” y “mamones” entre otros muchos más. Entorna
los ojos y viene a su mente el “Nato
Bachichas”, que vendía “el ante” o lo jugaba a los volados, y que era Nati
Aguiar la que metía el cucharón de miel al agua para endurecer los cabellos de
miel.
Me sorprendía yo de la prodigiosa
memoria de Benjamín Mayorquín, y en ella emergen en lugar de honor las fiestas
de Las Mojoneras, con los desfiles de carretas adornadas y las hermosas
muchachas “vestidas con naguas y faldas
de colores para destacar contra el verde del monte”. No olvida a Don
Ezequiel, el principal dueño de los caballos y que venía de fuera, ganando en
una ocasión tres casas de sendos tahúres empedernidos que apostaban el
patrimonio familiar de manera irresponsable. Decía que también se daban
carreras a pie, destacando un pelotero al que llamaban “el venado” por su
rapidez.
La plática de Don Min, era
interminable, su simpatía era natural y a todos conquistaba con su gracia, sus
anécdotas y su forma de ser “bonachona” y de voz apacible, tranquila, propia de
la provincia mexicana: una anécdota lo pinta de cuerpo entero; en un día de
venta, llegó un hombre con cierta prisa y le espetó al churrero, casi de manera
grosera: “¡Rápido Min, dame 20 pesos de
churros”, a lo que respondió el comerciante con su proverbial serenidad: “No tengo churros”; amoscado el cliente,
ya francamente molestó le reclamó: “Chingado
Min, como dices que no hay churros si tienes la tina llena de masa”; y el
comerciante ambulante le respondió con parsimonia: “Churros sí hay, pero no rápido, tranquilo hombre”, porque los
churros se hacen a su tiempo, fácil, de forma que se vaya llenando y con todo
calma, la jeringa o “churrera” que con un émbolo expulsa la tira de masa que
cae en las tinajas repletas de aceite hirviendo donde se cocinan esas delicias
que todos en Acaponeta hemos comido como una obligación. Con respecto a esto,
el historiador y cronista municipal Sr. Néstor Salvador Chávez Gradilla,
rememora que Min era capaz de hacer un gran churro en forma redonda, ya que con
la jeringa podía ir formando un cúmulo de masa sin que la propia jeringa
cortara la tira, haciendo una especie de “pirámide” de masa que se echaba al
aceite saliendo una gran “pastel de churro”, por decirlo de algún modo, cosa que
sus descendientes no han podido hacer ya más.
Por decir lo menos, fue agradabilísima la
charla que me concedió Don Benjamín; me tuvo al filo de la banca de granito que
siempre lo recibía en la plaza “Miguel Hidalgo” donde se reunía con compañeros
de su “camada”; han quedado para siempre en mi mente; sus recuerdos acerca del río
Acaponeta, y las carretas que lo atravesaban con la cauda de chihuiles detrás
de ella; así como la canoa siempre a tiempo de Don Ventura. Ya encarrerado me
habló de aquellos viejos armazones que sostenían una piedra con un brocal que
la atoraba y filtraba el agua para beber en casa –que no resultó extraña para
un chilango como su servidor, pues en la vieja casona de la familia existía
una, filtrando agua permanentemente--, sumamente fresca y pura, líquido que
llegaba a los hogares en las carretas que venía del río, donde la extraían de
pozos bien ademados construidos con ese propósito, atravesando esos carromatos
aquellas queridas calles empedradas, hoy con adoquín; no faltaba en la memoria
de Don Benjamín las prodigiosas cosechas de aquellos tiempos definitivamente ya
idos y que hacían suspirar al más pintado.
Benjamín Mayorquín, hoy
desafortunadamente ya desaparecido, disfrutaba las tardes en la plaza que se
había convertido en su confidente y fiel compañera, oyendo o dejándose oír con
otros camaradas de su edad, en franca competencia de recuerdos. Min pertenecía
a esa clase de acaponetenses que en ocasiones solo hallamos en las anécdotas de
gente que, como él, fue testigo de una época que a diario perece ante las
avalanchas de estímulos que nos parecen negativos, las ondas hertzianas de la
televisión o las nuevas tecnologías del internet y los teléfonos celulares.
Afortunadamente sus hijos han rescatado la sabrosa tradición de la elaboración
de churros, convirtiendo ese producto en uno de los símbolos más reconocidos y
reconocibles de Acaponeta; tradición que a diario lucha por sostenerse para
continuar con el favor del pueblo que, en algunos casos, ya solo recuerda esas
pasadas tradiciones como las que me platicó Min, sin embargo, mientras haya un
Benjamín emprendedor tendremos esperanza y joyas gastronómicas como los churros
de Min.
Afortunadamente sus hijos continúan
con el negocio y da para seguir dando, ellos se acomodan todavía en el
banquetón del Mercado “Gral. Ramón Corona” y en ocasiones a las afueras de su
casa en la esquina de Bravo y Veracruz, ellos son: Alfredo, Alberto, Raúl,
Humberto y Benjamín, todos de apellidos Mayorquín Guerrero, y la dinastía crece
pues un nieto de Don Min ya está “pegándole” al negocio de los churros, el
joven Humberto Mayorquín Arellano. ¡Enhorabuena!
Alberto, Raúl, Alfredo y Humberto Mayorquín Guerrero |
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