jueves, 11 de mayo de 2017

BENJAMÍN MAYORQUÍN “MIN”, FUNDADOR DE UNA TRADICIÓN QUE LLEGÓ PARA QUEDARSE

Benjamín "Min" Mayorquín


Por: José Ricardo Morales y Sánchez Hidalgo

Todos los que vivimos en Acaponeta hemos probado los llamados “churros de Min”, sin duda conocemos el sabor inigualable y la textura de los tradicionales churros que en el banquetón del mercado “Gral. Ramón Corona”, desde su inauguración en 1937, y aun antes en el antiguo mercado “Amado Nervo”, donde hoy está el parque a la bandera, lo han venido ofreciendo “Min y sus garañones”; ¿pero qué sabemos de Don Benjamín Mayorquín Ahumada?, patriarca de ya tres generaciones de churreros, ¿o debemos decir reposteros?

Los sabrosos y tradicionales churros de Min
El popular, permanentemente sonriente y siempre bien recordado Min, nació en el año de 1923 en Mazatlán, Sinaloa, pero radicó en Acaponeta desde los tres años de edad, época en que también perdió a su padre.
Benjamín, de oficio talabartero, aunque sabía el oficio y además tenía el gusto que se necesita para ganarse la vida trabajando las vaquetas, los cueros y las pieles; el destino lo llevó a ser un hombre con relativa fama gracias a la elaboración de churros; recuerda Min que madrugaba a las dos y media de la mañana para batir la masa: “…batir la masa y chancletearla como si fuera mezcla, es el secreto”, me confió el simpático comerciante en el año 2000 cuando lo entrevisté. Esas desmañanadas se prolongaban hasta las cuatro de la madrugada y dejaba todo listo para arrancar al mercadito “Nervo”. En realidad el iniciador del negocio de los churros fue su hermano Pablo Mayorquín, al que todos conocían como “El Viejito”, siendo Benjamín o Min como de cariño lo llamaban, el ayudante acarreador de braseros, mesas y sopladores, que con frecuencia rodaban por las calles en inoportunos tropezones.

Hay que acotar que ese apodo de “El Viejito” se lo ganó Pablo por su muy recomendable costumbre de platicar con personas mayores a él, viejitos pues, por lo que podemos decir que era un pertinaz practicante de la tradicional oral, hoy ya casi extinguida.

Don Pablo, también oriundo del puerto mazatleco, aprendió a hacer los churros y su particular receta hoy tan apreciada, gracias a un alemán que inició el negocio en “la perla del Pacífico”. Un día el germano abandonó el puerto y dejó, con toda la sapiencia en la elaboración de churros a Pablo, quien se vino a Acaponeta a iniciar –no lo sabía en aquel entonces—no solo una forma de ganarse el pan, sino también una tradición que, dos generaciones después sigue prosperando.
La jeringa o churrera
En 1937, el día siguiente de la inauguración del mercado “Gral. Ramón Corona”, por parte del Gobernador Francisco Parra, se instalaron los hermanos Mayorquín, en uno de los locales interiores: “…no quisimos aquellos cuartitos porque el carbón chispeaba y causábamos molestias” recordó Don Min, lo que denota que no usaban como hoy el gas, sino carbón; así que se instalaron a las entradas del mercado, ya que, siendo presidente municipal Don Andrés Tejeda, los sacó del interior del inmueble, ofreciéndoles un espacio en la banqueta exterior de ese centro comercial, para evitar el riesgo de un incendio. Dice Mayorquín: “Hicimos tarimas y tapancos, colocamos unos postes y le pusimos una carpa; por las mañanas le rentábamos a un birriero, pero vino de visita el Gobernador Flores Muñoz y se dio la orden de quitar a todos los puestos que había en el exterior, la gente, rememora Don Benjamín, “estaba con la grita y la lloradera, excepto mi hermano “El Viejito” y un amigo de él al que le decían “El Tacones”, pues trajeron a la banda de música y cantando “me importa madres” y “el adolorido” se fueron por las calles aventando cuetes”.

Pablo “El Viejito” Mayorquín, alegre, mujeriego, charrasqueado y algo irresponsable, se fue del pueblo siguiendo a una mujer, dejándole el negocio a Benjamín que desde entonces manejó con gran éxito la incipiente empresa, sosteniendo holgadamente a su mujer y ocho hijos: Alfredo, Lucila, Andrea Josefina, Benjamín, Humberto, Raúl, José Natividad y Alberto. “Eran otros tiempos –decía recordando Min al Acaponeta lejano-, “vendía hasta 18 kilogramos diarios, y los domingos 21, poco gastaba, por lo que el dinero lo iba echando a un cajón y al final del mes contaba y hacía pacas de billetes, de aquellos que traían un paisaje de Guanajuato o a Allende con un chaquetín o a la doña Josefa “copetuda”, y continuó narrando: “dejé la talabartería, pero como siempre he sido sencillo, nadie sabía si estaba herido o andaba alegre”, haciendo ver cuál era su carácter. Para ubicarnos un poco, habremos de decir, que hoy, en Semana Santa, sus herederos no vendieron más de 15 kilos diarios, reconociendo que fue un mal año.

No cabe duda de que eran los tiempos cuando, al decir de los viejos, en Acaponeta se amarraba a los perros con longaniza. Min tenía otros competidores como el churrero Lucio, y algunos optimistas que pensaban que le podían hacer sombra a Mayorquín, sin embargo, hábilmente, Min añadía dos kilos más a la tinaja hasta que satisfacía al último cliente, dejando sin oportunidad a la competencia. Eran tales sus ingresos y pocas las erogaciones, por su estilo austero de vida, que los billetes los iba depositando en morralitos que colgaba en las paredes, incluso, para darnos una idea de sus ganancias, explica: “algún dinero se me perdía porque las ratas se comían o llevaban los billetes”.
"Los Garañones"
Min, extrañaba al Acaponeta del ayer y recordaba: “…de la plaza nos íbamos a bailar al Casino Acaponeta que quedaba justo enfrente donde estuvo alguna vez la Comisión Federal de Electricidad y posteriormente la tienda del ISSSTE”, o, comenta: “me iba a la Bravo cuando Chayo Peregrina estaba en la puerta y me dejaba entrar sin pagar”, y explica: “en esos tiempos las mujeres no pagaban y hasta les rifaban un pastelito o un género de tela. Bailábamos ombligo con ombligo y a veces me manchaban la camisa lo que hacía enojar a mi mujer…hoy en día los jóvenes bailan cada uno por su lado…”
Min tenía un equipo de beisbol que, entre otros, patrocinaba “El Eco de Nayarit”, esta novena se llamaba “Los Garañones” y Don Martín Sáizar, director de ese medio, por medio del ahora trisemanario, popularizó el nombre; “también me echaba en el periódico diciéndome “el suertero”, por las veces que hacía alguna atrapada difícil…” concluye el simpático churrero.
Me dijo Min, en aquella ocasión, que sus churros competían además con una gran variedad de dulces y panes que existían en la región: “el ante”, un penecillo que venía montado en una cazuelita de barro y estaba rematado con un banderita de papel de china; “los agraristas”, “los cabellos” que vendían en los trapiches y que eran listas de miel endurecidas y servidas sobre el gabazo de caña; “los largas de panocha” estirados y retorcidos; “los cortadillos” y “mamones” entre otros muchos más. Entorna los ojos y viene a su mente el “Nato Bachichas”, que vendía “el ante” o lo jugaba a los volados, y que era Nati Aguiar la que metía el cucharón de miel al agua para endurecer los cabellos de miel.
Me sorprendía yo de la prodigiosa memoria de Benjamín Mayorquín, y en ella emergen en lugar de honor las fiestas de Las Mojoneras, con los desfiles de carretas adornadas y las hermosas muchachas “vestidas con naguas y faldas de colores para destacar contra el verde del monte”. No olvida a Don Ezequiel, el principal dueño de los caballos y que venía de fuera, ganando en una ocasión tres casas de sendos tahúres empedernidos que apostaban el patrimonio familiar de manera irresponsable. Decía que también se daban carreras a pie, destacando un pelotero al que llamaban “el venado” por su rapidez.
La plática de Don Min, era interminable, su simpatía era natural y a todos conquistaba con su gracia, sus anécdotas y su forma de ser “bonachona” y de voz apacible, tranquila, propia de la provincia mexicana: una anécdota lo pinta de cuerpo entero; en un día de venta, llegó un hombre con cierta prisa y le espetó al churrero, casi de manera grosera: “¡Rápido Min, dame 20 pesos de churros”, a lo que respondió el comerciante con su proverbial serenidad: “No tengo churros”; amoscado el cliente, ya francamente molestó le reclamó: “Chingado Min, como dices que no hay churros si tienes la tina llena de masa”; y el comerciante ambulante le respondió con parsimonia: “Churros sí hay, pero no rápido, tranquilo hombre”, porque los churros se hacen a su tiempo, fácil, de forma que se vaya llenando y con todo calma, la jeringa o “churrera” que con un émbolo expulsa la tira de masa que cae en las tinajas repletas de aceite hirviendo donde se cocinan esas delicias que todos en Acaponeta hemos comido como una obligación. Con respecto a esto, el historiador y cronista municipal Sr. Néstor Salvador Chávez Gradilla, rememora que Min era capaz de hacer un gran churro en forma redonda, ya que con la jeringa podía ir formando un cúmulo de masa sin que la propia jeringa cortara la tira, haciendo una especie de “pirámide” de masa que se echaba al aceite saliendo una gran “pastel de churro”, por decirlo de algún modo, cosa que sus descendientes no han podido hacer ya más.
 Por decir lo menos, fue agradabilísima la charla que me concedió Don Benjamín; me tuvo al filo de la banca de granito que siempre lo recibía en la plaza “Miguel Hidalgo” donde se reunía con compañeros de su “camada”; han quedado para siempre en mi mente; sus recuerdos acerca del río Acaponeta, y las carretas que lo atravesaban con la cauda de chihuiles detrás de ella; así como la canoa siempre a tiempo de Don Ventura. Ya encarrerado me habló de aquellos viejos armazones que sostenían una piedra con un brocal que la atoraba y filtraba el agua para beber en casa –que no resultó extraña para un chilango como su servidor, pues en la vieja casona de la familia existía una, filtrando agua permanentemente--, sumamente fresca y pura, líquido que llegaba a los hogares en las carretas que venía del río, donde la extraían de pozos bien ademados construidos con ese propósito, atravesando esos carromatos aquellas queridas calles empedradas, hoy con adoquín; no faltaba en la memoria de Don Benjamín las prodigiosas cosechas de aquellos tiempos definitivamente ya idos y que hacían suspirar al más pintado.



Benjamín Mayorquín, hoy desafortunadamente ya desaparecido, disfrutaba las tardes en la plaza que se había convertido en su confidente y fiel compañera, oyendo o dejándose oír con otros camaradas de su edad, en franca competencia de recuerdos. Min pertenecía a esa clase de acaponetenses que en ocasiones solo hallamos en las anécdotas de gente que, como él, fue testigo de una época que a diario perece ante las avalanchas de estímulos que nos parecen negativos, las ondas hertzianas de la televisión o las nuevas tecnologías del internet y los teléfonos celulares. Afortunadamente sus hijos han rescatado la sabrosa tradición de la elaboración de churros, convirtiendo ese producto en uno de los símbolos más reconocidos y reconocibles de Acaponeta; tradición que a diario lucha por sostenerse para continuar con el favor del pueblo que, en algunos casos, ya solo recuerda esas pasadas tradiciones como las que me platicó Min, sin embargo, mientras haya un Benjamín emprendedor tendremos esperanza y joyas gastronómicas como los churros de Min.
Afortunadamente sus hijos continúan con el negocio y da para seguir dando, ellos se acomodan todavía en el banquetón del Mercado “Gral. Ramón Corona” y en ocasiones a las afueras de su casa en la esquina de Bravo y Veracruz, ellos son: Alfredo, Alberto, Raúl, Humberto y Benjamín, todos de apellidos Mayorquín Guerrero, y la dinastía crece pues un nieto de Don Min ya está “pegándole” al negocio de los churros, el joven Humberto Mayorquín Arellano. ¡Enhorabuena!


Alberto, Raúl, Alfredo y Humberto Mayorquín Guerrero



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