lunes, 20 de diciembre de 2010

NADA PERSONAL

Por Juan Fregoso.
Desde que asumió el poder el presidente de la República, Felipe Calderón Hinojosa, México entró en un estado de descomposición social o en un verdadero caos. Es cierto que en todos los sexenios ha habi-do oleadas de violencia, pero en este régimen gubernamen-tal el índice de criminalidad se ha disparado de manera alarmante, lo que ha provocado una profunda psicosis colectiva, pues ya nadie se siente seguro ni en su casa mucho menos en las calles.
Para muchos este fenómeno que estamos viviendo los mexicanos se debe a la forma en que llegó el Primer Man-datario a la presidencia de la República, esto es, a través de un triunfo cuestionado, dudo-so, en que los más destacados analistas desde un principio pusieron en tela de duda la victoria de Felipe Calderón. La mayoría de ellos coinciden en que el Jefe del Ejecutivo arribó al poder mediante un fraude finamente orquestado, por lo tanto, para adquirir la legitimidad que no adquirió en las urnas se vio obligado a buscar la forma de legitimarse ante el pueblo, por eso decidió declararle la guerra al narco-tráfico, término que posteriormente fue reemplazado por el propio presidente por el de delincuencia organizada.
Calderón quiso demostrarnos de este modo que su ascensión al poder fue clara, democrá-tica y contundente. Tomó, en-tonces, la determinación de limpiar al país de los chicos malos que en su opinión se de-dican al tráfico de enervantes y a toda suerte de drogas. Así, desató una matanza que aún se prolonga en los casi cuatro años que lleva en el poder. Lo que no previó el presidente es que en esta cruenta guerra también caerían—y siguen cayendo—cientos  de civiles que nada que tienen que ver, ni con el narcotráfico ni con la delincuencia organizada. Más todavía, en una actitud que sin exagerar puede cali-ficarse de fascista el presiden-te ha dicho en repetidas oca-siones que la lucha proseguirá “caiga quien caiga”; al pare-cer, al mandatario no le inte-resa en lo más mínimo la vida de sus compatriotas, por eso ha desplegado a lo largo y ancho del país a los cuerpos militares, vaya, a todo el aparato policiaco con el cual se sustenta el estado.
Aquí, el columnista no preten-de hacer una apología del de-lito o de fomentar la delin-cuencia cualquiera que sea la denominación que se le quiera endosar. Por supuesto que, toda conducta antisocial debe ser sancionada, pero en lo que no estoy de acuerdo es en el método de combatir el crimen con el crimen; pongo como ejemplo a Los Estados Uni-dos, que se erigen como el paladín de la democracia, cuando en varios de sus esta-dos prevalece todavía la bru-tal pena de muerte; vuelvo a insistir, no se puede combatir un delito con otro delito, que como ya lo hemos visto resul-ta peor que el crimen perpe-trado. Y el columnista se pre-gunta, ¿con todo y su pena de muerte ha descendido la cri-minalidad en aquél país? En honor a la verdad, mi respues-ta es un rotundo no, porque no es el medio de contener la vio-lencia. Por tanto, nuestro go-bierno debe buscar otros me-canismos para detener esta es-calada de asesinatos u homici-dios; supongo que el gobierno cuenta con asesores en mate-ria criminológica, capaces, creo, de  instrumentar los mé-todos eficaces para salir de este torbellino violento, y que no siga cobrando más vidas inocentes. Sin embargo, por lo que se ve, el gobierno caldero-nista está aferrado en comba-tir el crimen con el crimen, y esto significa simple y llana-mente más muertes, sean éstas de narcotraficantes, de civiles ajenos a este cáncer muy difí-cil de erradicar, inclusive has-ta soldados han sucumbido en esta guerra absurda. Si Calde-rón cree que con su política anticrimen va a exterminar esta hidra del mil cabezas está equivocado, porque al cortar una cabeza, indudablemen-te—como ya lo estamos vien-do—brotan miles y el proble-ma se agrava cada día. En este contexto, se puede colegir que este no es el remedio, ni si-quiera un calmante para sa-near el tejido social ya harta-mente gangrenado, y que día tras día se recrudece más, ante la apatía del gobierno federal.
Recientemente, el ombuds-man nacional declaró que en los últimos dieciocho meses se han registrado por lo menos cien asesinatos de civiles, aje-nos por completo a la delin-cuencia organizada. Y en esta monstruosa carnicería, dice el ombudsman, están inmiscui-dos muchos agentes de diver-sas corporaciones policiacas, esto es, que el fenómeno del narcotráfico ha permeado prácticamente en todas las instituciones gubernamenta-les, por consi-guiente, es evidente que existe un ver-gonzoso mari-daje que hace más difícil so-lucionar la caótica situa-ción que vive México.
Así pues, en el afán de legiti-mar su gobierno, el presidente se colocó en la órbita de la monarquía, lo que significa que todo el poder lo concentró en su persona, pasando por encima de todas las institu-ciones a las que debe respetar por mandato constitucional. Más claro: La monarquía es el poder de una sola persona que ejerce un poder omnímo-do; el monarca es un tirano que no toma en cuenta para nada el parecer de los demás poderes a los cuales está supe-ditado y debe obediencia, no porque él lo quiera, sino por-que es un mandato emanado de nuestra constitución y de-más leyes.
Desde esta perspectiva, Cal-derón se salió de las coorde-nadas establecidas por Mon-tesquieu, quien sentó las bases de la división de poderes. Por otro lado, rompió el Contrato Social de Jean-Jacques Rou-sseau, quien en su magistral tratado apunta con atinada precisión que: “Hay dos vías generales por las cuales dege-nera un gobierno; cuando se concentra—como es el caso en comento—y  cuando se di-suelve”. Y pondera: “El go-bierno se concentra cuando pasa del gran número al pe-queño, o sea de la democracia a la aristocracia, y de la aris-tocracia a la monarquía”.
La teoría de Rousseau sostie-ne que el cuerpo político, es lo mismo que el cuerpo del hombre: Comienza a morir desde su nacimiento y lleva en sí las causas de su destruc-ción. Sostiene que el principio de la vida política está en la autoridad soberana, —que no ha respetado el titular del Ejecutivo Federal—porque  el poder legislativo es el corazón del estado; el poder ejecutivo es el cerebro, que da movi-miento a todas sus partes. Puede el cerebro sufrir una parálisis y el individuo seguir viviendo. Un hombre se que-da idiota y vive, pero tan pron-to como el corazón cesa en sus funciones, el animal muere.
Así, en términos compara-tivos, el presidente de la Re-pública—cerebro del cuerpo político—ha demostrado que tiene este músculo completa-mente atrofiado, por ello se explica que haya tomado de-cisiones equivocadas en su lu-cha frontal contra el narco-tráfico o delincuencia organi-zada. En consecuencia, de no cambiar—y esto ya se antoja imposible—su política irra-cional contra el crimen or-ganizado, es mucho más pro-bable que perezca el cuerpo político, que el virus del narcotráfico que ya se encuen-tra incubado hasta el tuétano en el cerebro y en el corazón del estado. ¿Qué sigue enton-ces, con un monarca que no atiende en lo absoluto a los demás órganos? La respuesta es obvia: Más crímenes, por-que el señor de Los Pinos, está empecinado en destruir a ese monstruo que el propio go-bierno procreó y que ahora no encuentra la forma inteli-gente, ya no de acabarlo, sino de frenarlo, para tranquilidad del pueblo mexicano.    

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