Por: José B. Algarín G.
NACE MI PRIMER HIJO...PEPE
Con la ayuda económica de mis Padres, pude internar a mi querida esposa
Betty, al Sanatorio Guadalajara, por cierto uno de los mejores en aquel tiempo,
y llamé a mi queridísimo Maestro El Doctor CARLOS RAMIREZ ESPARZA. Quien de
inmediato se hizo cargo de la atención del parto, y estaba mi querida amiga y
compañera Consuelo Gutiérrez (todavía no de Contreras) haciendo su servicio social complementario (¿así se
llamaba?) en dicho Sanatorio, de tal manera que mi consorte estaba en muy
buenas manos.
Nace Pepe, y mi orgullo era llevarlo a tomar una clase que todavía nos
impartían en el Aula Magna, a la entrada
de nuestra querida Escuela de Medicina.
Al salir de la clase, mi compañero y paisano Jesús Gómez de los Ríos,
prácticamente me lo arrebató, y lo zarandeaba, de tal manera, que mi pequeño de
escasos días de nacido, volaba de mano en mano, con la angustia que se
imaginaran de mi parte, pues Chuy, se lo aventó al “Ciego” Rentaría que
afortunadamente lo cachó en el aire.
No lo volví a
llevar...
AL SERVICIO SOCIAL...
Betty, se refiere a esta época de mi vida, con “nos fuimos a hacer
nuestro Servicio Social”, así , en plural,
pues fiel compañera, no se quiso
quedar en la comodidad de lo que había sido su casa paterna con su familia en Guadalajara, sino que siguiendo a su “Rey”
(yo) nos embarcamos en esa nueva aventura.
Por relaciones amistosas de mi papá, conseguí con el Dr. Antonio
González Guevara, jefe de los Servicios Coordinados de Salubridad y Asistencia
en el Estado de Nayarit, hacer mi Servicio Social en una ranchería llamada
Quimichis, del vecino municipio de Tecuala que colinda con Acaponeta.
Aproximadamente a 30 Km. de mi casa paterna.
Permítanme hacer un breve bosquejo de este pequeño poblado que
aproximadamente en aquel tiempo tenía una población de un poco menos de 2,000
habitantes, y un poco mas de 6,000 a 8,000 perros (no es exageración), pues
cada casa tenía de tres a cuatro perros, que eran mi preocupación cuando iba a
una consulta a domicilio, pues a pesar de ir acompañado por algún familiar de
un enfermo se nos echaban encima, ladrando y queriendo probar buena carne del
que escribe.
Opté por llevar en una mano mi maletín de médico, y en la otra un gran
cinto que compré a ex profeso.
Dado mi carácter simpático, jovial, bromista, abierto, agradable, en
suma era en aquel tiempo, una “monedita de oro” pues a todo mundo le caía bien
(Apreciación personal, claro está).
No tardé en hacer amigos, y pues a servirle a la comunidad, aun cuando
nunca o casi nunca me pagaban mis servicios. Ni me preguntaban, pero no me
faltó qué comer para mí y para mi
familia, pues quien no me llevaba un pollo, me llevaba algo. Seguía por
supuesto con el apoyo económico de mis
padres.
Debo aclarar que
Betty me ayudaba en todo, desde atender un herido, un niño picado de alacrán,
un parto (ella me ayudaba dando Trilene a las parturientas), curar a mis
pacientes que yo ya había suturado por alguna herida. Y en ocasiones a espantar
perros cuando iba a una “reconsulta” y que yo ya sabía el camino para llegar.
En una ocasión, fui llamado a ver un pequeño niño que había nacido
prematuro, pues su mamá en el séptimo mes de embarazo al despertar se había
encontrado en su abdomen enroscada una gran víbora, una boa. Por supuesto que
se le adelantó el parto. Niño al que Betty le improvisó en su casa, en una jaba
de madera una cuna a la cual le añadió un foco para darle calor al pequeño
niño, ¡quien sobrevivió!
Betty enseñó a la mamá a darle de comer con gotero a este pequeño
personajito.
Renté una casa de material (pues la mayoría de las casan eran de palma
y barro) a un amigo de mi papá, mueblero; nos prestó un pequeño ropero, y mi
esposa, con jabas de jabón, o no sé de qué, armó un pequeño buró con su
respectivo tocador (un espejo chico en la pared).
Don Agustín, me prestó un marco
de cama para yo tejer a mano con mecatillo
adonde iría una colchoneta y hacer una no muy cómoda cama, por un lado una
pequeña cuna que mi papá le había comprado a
mi pequeño hijo Pepe.
Y en el patio, a más de 30 metros un escusado de caja de madera, y en
el mismo patio en el centro, una noria,
no había baño. Para bañarnos era a la intemperie, a baldazos que sacábamos de la noria, por cierto una agua muy “dura”,
no hervía el jabón. Me decía Betty (quien por cierto nunca se quejó de todas
esas incomodidades) que quedaba peinada “como de salón.”
Uno de mis primero amigos que hice en Quimichis, un hombre de mediana
edad, y con mucho “peso especifico” pues pesaba mas de 130 kilogramos, a quien
le debo mucho, pues me prestó una bicicleta para hacer mis consultas a
domicilio, y así evitaba en parte la agresión que sufría con los perros que no
me querían.
Y a propósito de estos canes tan mencionados, fue precisamente en una
consulta a casa de mi amigo Rosendo Hernández, dueño de la bicicleta, que en
ausencia de él, su esposa me mandó llamar y de inmediato me trasladé a su casa,
dejé acomodado el vehículo aquel y al
dar el primer paso para entrar a su casa un enorme perro, de raza indefinida me
agarró de mi tobillo, con su gran hocico, no con el intento de morderme sino
como medida preventiva, y gruñendo de tal manera que realmente me asustó. Al
fondo de la casa vi a la señora lavando tranquilamente, ella ya se había dado cuenta de mi presencia,
y yo, gritándole ¡Señora...Señora..! ¡su perro me va a morder!.
Ella tranquilamente me respondió: No tenga miedo médico, no le hace nada
...¡Está capón!...de inmediato le contesté; Señora ¡No tengo miedo de que me viole
sino de que me muerda...!
En otra ocasión me mandó llamar el mismo Rosendo Hernández, dueño de la
bicicleta, y como dije gran amigo mío, a que fuera a su rancho, que esta a una
distancia de dos kilómetros aproximadamente de Quimichis, raudo y preparado a
todo, pues el tenía varios trabajadores en su rancho, cogí mi maletín, y en
unos cuantos minutos a pesar del intenso calor que hacía por allá, llegué, y al
no verlo en lo que era la casa del rancho, empecé a llamarlo a grandes voces,
contestándome en un cobertizo donde estaba atendiendo el parto de una vaca muy
querida para él. El becerro venía “atravesado”, y mi llamada fue para
auxiliarlo.
En principio no
creía lo que me decía, pues se refería de esta manera. ¡Ándale vente a
ayudarme!...Poniendo cara de incredulidad, le contesté, ...Oye Rosendo, el
hecho de que te cure a ti, no me hace
ser veterinario...Mira, me contestó, pues ya viniste, y te voy a pagar, así que
no me pongas pretextos y ayúdame...¡y así lo hice!
El poblado de Quimichis tenía una plaza, y en el centro de ella un
Kiosco, en donde cada domingo un grupo de músicos tocaban melodías, ya se
imaginaran de que tipo, eso alegraba en
parte a la población que los escuchaba.
En ese grupo musical tocaba la corneta un amigo mío llamado Gabino, que
también era el presidente de la Cooperativa de pescadores quien me surtía de
camarones y ostiones (de los buenos, de aquellos ayeres) dos a tres veces por semana.
Siendo yo el médico oficial de dicha Cooperativa pues era lógico que fuéramos
grandes amigos.
Era mal hablado como
la mayor parte de la gente de esos rumbos y conmigo se llevaba siempre a puras
malas palabras, era así natural su manera de expresarse.
Yo tenía mi “consultorio” precisamente enfrente de la pequeña plaza y
pues queriendo o no me tocaba escuchar aquellas campiranas melodías.
En una ocasión en que la “orquesta” estaba en todo su apogeo, y yo,
sabiendo que en una determinada parte mi amigo Gabino tenía
que hacer un solo de corneta (la pieza a la que me refiero era “El niño
perdido”), quise probar lo que yo había estudiado provocando un reflejo condicionado del sabio ruso
Pavlov.
Y en el momento que el inició su actuación, y estando yo a escasos 20
metros del ejecutante, me exprimí con visible notoriedad medio limón en mi
abierta boca, y haciéndolo y el viéndome, se le produjo una sialorrea (producción abundante de saliva) de tal
manera que las notas emitidas por su corneta rápidamente vinieron de más a
menos y acabó por no poder continuar. ¿Buena broma...o no?
En otra ocasión un joven, clasificado como que era muy “maldito” pues
se rumoraba que debía una muerte y por ese motivo siempre portaba una pistola,
misma que la hacia lucir intencionalmente,
se “mal fajaba” para hacerla mas notoria. Total, que yo traía manejando un
Jeep, y ya para salir rumbo a la carretera, acompañado de mi esposa Betty en la
ultima calle, me hizo una seña, casi una orden de que me parara , así lo hice, me pidió que lo llevara al crucero, distante
unos cuatro kilómetros de ahí, de inmediato le dije que sí que con “todo
gusto”. Llegamos al mentado crucero y de inmediato se bajó, haciéndose a un
lado de la carretera, como tratando de cubrirse o protegerse.
Yo también me bajé para revisar una llanta, quedando él y yo a una
distancia de cuatro a cinco metros, y se le ocurrió preguntarme que cuanto me
debía, y yo sin medir mi respuesta, pues le dije... Un balazo, decirle yo esto y
el sacar su pistola y disparar a escasos 20 centímetros de mis pies, fue uno.
Sin más se retiró hacia el monte, y yo para regresar al Jeep, me resbale
dos veces...¡Ya se imaginarán cómo se puso Betty en este trance!
Atendí de parto a una señora vecina nuestra que con ese embarazo eran ya seis
de familia, esposa de un campesino que por efecto del sol tenía un bien
tostado rostro, y ella no era ninguna beldad blanca, sino más bien tiraba a ser
un “poquito” oscura de su piel, así que el producto, un robusto niño de casi 4
kilos de peso, pues era de un color “prietito”, tirando más bien a negrito,
nació, como todos los bebes, hinchado, y con los párpados abotargados, total
que para mí, parecía un “Ajolote”.
La señora de nombre Hermelinda, me pidió en nombre de su esposo y ella,
que Betty y yo lo bautizáramos, es decir, ser padrinos de dicho niño, llegando
a mi casa le comenté a Betty sobre las intenciones de la señora y Betty, por
supuesto aceptó. Le dije que al niño su mamá le decía “Ajolotito” de cariño,
cosa no cierta, pues yo había sido quien le puso ese no tan bello apodo. Seguí atendiendo a mi
vecina y estando próxima la venida de un Sacerdote, por cierto amigo mío, pues
era inminente el bautizo y la respectiva fiesta.
Ella salió a la calle por primera vez
después de guardar religiosamente 40 días de “reposo”, con la respectiva
mortandad de un pollo diario para su dieta de “cuarentena” y nos encontró a
Betty y a mí. Como Betty ya sabía se le
ocurrió, decirle, Señora Hermelinda: ¿cuándo bautizamos al “Ajolotito”?. Ella
extrañada, le contestó, que ¿por que le decía así? Pues el único que le decía de tal mote, no
en presencia de la mamá, era yo, y así me refería al niño cuando platicaba con
Betty. Ya se imaginarán la turbación de Betty, al no parecerle bien a la mamá del
niño que lo hubiera llamado así.
¡Algunas personas no aguantan nada!
Unos amigos me invitaron a cacería, dizque de venados, y la salida
era en la noche, me fui con ellos a caballo, bastante lejos, pues tardamos más
de una hora en llegar al lugar, que según ellos era el adecuado para dicha
caza, y me dijeron; médico quédese aquí, por ese arroyo van pasar, pues
nosotros iremos a buscarlos, se los vamos a “arriar”, y el paso obligado es por
aquí, no se mueva y espere. Y ahí me
tienen en medio de la nada, en un pasto que ellos llaman “rastrojo” (lo que
queda después de la cosecha de maíz). Hacía una luna llena, y me prestaron un
rifle calibre .22 de un solo tiro y un reflector. Pasaron los minutos, las
horas, y por ningún lado apareció ningún venado.
Com a media noche empecé a oír gruñidos, y después lúgubres aullidos, y
al enfocar mi linterna, me vi rodeado de coyotes, era una manada de 10 a 12, y
vaya susto que me saqué, todavía recuerdo con miedo como se iban acercando a
mí, lo único que se me ocurrió fue disparar en varias ocasiones mi rifle, sin
apuntarle a ninguno de ellos, para fortuna mía llegaron los que me habían
invitado, y ellos también hicieron varios disparos, con buenos resultados, pues
los mentados coyotes se fueron tal como llegaron, sin hacer ruido. Nos
regresamos de inmediato, lamentando no haber cazado ningún venado.
Llegué a mi casa donde con preocupación Betty me esperaba, me acosté de
inmediato pues llegué bien cansado. Esa noche no pudimos dormir pues tanto
Betty, como yo empezamos a sentir piquetes en todas partes del cuerpo, y al
examinarnos uno al otro encontramos una gran cantidad en mi cuerpo y en el de ella unos pequeños
animalitos que se llaman güinas, de tal manera que a esa hora nos tuvimos que
dar un baño caliente, pero ni así pudimos quitárnoslas. En cuanto amaneció fui
a comprar una pomada garrapaticida, la cual nos aplicamos profusamente, dicha
medicina veterinaria por fin mató a estos ácaros dañinos. No volví a aceptar
ninguna otra invitación a cacería.
(Continuará...)
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