martes, 24 de octubre de 2017

NO SÉ EN QUÉ MOMENTO PERDÍ EL OLFATO

Rocío del Carmen López Medina

Hace unos días, con motivo del séptimo aniversario del deceso de Alí Chumacero y Héctor Gamboa Quintero, se organizó una memorable tertulia callejera, para hacer homenaje y recuerdo de estos dos grandes amigos.
Invitados, entre otros estupendos amigos como Alma Vidal y el bardo Octavio Campa Bonilla, estuvimos la entusiasta y brillante joven Rocío del Carmen López Medina, quien fue alumna de su servidor hace ya algunos años en la Preparatoria No. 3
Nos tocó colaborar en esa actividad que organizó la Casa de la Cultura "Alí Chumacero" y la participación de Rocío, sencillamente se llevó la noche, sin agraviar a los demás, por ello le pedí la compartiera con todos Ustedes amables lectores de este su blog PUERTA NORTE.
Rocío explicó que otra destacada joven Shantal Contreras, le preguntó en alguna ocasión: ¿A qué huele Acaponeta? Lo que la motivo a escribir esta belleza...que lo disfruten. 


Por: Rocío del Carmen López Medina

A Shantal Contreras por lanzarme la pregunta.

Tenía ocho años, cuando mis primas llegaban a Acaponeta de Phoenix Arizona; las hijas de una de las hermanas de mi padre siempre me regalaban la ropa que ellas ya no usaban. Recuerdo el olor, era un olor intenso, distinto.

–Mamá, ésta ropa huele a nuevo. Le decía a mi madre mientras ella tallaba en el lavadero mi ropa sucia.


En aquel entonces me preguntaba qué olor tenía mi ropa, para descubrirlo tomaba en una mano un short “nuevo” y en otra un short de los míos, olía primero el “nuevo”, y luego el mío. La comparación no me sacaba de ningún apuro. Nunca supe distinguir el olor exacto de mi ropa de niña. Cuando mi madre me pedía que recogiera la ropa del tendedero, yo acumulaba un montón entre mis dos brazos, la acercaba a mi rostro, olía el sol impregnado en ellas; el sol huele a ropa seca en Acaponeta.

Sabía que mi ropa olía distinto cuando llegaba al Zapote, un ejido próximo a Acaponeta, en el que vive mi abuela materna. Recuerdo a mi abuela tallar la ropa en el lavadero bajo una ramada de palma, al lado del lavadero, mi abuela acomodaba piedras lisas de río, una sobre otra en un montoncito circular, sobre aquel círculo acomodaba la ropa blanca con jabón para asolearla, decía que de esa manera se le quitaba lo percudido. El resto lo tendía en largos alambres detenidos al centro por unas varas de dos metros de largo para que estuviesen más altas y con ello alcanzaran más sol.



El ambiente de El Zapote está bañado de un olor a malva amarga, a humo de la quema de montoncitos de hojas secas de árboles de mango, limón, naranjo. Humo tropical. Humo cítrico. El ambiente de El Zapote está impregnado de polvo suelto, de tierra seca. A eso olían mis primos maternos, y a sudor, porque el patio de la abuela era enorme y en su perímetro podíamos correr, todos, sin reparo alguno, hasta lograr desprender, con solo frotar, burros de mugre de brazos, piernas y cuello. Sabía que mi ropa tenía un olor diferente, pero con todo y eso no entendía cuál.

Acaponeta, a mis ocho años tenía el olor a la sangre de puerco recién muerto. Mi padre mandaba llamar al matancero, éste llegaba a las seis de la mañana y el sonido de sus cuchillos afilándose llegaba hasta mi cama de niña, una cama tubular blanca. Yo, apretaba los ojos tras el chillido del infortunado animal. Nunca quise ver el momento justo en el que el matancero enterraba su afilado cuchillo cerca del corazón del cerdo, que mi madre alimentaba todo el año con maíz y desperdicios de comida que le regalaban los vecinos. Los chillidos se prolongaban por minutos que en mi cuerpo de niña resonaban eternos. Sentía ganas de chillar abrazada al puerco, para evitarlo, hundía la cara en las almohadas hasta que se perdía el ruido, el repentino silencio acrecentaba mi curiosidad, bajaba de la cama y caminaba hasta encontrar la cabeza del cerdo colgando de la pared de adobes. Veía el cuerpo del matancero sin camisa, flaco y fuerte como el tallo de un álamo, sudoroso arrancaba la piel del puerco con sumo cuidado. Las cuchillas afiladas resbalaban entre el cuero del animal como si fuera mantequilla. Todo olía a manteca. A fuego de caso tiznado. A risas desdentadas y a cerveza pacífico heladas en una cubeta. Eran días de fiesta. Lo sabía cuando veía escurrir el jugo de limón verde entre los dedos de quienes, sin ningún remordimiento, comíamos carnitas.


A los nueve años, mi madre nos mandaba a las gorditas con doña Camachito, una señora bajita, de pelo blanco, con ligero labio superior leporino, me gustaba mucho ir a su casa, era misteriosa y nunca la conocí por dentro, en la puerta se sentaba, José su marido, un hombre anciano, esquelético, que parecía el centinela de aquella casa de olor a zanahoria rallada, a cebolla desflemada, a lechuga fresca, a frijoles molidos, a papa cocida, a aceite caliente y pollo freído.
A los diez, recuerdo que podía reconocer el olor de la leche bronca, la leche de vaca recién ordeñada que me producía náusea, pero amaba el queso que con ella producían las manos de mi abuela y de mi madre, con aquel utensilio de madera, batea, creo lo llamaban

A los once años me gustaba oler el diésel de la espalda de mi padre, él cargaba en su hombro cubetas con ese combustible para vaciarlo en el tractor verde John Deere, cuando terminaba de vaciar el líquido ambarino y notaba que aún faltaba más, me pedía que le acercara otra cubeta con mis manos, yo lo hacía, con mi cuerpo tembloroso, con mi cuerpo de niña fuerte, intentando no derramar ni una gota para no hacer enojar a aquel hombre inmenso que yo veía desde el suelo, trepado en el tractor de dos metros de alto, lo hacía con gusto para ganarme el premio mayor: pasear y sentirme poderosa oliendo el mundo desde aquella altura.

Me sentaba en el tractor y podía oler las palancas de cambios, el sombrero de palma que mi padre usaba para trabajar, ennegrecido por el sudor de su nuca y su frente. Olía su mano grande, callosa y bronceada, oscura por el sol abrasante de los días aciagos en los campos de Acaponeta. El mundo entonces era un cúmulo de olores penetrantes, ambivalentes.
No recuerdo en qué momento dejé de aprender el mundo a través del olfato. Hubo un momento en el que nada tenía olor. A los quince años me sentaba afuera de la casa para ver pasar el tren carguero, aquel tren infinito de vagones tintos. Veía a la gente que cabalgaba en la grupa de aquella bestia, de aquellos contenedores que nunca supe qué transportaba en su interior, más allá de aquellas personas de cara renegrida, pero de ojos brillantes de libertad, perseguidores de algo, yo quería ser como ellos, montarme a la grupa de aquella bestia para perseguir mi olfato, para recuperarlo, para oler el mundo de nuevo.

Muy pronto voy a cumplir la edad de Cristo, y mi olfato no regresó, me acostumbré a su abandono. Estoy en la ciudad de mis padres, pero no sé a qué huele Acaponeta ¿a qué huelen los regalos que no pudimos comprar? ¿A qué los sueños que no pudimos cumplir? ¿A qué los fracasos que más nos dolieron y nos siguen doliendo? ¿A qué huele lo mejor que hicimos en este año? ¿A qué huele un campamento en El Novillero mientras se danza girando con los pies descalzos bajo el cinturón de orión, claro, alto sobre el cielo? ¿A qué huelen los abrazos de los sobrinos de un año de nacidos? ¿A qué huele el enojo de los hermanos por nimiedades que no tienen sentido? ¿A qué huelen las promesas rotas y las cumplidas? No lo sé.


No sé en qué momento perdí el olfato. El paso del tiempo lo dejó percudido, quisiera poder lavarlo con jabón y tenderlo al sol en el montoncito de piedras lisas de río para recuperarlo. ​

1 comentarios:

m.espinos@ dijo...

He leído este texto en tres ocasiones distintas. Cada vez termino maravillado y con hambre de más. Felicidades Shío.